Desde que tan sólo levantaba un palmo
del suelo he buscado a una mujer, la misma que siempre huye de mí.
Recuerdo como en las mañanas de sol ocupaba su regazo, me aferraba a
ella mientras me sostenía cerca del cristal de su ventana. Ella
contemplaba el mundo como si fuera una princesa encerrada. Siempre
pensé que era una hermosa mujer de cuento de hadas con una fiera que
bramaba en la mesa, colocaba los codos sobre esta y golpeaba con
fuerza las tablas cuando algo no estaba de su agrado.
Cierto día mi padre perdió la vista,
cuando yo tan sólo tenía unos ocho años, y ella en vez de huir,
como yo mismo hubiese hecho, se quedó a su lado sintiendo aún más
miserable su existencia. Sé que él nunca la amó y para él fue el
objeto decorativo de su decrépito castillo. A veces mi madre torcía
la boca y suspiraba pesadamente.
—Recuerdo los bailes y las risas como
si jamás hubiesen existido—dijo un día mirando sus botas
manchadas de barro, después de haber caminado conmigo para alimentar
los escasos animales que teníamos.
—¿Qué bailes, madre?—pregunté
con curiosidad y ella sólo cambió el rostro hacia uno menos
desalentado.
—Bailes—respondió enérgica—.
Pero eso ya no importa. Es mejor que lo olvides.
Tenía quince años cuando ya había
rebasado su estatura. Ella me miraba como si fuera su mejor creación.
Mis hermanos eran morenos, gruesos, de piel color oliva y unos ojos
café tan cínicos y amargados como los de mi padre. Tenían la boca
llena de mentiras para mi pobre madre, la cual las aceptaba a
regañadientes porque eran los monstruos que ella había parido.
—Algún día...
—¿Qué día? Dime, madre—dije
acercándome a ella cuando se hallaba sola en su habitación
observando la nieve caer.
—Deberías pedir permiso para
entrar—murmuró frotándose las manos que temblaban suavemente.
El frío provocaba que su reuma se
complicara. Le dolía cada uno de sus huesos, sobre todo sus dedos, y
a veces me preguntaba como era capaz de sostener sus libros o alzar
la pluma. Sin embargo siempre estaba bien vestida, con sus corsé
bien apretados, sus hermosos cabellos rubios recogidos y una
expresión taimada en el rostro. Si la mirabas bien aún podías
percatarte que no llegaba aún a los cuarenta años.
Oí una vez que tenía catorce años
cuando mi padre la tomó como esposa, la llevó lejos de su Italia
natal donde creció rodeada de los mejores tutores y la llevó lejos
del convento donde esperaba desposarse. Las chicas de su edad al
cumplir cierta edad quedaban encerradas en claustros donde tomaban
lecciones de canto y labores femeninas, así como lectura y
escritura. Ella era culta, educada y una hermosa flor en medio de
tierras áridas como eran las manos de mi padre. Él tenía veinte
años más que ella, buscaba esposa afanosamente para que llenara de
hijos su castillo. No le importó jamás los sentimientos de mi madre
ni su dolor.
—Lo siento, madre—susurré aquella
vez aproximándome para besar su rostro y arrodillarme frente a ella,
colocando mi cabeza sobre sus piernas y permitiendo que sus manos se
colocaran sobre mis rizos dorados.
Amor... no es amor lo que siento por mi
madre sino admiración. Yo me hubiese vuelto loco de haber vivido
junto a ese maldito cerdo. Habría decidido tirarme por la ventana y
morir sintiendo el pavimento.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario