Habían pasado meses desde la última
vez que nos habíamos visto, sin embargo aún retumbaban en mi mente
sus últimas palabras. Sus ojos grises me observaban con franqueza y
la intensidad de un ave rapaz, pues no perdía detalle alguno de mis
movimientos. Tenía su largo cuello estirado y sus delicados brazos
cruzados justo a la altura de sus senos. Vestía unos jeans algo
sucios de barro, junto a una camisa de algodón blanco, y unas botas;
era una indumentaria sencilla.
—Así que tuvo que irse—dijo tras
un largo silencio.
—Sí—respondí.
—Tienes mala suerte—comentó
bajando los brazos.
Tenía un aspecto tan fuerte como
masculino, pero sin dejar su feminidad a un lado. Caminó por la
habitación tomando algunos marcos de fotografías, observando las
figurillas que había comprado en un anticuario meses atrás y
observando los lienzos que Marius me había entregado como regalo. La
habitación donde nos encontrábamos era el salón principal, una
sala donde la fiesta era concurrida y la música podía elevarse
hasta el cielo. Los grandes ventanales mostraban un jardín nocturno
lleno de flores y diversos robles, árboles de cítricos, plataneras
y enredaderas. El suelo de mármol estaba recién pulido, pero ella
lo estaba ensuciando con el barro de sus botas.
—Una mala lección—añadió.
—No madre, no—negué suavemente con
la cabeza—. Ella me ama, pero han ocurrido una serie de
circunstancias que...
—Que te impide ser feliz. Y no sólo
a ti ¿verdad?—suspiró acercándose rápidamente a mí, para
abarcar con sus manos mi rostro y mirarme como si fuera un chiquillo
perdido—. Lestat, no eres feliz. Lucha por tu felicidad.
—Eso hago—dije colocando mis manos
sobre las suyas—. Pero es complicado... y mi corazón...
—Se encuentra dividido entre lo que
tienes que hacer, lo que deseas hacer, lo que puedes hacer y lo que
te permiten hacer—me aparté de ella como si fueran brasas
ardientes—. Lestat, por favor.
—¡Es ese maldito demonio!—rompí a
llorar—. ¿Qué quiere de mí? Dime madre, ¿qué puede querer?
—¿Demonio?—frunció el ceño en
señal de disgusto y me agarró de la muñeca derecha, tirando de mí
para que no me alejara demasiado—. ¿Qué me ocultas?
—Nada.
—¡Lestat! Te he parido, te he visto
crecer y he soportado todo el dolor que me has causado. ¡Cuántas
veces me he preocupado por ti innecesariamente! Lestat... ¿qué
ocurre? Dime... ¡Dime!—estaba furiosa porque ocultaba algo, como
cuando era niño.
Una vez le oculté que rompí una
pequeña figurita que había traído de Italia cuando era sólo una
niña, una pequeña muchacha de aspecto delicado, y lo oculté
durante días intentando en vano repararla sin mucho éxito.
—Lestat...
—Suele visitarme y está torturando
mi felicidad, obligándome a dar pasos que no deseo y provocando que
mi mente ya no sepa discernir entre lo bueno y lo malo—ella de
inmediato me soltó y caminó hacia la puerta—. ¿Dónde vas?
—Necesito pensar en como ayudarte—se
giró hacia mí y me miró de pies a cabeza—. Si no fueras mi hijo
no me importaría que te llevasen a los infiernos y torturasen, pero
eres mi hijo. Yo te he parido y eso te hace distinto. Eres lo único
que quiero en éste mundo junto a mi libertad ¿crees que me voy a
quedar de brazos cruzados?
Se marchó dejándome solo, con el
corazón bombeando tan fuerte que me provocaba cierto mareo, y una
estúpida idea de que todo podría salir bien si ella me ayudaba.
Lestat de Lioncourt
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