Había estado mirando aquel cuadro por
más de una hora. Conocía cada trazo de memoria y si cerraba los
ojos podía narrar con precisión como era cada gama de color que
allí se arremolinaba, si el artista estaba enojado o parecía triste
a continuación. Se sentía fascinado por aquel cuadro que había
adquirido recientemente en una subasta. Tenía cierta influencia de
pintores de renombre como Rembrandt, pero no era suyo. Decían que
era de un pintor que murió hacia unos cien años, el cual dejó como
legado a su familia varias obras y una de sus descendientes lo vendía
a buen precio en una galería de arte del centro de New Orleans.
Se trataba de una hermosa mujer vestida
con telas vaporosas, flores silvestres similares a las margaritas en
sus cabellos recogidos por un moño alto y de color café, un café
agradable que deseaba beberse. Sus hombros eran estrechos, pálidos
como toda su piel salvo sus mejillas sonrosadas como las de una niña
que quiere aprender a ser mujer. Sus pies estaban desnudos y cruzados
por sus tobillos. Se veían sus pantorrillas por el vuelo de la falda
en aquel columpio sujetado por una gruesa rama de roble. Un roble de
un tronco oscuro, grueso y retorcido cuyo alrededor estaba cubierto
por frondosas hierbas y plantas que parecían crecer de forma salvaje
sin importar nada. El crepúsculo estaba a su espalda con toques
violáceos y anaranjados. Sin duda era el cuadro de una tarde de
verano, en la cual el artista dejaba su rabia quizás por un amor
desconsiderado hacia la chica que representaba con encanto y
delicadeza. Esos labios de boca pequeña, tan rellenos y sensuales en
un tono rosado, la hacía deseable como sus pechos pequeños pero de
bonita forma.
Retiró su mirada para mirar hacia la
esquina izquierda de la habitación. Allí estaba él sentado leyendo
con calma a Kafka mientras algunos mechones negros se habían soltado
de su coleta y rozaba su frente. Su camisa blanca estaba desabotonada
en el cuello y dejaba ver una cadena de plata con una cruz hermosa de
cuentas de esmeralda que él mismo le había comprado. Sus miradas se
cruzaron y el silencio pareció aumentar hasta volverle loco.
-¡Dilo! ¡Demonios dilo!-gritó
levantándose del sofá con la ropa arrugada y aún apestado a
perfume barato de mujer.
-¿Y qué pretendes que te
diga?-comentó regresando a su lectura.
-¡Di que me odias! ¡Di que me
detestas!-decía señalándolo mientras caminaba hacia él.
Tenía los pies desnudos porque había
perdido los zapatos en aquella descomunal orgía. Louis había ido a
buscarlo de nuevo, como algunas noches, al burdel situado en el
barrio francés. Un sitio distinguido donde ocurrían fiestas de
dudoso gusto pero encantadoras, discretas y sobre todo en las que
Lestat siempre gozaba de cierta fama. Se hundía en las camas con
sábanas de satén y se olvidaba del mundo exterior. Su camisa tenía
restos de distintos labiales, uno de un tono de carmín muy intenso
de una de las chicas con las que más solía tratar.
-Dilo-repitió entre dientes.
-Sólo te diré que puedes hacer lo que
quieras mientras regreses, aunque ya no me importa si lo haces-
contestó cerrando el libro para dejarlo en el alfeizar de la
ventana-. Lestat, no soy tu madre para decirte que debes y que no
debes de hacer.
-Antes lo hacías-respondió frente a
él mientras Louis seguía sentado en aquel sillón estilo Louis
XVI-. Lo hacías.
-Pero eso era antes- le miró sin
expresión alguna en su mirada o su rostro, pero pronto esbozó una
sonrisa cínica que le provocó escalofríos-. Hace mucho que sé que
no puedo cambiarte y que sólo lo haces para que vaya a tu encuentro,
llore por tus desaires y te sientas superior. Ahora voy a por ti, es
cierto, pero porque te necesitan aquí otros y no yo. Yo ya aprendí
a no ser más que aquel que usas para engordar tu ego.
-Louis- masculló a punto de la cólera.
-Pero si tanto lo deseas- se incorporó
arrojándose a sus brazos imitando un llanto ahogado- Oh, Lestat ¿por
qué me haces ésto? ¿Por qué?-preguntó alzando el rostro lleno de
lágrimas mientras palpaba el suyo-. ¡No ves que me haces
daño!-pronto se quedó sereno y echó a caminar por la puerta-. Ahí
tienes Lestat, el melodrama de siempre para que tu felicidad sea
absoluta- dicho aquello cerró de un portazo.
Lestat quedó abatido sin saber si
Louis tenía razón o no, pero lo que más le dolía era su actitud
frívola y despreocupada frente a su infidelidad.
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