—¿Has pensado alguna vez en hacer
algo importante?—preguntó tumbada en la cama junto a mí.
Había permanecido algunos días
encerrado, sin querer saber nada de nadie. Estaba cansado, furioso,
aterrado y dolido. Mis ojos habían visto como se manchaba la nieve
con sangre de mis perros, de los lobos, de mi caballo... me
atormentaba. Luche por mi vida como jamás lo había hecho. Aún
sentía el frío y la humedad de la nieve calando mis huesos,
encerrándose dentro de mi pecho, y arrancándome mi último aliento.
El vaho de mi boca surgía como el humo de las chimeneas, mis ojos
brillaban por las lágrimas que había derramado por miedo a la
muerte y mis dedos se sentían engarrotados. Sí, aún estaba allí
si cerraba los ojos.
—Soy un estorbo para todos. Un
estorbo que nadie cree—dije allí tumbado rodeado por mis perros y
en su compañía.
—Yo sólo veo a un joven que se
lamenta—respondió—. Te creo, hijo mío. Y te creen todos. Han
encontrado a los lobos.
—Ah, que bien—fue lo único que
comenté.
—Algún día harás algo mucho más
importante que ésta hazaña, pero sé que esto es sólo el inicio.
Aprenderás a ser más firme, más grande, más poderoso y podrás
incluso salir de aquí—la miré de reojo y sonreí. Tenía
demasiadas esperanzas puestas en un muchacho de veintiún años, pero
sabía que era el único de sus hijos que la entendía.
Quizás, mi padre me odiaba porque era
idéntico a ella. Tenía la tez pálida, los ojos claros y el cabello
rizado muy rubio. Él había perdido ya la vista, pero no el olfato.
Era como un viejo sabueso. Olía en mí el deseo de huir que ella
tenía, como ansiaba la libertad y el poder de manejar las riendas de
mi vida. Me detestaba porque no hacía todo lo que él quería. Me
odiaba porque era joven y él sólo un saco de huesos carcomidos por
el odio, la miseria y la mala vida. Yo era distinto. Aún así, no me
creía capaz de salir fuera y encontrar otro nido, un mundo que
cambia cuando se pone el sol y se alza otro nuevo. No. No me creía
con valor. Me habían cortado muchas veces las ilusiones.
—Madre...
—¿Sí?—preguntó ella mirando al
techo—. ¿Y si no cumplo tus expectativas?
—Las madres tenemos un sexto sentido,
hijo. Cuando te vi nacer supe que serías distinto. Sabía que no
morirías como tus otros hermanos, que tampoco serías como los
vivos. Vi en ti la fuerza. Vi mi fuerza reflejada en tu
rostro—susurró antes de incorporarse para salir de la habitación—.
Piénsalo, algún día serás algo más que un matalobos.
La puerta se cerró, pero en mí se
abrió una ventana a otros mundos. Pensé durante un segundo que
habría más allá del valle, las colinas, los bosques, los campos de
trigo y viñedos que conocía. Sopesé en el poder que podía
alcanzar desde cero, pues tenía mi astucia y mis deseos. Los sueños
son a veces un pequeño impulso, nada más. Quería llegar a tener
ese impulso.
Días después, apareció frente a mí
Nicolas y supe que ese era el impulso que debía tomar. Conocer por
boca de otros las bondades de otros lugares, sus características,
las ideas más revolucionarias y locas y también el placer. Pude
conocer el placer y la bondad del deseo. La sangre de esos lobos se
convirtió en mi estigma.
Lestat de Lioncourt
Dedicado a mi madre.
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