—Ahí los tienes—dijo seria
frunciendo el ceño mientras me enseñaba los cachorros que
jugueteaban en aquella cerca de madera.
Siempre quise tener alguien a quien
confiar mis secretos, más allá de mí mismo y mis pensamientos.
Ella me acarició el cabello y sonrió suavemente. Su sonrisa siempre
animó la mía iluminando mi rostro, coloreando mis mejillas y
llenando mi mirada de un brillo especial.
—Elige el que más te guste—colocó
sus manos en las caderas y después se inclinó para verlos bien—.
Todos tienen cara estúpida aunque estoy segura que serán obedientes
y fieles.
—Quiero todos—respondí emocionado
apretando las vallas entre mis manos—. Todos.
—Uno—dijo girándose hacia mí para
fruncir su ceño.
—Madre quiero los tres—respondí
serio tomándola de las manos—. Madre por favor—mi voz aniñada y
trémula, a punto del llanto, provocó que suspirara algo irritada.
Sabía que no me haría cambiar de opinión y era mejor cumplir mis
caprichos.
Soltó mis manos y colocó estas en mi
rostro, despejó algunos mechones que caían sobre mi frente y
después depositó un beso corto en mi nariz. Estaba aceptando mi
berrinche. Sus manos níveas, frías y suaves eran como el bálsamo a
mis miedos y deseos. Quería tener esos perros en mi compañía
porque ella me los ofrecía, lo cual haría que estuviera conmigo
allá donde fuera.
—Los tres entonces—dijo con un tono
serio para entregar una bolsa de dinero por los tres.
Eran hermosos y tenían un pelaje
sedoso en color café y blanco. Recuerdo sus enormes ojos y los
profundos ladridos. Eran cachorros pero ya estaban algo grandes y a
penas podía contenerlos con mis delgados y pequeños brazos. El olor
que desprendían era agradable y me recordaba a los abrigos de pieles
que llevaban mis hermanos mayores.
Al llegar al castillo dejé que estos
corretearan a mi alrededor, ladraran con entusiasmo y se convirtieran
aquel día en el pañuelo de mis lágrimas. Ya no podría aprender
como me habían dicho, pues no sería monje, pero tendría unos
buenos perros que me acompañarían gran parte de mi vida. Jamás
hubiese creído que ellos perderían la vida, junto a mi mejor
caballo, en aquella emboscada de ocho lobos. Perdí la inocencia por
completo aquel día y me convertí en un cazador fiero, desesperado y
deseoso de perseguir presas más grandes que languidecer a la sombra
de un frío castillo.
Recuerdo la nieve cayendo pesada y
abundantemente, el frío engarrotando mis dedos y la sangre de los
lobos, mis perros y el caballo manchando mi ropa. Mis piernas
temblaban y se hundían en la espesa capa que se amontonaba. Tenía
el cabello pegado a la frente por el sudor frío debido al terror y
el esfuerzo. Estaba tan cansado y aterrado que caí de bruces cuando
todo pasó. Al despertar observé a mi alrededor la masacre, lloré
por mis viejos compañeros pero regresé a casa. Había estado
perdido y encontré el calor de la lumbre, las manos de mi madre y la
sed de sangre. Creo que fue la primera vez que sentí sed de sangre.
Conseguí nuevos perros, los llevé
conmigo y me metí en la cama tal y como había llegado. Tres días
después desperté cansado, con la mente revuelta y el deseo de
marcharme de allí. No quería morir. Tenía un miedo atroz a la
muerte. Entonces los halagos, alabanzas y murmullos llenos de cariño.
Aquellos ojos fieros de mi madre llenos de preocupación con aquel
rostro frío, en apariencia, pero lleno de rasgos cálidos. Quería
abrazarme y yo besar sus labios.
—No soy el mismo—susurré a mi
madre una noche antes de pedirle que me dejara ir a París.
—Lo sé—dijo cerrando su libro
antes de girarse para mirar hacia la ventana—. Lo sé...
Lestat de Lioncourt
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