Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

sábado, 22 de febrero de 2014

La dama del castillo

Desde que tan sólo levantaba un palmo del suelo he buscado a una mujer, la misma que siempre huye de mí. Recuerdo como en las mañanas de sol ocupaba su regazo, me aferraba a ella mientras me sostenía cerca del cristal de su ventana. Ella contemplaba el mundo como si fuera una princesa encerrada. Siempre pensé que era una hermosa mujer de cuento de hadas con una fiera que bramaba en la mesa, colocaba los codos sobre esta y golpeaba con fuerza las tablas cuando algo no estaba de su agrado.

Cierto día mi padre perdió la vista, cuando yo tan sólo tenía unos ocho años, y ella en vez de huir, como yo mismo hubiese hecho, se quedó a su lado sintiendo aún más miserable su existencia. Sé que él nunca la amó y para él fue el objeto decorativo de su decrépito castillo. A veces mi madre torcía la boca y suspiraba pesadamente.

—Recuerdo los bailes y las risas como si jamás hubiesen existido—dijo un día mirando sus botas manchadas de barro, después de haber caminado conmigo para alimentar los escasos animales que teníamos.

—¿Qué bailes, madre?—pregunté con curiosidad y ella sólo cambió el rostro hacia uno menos desalentado.

—Bailes—respondió enérgica—. Pero eso ya no importa. Es mejor que lo olvides.

Tenía quince años cuando ya había rebasado su estatura. Ella me miraba como si fuera su mejor creación. Mis hermanos eran morenos, gruesos, de piel color oliva y unos ojos café tan cínicos y amargados como los de mi padre. Tenían la boca llena de mentiras para mi pobre madre, la cual las aceptaba a regañadientes porque eran los monstruos que ella había parido.

—Algún día...

—¿Qué día? Dime, madre—dije acercándome a ella cuando se hallaba sola en su habitación observando la nieve caer.

—Deberías pedir permiso para entrar—murmuró frotándose las manos que temblaban suavemente.

El frío provocaba que su reuma se complicara. Le dolía cada uno de sus huesos, sobre todo sus dedos, y a veces me preguntaba como era capaz de sostener sus libros o alzar la pluma. Sin embargo siempre estaba bien vestida, con sus corsé bien apretados, sus hermosos cabellos rubios recogidos y una expresión taimada en el rostro. Si la mirabas bien aún podías percatarte que no llegaba aún a los cuarenta años.

Oí una vez que tenía catorce años cuando mi padre la tomó como esposa, la llevó lejos de su Italia natal donde creció rodeada de los mejores tutores y la llevó lejos del convento donde esperaba desposarse. Las chicas de su edad al cumplir cierta edad quedaban encerradas en claustros donde tomaban lecciones de canto y labores femeninas, así como lectura y escritura. Ella era culta, educada y una hermosa flor en medio de tierras áridas como eran las manos de mi padre. Él tenía veinte años más que ella, buscaba esposa afanosamente para que llenara de hijos su castillo. No le importó jamás los sentimientos de mi madre ni su dolor.

—Lo siento, madre—susurré aquella vez aproximándome para besar su rostro y arrodillarme frente a ella, colocando mi cabeza sobre sus piernas y permitiendo que sus manos se colocaran sobre mis rizos dorados.


Amor... no es amor lo que siento por mi madre sino admiración. Yo me hubiese vuelto loco de haber vivido junto a ese maldito cerdo. Habría decidido tirarme por la ventana y morir sintiendo el pavimento.


Lestat de Lioncourt  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt