En la nieve pura se entierra el olvido
allá donde el manto hiela el corazón.
En la sangre caliente anida el veneno
que me mata con su oscura pasión.
Recuerdo esos versos que siempre leías
con afán mirando la nieve, hacia el impenetrable y frío bosque,
mientras tus manos temblaban por el frío y la humedad que calaban
tus huesos. La chimenea encendida intentaba calentar e iluminar la
estancia donde te tenía enjaulada como ave primaveral. Aún hoy me
pregunto quién sería el poeta que escribió aquellos versos y si
los hicieron para ti. Quizás eran versos sin importancia que te
daban la esperanza de ser feliz a pesar de todo.
Treinta años tenías cuando yo contaba
con diez. Habías parido tantos hijos que murieron con el primer
aliento e incluso que nacieron muertos. Otros morían de fiebres.
Pero ¿qué importaba aquello? Yo era el único que se aproximaba a
ti, besaba tus manos y colocaba las mías entre las tuyas.
Extraño como tocabas mi pelo como si
fuera un milagro. Pelo dorado como el trigo, igual que el tuyo, y
ojos tan vivos y claros que podías naufragar en ellos. Grises con
tonos azulados, igual que los mismos que me contemplaban día a día.
No era un moreno de ojos café o verde oscuros casi negros. No era la
semblanza de la herencia paterna. El escudo de armas de los Lioncourt
no había gobernado mi genética. Tenía aspecto de chiquillo
italiano perdido en frías tierras.
Hoy gobiernas manglares, junglas,
valles profundos, bosques inhabitables por el ser humano e incluso
montañas desérticas donde sólo el frío llega clavándose como
puñales. Eres libre de ir donde quieras y ya no puedo ir a
visitarte. Encontrarte es difícil, pero en mis recuerdos sigues en
el alfeizar de aquella ventana, sentada con las manos en tus largas
faldas y mirando la nieve mientras intentas no llorar recitando con
cuidado aquellos versos.
Lestat de Lioncourt
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