Nicolas ha decidido sacar a la luz unas viejas memorias. Reconozco que no me comporté como un caballero. No tengo perdón. Pero puedo decir que sí le quería. Él fue mi primer amor, ¿no tiene suficiente? Ni siquiera Louis puede decir eso. Fui mucho más entregado e inocente en sus brazos que en los de mi siguiente amante. Creo que sólo he tenido dos amores puros y sinceros en mi vida... Nicolas y Rowan. Con Louis nunca fui del todo sincero.
Lestat de Lioncourt
ACTO DE FE
Habían pasado varias semanas desde
nuestra llegada a París. La boardilla que compartíamos era un
desastre, pues tenía ciertas humedades y parecía una ratonera. Al
menos, para nuestros males, la cama era cómoda y amplia para ambos.
Las vistas daban a uno de los barrios más populares, el ajetreo era
continuo y me sentía eufórico. No era el sentir que tendríamos una
oportunidad ahí fuera, sino el estar lejos del monstruo déspota de
mi padre. Sólo quería tocar mi violín como un maldito enfermo. No
había nada que me importase más que tocar hasta no sentir los
dedos. Aunque realmente empezaba a existir en mí ciertos
sentimientos, cada vez más fuertes, que estaba relegando la pasión
por la música. Y era él. Su espíritu fuerte me provocaba
desencuentros. Quería retenerlo a mi lado, pero a la vez sabía que
si lo hacía sólo me quemaría. Estaba condenado.
Sólo sentía cierto alivio en el
teatro. Dentro del foso me sentía cómodo. La oscuridad me
acariciaba y erizaba el vello de mi nuca. Podía escuchar los
aplausos lejanos del público y concentrarme en lo único que tenía.
Las partituras se convertían en mi plegaria, en una oración simple
y maravillosa, que según él estaban llenas de bondad. Yo no me
sentía bondadoso. Sólo era un soñador deseando la muerte misma.
Quería morir en medio de ese éxtasis religioso.
Me encontraba solo, hundido en los
últimos detalles. El resto de músicos habían salido a tomar una
copa para entrar en calor. Prefería no moverme de allí. Amaba
demasiado mi trabajo, aunque fuese miserable el pago de mis
servicios. No me creía un excelente músico, pero sí un músico
apasionado. La soledad me ayudaba a concentrarme, revisando cada
nueva anotación y sintiendo el nerviosismo inicial de una nueva
función. La obra ya había sido representada con éxito la noche
anterior, pero aún así tenía que seguir ensayando y aprendiendo.
—¿No te aburres?—preguntó
colándose en el foso como si fuese su lugar. Tenía que estar
ayudando entre bambalinas, pero allí estaba. Vestía elegante aunque
fuera con ropas baratas. Se había gastado algo de dinero en una
camisa nueva sólo para tener mejor presencia. Deseaba
encarecidamente un papel en la obra y pensaba que dando buena imagen
lo lograría. Era cierto que algunas de las actrices estaban
estúpidamente enamoradas de él, como todas las pueblerinas y como
yo mismo lo estaba—. Nicolas, te hice una pregunta.
—Y yo he decidido, muy amablemente,
no contestarla—respondí con una breve sonrisa—. ¿El bufón de
la corte no debería estar danzando entre las faldas y encajes?—dije
sin despegar la vista de las partituras.
—Prefiere venir a ver al
músico—susurró pegándose a mi espalda—. El músico que
envenena sus noches con deseos más ardientes que el fuego—su voz
era aterciopelada, justo en el tono exacto que provocaba que mi
cuerpo vibrara como las cuerdas de mi violín—. Deseo hablar
contigo a solas.
—Y yo deseo trabajar—murmuré
notando sus manos en mi vientre, prácticamente rozando el borde de
mi chaleco café—. Lestat, deseo trabajar. No es lugar para que
ambos dejemos que los instintos primarios...
—Oh, no es lugar—se apartó de mí
y acabó alejándose unos pasos, para luego colocarse frente a mis
narices subido a una de las sillas de los violonchelistas—. ¿Ahora
me condenarás?—preguntó mientras alzaba la vista para verlo bien.
Ahí subido parecía un santo, pero sólo era un condenado. Ambos lo
estábamos—. ¿Qué ley he infringido? Dígame, abogado—apeló a
mis viejos estudios, los mismos que dejé por la música. Mi padre
quería que fuera un juez ilustre, pero terminé siendo un ilustre
músico de tres al cuarto. Prefería esa libertad a estar encadenado
a cientos de leyes vacías, a un miserable sistema que no se buscaba
salvar a inocentes sino tener al culpable, aunque el culpable fuese
otro y no el que terminara ahorcado o fusilado—. ¿Podré ir a los
calabozos? ¿Son cómodos o terribles?
—Lestat...—chisté.
—¿Qué mal he cometido? ¡Por favor!
¡Exijo saberlo!—terminó alzando la voz mientras movía
enérgicamente los brazos. Su cabello dorado resplandecía en aquella
luz tenue. Quería que se fuera. No podía concentrarme. Era absurdo.
Él podía motivarme del mismo modo que desacreditar mi seriedad en
esos instantes.
—¡Lestat! No debes estar aquí y te
van a escuchar—fruncí el ceño mientras le regañaba, como si
fuera un niño, y cuando se acercó a mí tuve que relajar el rostro.
No podía molestarme por más de unos segundos.
—¿Y?—susurró rozando mis labios
con los suyos—. ¿Qué mal he cometido?—sus ojos claros me
turbaron y las piernas comenzaron a temblar. La respiración se
agitó. Todo mi cuerpo cedía—. ¿El pecado del amor? Te deseo y
necesito, Nicolas.
—¿Amor?—nunca había hablado de
amor. Jamás me había hablado del amor de esa forma tan directa.
Siempre escabullía el asunto. A veces podía escuchar un “te amo”
en sus labios cuando me arrastraba a la cama, arrancándome la ropa y
metiéndose entre mis piernas. Pero no era normal. Aquello me
desarmó—. No digas estupideces—balbuceé—. Tú sólo amas tus
estúpidos planes.
—No son tan estúpidos si hemos
terminado en París—dijo moviendo sus cejas con aire triunfante.
Como si eso fuese un gran logro, el ir a París. Si habíamos llegado
hasta este lugar era porque su madre ya no soportaba morir frente a
él. Era un tema delicado para exponérselo, sobre todo cuando quería
evitarlo a toda costa. Comprendía su dolor, aunque nunca lo
compartiría. Yo no sabía que era el calor o la frialdad de una
madre. Más bien, jamás supe que era tener una.
—¿De qué quieres hablar?—pregunté
dejando el violín en su estuche.
—Ven conmigo y lo sabrás—estiró
sus manos hacia mí, rogando que le siguiera, y yo sólo las tomé
deseando que me arrancara la vida allí mismo.
Me sentía lo suficientemente estúpido
como para cometer una locura. Notaba mis mejillas algo sonrojadas. Mi
tez oscura, algo más que la suya, evitaban que se notara
excesivamente el rubor. Sin embargo, me encontraba nervioso. Deseaba
hablar conmigo y había hablado de amor. Quise dejarme arrastrar por
su luz y hundirme en ella, aunque fuese brea.
Caminé tras él entre las bambalinas.
Las chicas se vestían con cierta coquetería. Pude ver algunas
medias subiéndose, varios corsés apretándose, un par de mujeres
maquillándose mutuamente y riendo, así como oler los perfumes y
polvos que se colocaban en las pelucas. También pasamos entre los
hombres, los cuales interpretaban de nuevo sus frases y se colocaban
las chaquetas viéndose más elegantes que con sus ropas de
pordioseros. La magia estaba creándose y nosotros estábamos siendo
partícipes.
En una sala adjunta, casi diminuta, y
algo polvorienta se guardaba las viejas tramoyas. Había un par de
elegantes sofás de la obra anterior, un gigantesco sol que ya no
vería la luz de los focos por el momento y varios decorados pintados
a mano. La luz era tenue. Sólo había un par de lámparas de aceite
que él encendió nada más entrar. Podía sentir aún sus dedos
entrelazados con los míos. Tenía manos ásperas, pero sus dedos
eran tan delgados como los míos. Si hubiese querido habría
aprendido a tocar el violín aunque pensara que alguien tan torpe
como él jamás aprendería siquiera a escribir.
—¿Y bien? ¿Qué es eso tan
importante?—pregunté observando su espalda ancha, más ancha que
la mía, que a penas podía abarcar el chaleco que le había
prestado. No podía con el silencio cuando el violín no estaba en
mis manos—. Lestat...
—¿Qué es tan importante,
Nicolas?—dijo girándose hacia mí—. ¿No lo sabes?
Deseé responder, pero antes de poder
hacerlo me vi acorralado. Se abalanzó sobre mí y comenzó a
besarme. Pronto me sentí preso de sus brazos. Él era un cazador,
siempre lo fue, y yo no era más que una liebre que había conseguido
rastrear con su escopeta. Su lengua se hundía en mi boca y yo perdía
el aliento. Mis manos se aferraron a su camisa, justo a nivel de su
torso, pero él las subió hasta sus hombros.
Sus besos empezaron a recorrer mi
rostro, mi cuello y parte de mi torso. Todo mi cuerpo se deshacía
como un terrón de azúcar en una taza de café. Los celos que había
sentido se esfumaban. No debía preocuparme por las mujeres si
parecía tan urgido por tenerme. Era a mí a quien me buscó, no a
las damas coquetas que enamoraban a todos en escena. No me resistí,
sobre todo, cuando noté sus manos deshacerse de mi camisa y su boca
presionar mis pezones. Gemí colocando mis manos sobre su cabeza
llena de rizos rubios, tan sedosos como largos. Me sentía un demonio
teniendo sexo con un cautivador ángel, siendo arrastrado al paraíso
y condenado al placer carnal como único pago. Cuando quise
percatarme de todo lo que estábamos haciendo tenía las medias
bajadas, junto a los pantalones y la ropa interior, y él me estaba
girando bruscamente contra la pared.
—Te amo—de nuevo esas palabras que
me provocaban escalofríos, calor y deseo—. Sí, te amo.
—Yo también te amo. Te he amado
siempre—dije preparándome para sentir su miembro entrar. Su glande
era ancho y presionaba dolorosamente. Siempre acababa con lágrimas
en los ojos y un ligero murmullo de dolor, el cual sofocaba pensando
en lo placentero que sería el sexo en unos minutos—. No pares amor
mío, no pares. Ámame. Soy tuyo, ámame—condené toda mi
existencia en ese instante. Me vi vulnerable, necesitado y suyo. Por
primera vez se lo decía. Más allá de cualquier pícara estratagema
para conseguir una botella de vino, unas palabras atentas o un par de
caricias sutiles. Me estaba entregando.
—Tu cuerpo me hace arder—susurró
cuando finalmente logró entrar, abriéndose paso entre mis nalgas.
Mis glúteos rozaban su pelvis y sus
testículos comenzaron a chocar. Podía notar sus brazos fuertes
rodeándome, casi partiéndome en dos, mientras su aliento rozaba mi
nuca. Mis manos se apoyaban en la pared y deseaba por completo arañar
su torso marcado. El sonido de nuestros cuerpos golpeándose debido
al rítmico encuentro, ese sonido, era música para mí. Y, por
supuesto, se mezclaba deliciosamente con sus gruñidos y jadeos. Mis
gemidos no tardaron en aparecer. Gemía igual que cualquier fulana de
parís. Muchos pensarían incluso que gozaba con una mujer, pero era
yo que se desvivía por darle el mayor momento de desatada lujuria.
Era una sucia ramera, pero sólo suya.
—Te amo—tenía la frente empapada,
la ropa mal colocada y el rostro rozaba el desgastado papel pintado.
Mi cuerpo chocaba bruscamente contra la pared y sabía que alguien
nos podía escuchar, aunque por suerte no fue así, pero eso no
menguaba mis instintos básicos de gritar su nombre repetidas veces.
—Eres un delicioso pecado—musitó
soltando mi pelo, para luego tirar de él y penetrar con un ritmo
rápido y fuerte.
Era un acto apasionado, rápido y
furioso. Cuando se apartó caí de rodillas deslizándome por la
pared hacia abajo. Él comenzó a vestirse como si nada. Intentaba
aparentar que nada había pasado. Yo aún tenía el sabor de sus te
amo en mi alma. Podía saborear el momento y reía bajo como una
jovencita. Quería correr a sus brazos y jurarle amor eterno, más
eterno que a la música y a mi instrumento. Aunque siempre tenía la
sensación que me mentía. Él me ocultaba muchas veces sus
sentimientos, así que quise cerciorarme. Sólo quería saber la
verdad antes de caer al vacío.
—¿Realmente me amas?—pregunté
intentando incorporarme para poder marcharme al foso. Pronto
empezaría la función.
—¿Qué?—dijo entretenido cerrando
los botones de su bragueta.
—¿Me amas como dices?—tuve miedo
entonces, y al recordarlo vuelvo a sentirlo. Me sentí un estúpido
preguntando aquello otra vez. Me había escuchado a la perfección,
pero estaba intentando esquivar la respuesta.
—Nicolas, llegamos tarde. No es
momento para hablar de ello—me tomó de los brazos y me plantó un
frío beso—. Eres fantástico. Realmente eres fantástico.
La puerta se abrió y sonó un ligero
portazo. Sus pisadas por la galería me enmudecieron, aunque el
llanto fue terrible. Durante cinco minutos lloré amargamente, pero
cuando me incorporé al foso olvidé por completo mi sufrimiento
volcándome en la partitura.
Esa misma noche celebramos la
actuación. Había gustado aún más que la noche anterior y era todo
un éxito. Todos parecían satisfechos. Muchos vinieron a la
boardilla con algunas botellas de vino. Un par de mujeres se lanzaron
a sus brazos y él no las detuvo. Yo estaba allí, con el corazón
roto, viendo como bebía y reía sintiendo cerca de su cara sus
pechos. Decidí desaparecer subiéndome al tejado, donde comencé a
tocar hasta que unas horas después, bastante ebrio, subió a
visitarme.
—Estabas aquí, ¿eh?—dijo tomando
asiento.
—Ahí, en la boardilla, he visto
claramente tus sentimientos y he decidido abandonar los míos. Se lo
confesaba a mi violín, pues es lo único que tengo.
—Nicolas, atiende, ¿con quién he
venido aquí?—sonrió como sonríen todos los borrachos y luego se
echó a reír—. Ellas no me interesan.
—Pues al parecer sus pechos sí. He
visto como hundías tu rostro en ellos y como los lamías. ¡Parecías
un lactante, por el amor de Dios!—estaba a punto de echarme a
llorar.
—Y tú pareces una mujer—dijo con
la sinceridad que da el vino—. ¿Qué buscas? ¿Fidelidad? ¿Quieres
que sea tu esposo y tener hijos? Te diré algo. Somos hombres y eso
es imposible. Mi madre no vería bien que tuviese una relación con
un hombre. No así. No con un compromiso formal. Ella querrá que
algún día sea feliz con una chica de hermosos pechos, ¿comprendes?
Que me de hijos robustos y guapos.
—Tu madre, la marquesa, está
enterada de mis sentimientos desde hace meses—aquello hizo que
palideciera su rostro—. Rogué que te dejara venir conmigo a París,
para una nueva vida. Prometí que te alejaría de todo el dolor y te
liberaría. No le hice las promesas que tú haces de grandes
fortunas, privilegiados bailes de salón y carteles con tu nombre.
No. Lestat, yo le dije que te amaba y quería verte feliz lejos de
ese castillo miserable.
—¿Qué?—balbuceó sentándose a mi
lado.
—Tu madre se muere. Se muere. Este es
su último acto de generosidad y quiere verte feliz. Yo también
quiero que seas feliz—le miré unos segundos a los ojos y luego
miré a París, que se rendía bajo nuestros pies—. Lestat, ¿sólo
soy una fulana? ¿Eso soy para ti? ¿Un cuerpo cálido al cual tentar
como un demonio? Correteas por la ciudad como un demonio
desvergonzado, ¿eso es lo que te hace feliz?
—Yo...
—No digas nada. Tus actos hablan por
sí solos—iba a levantarme, cuando me agarró del bazo y me besó.
Aquel beso fue tierno y largo. Uno de
esos besos que se dan para pedir disculpas y expresar más que mil
palabras. Cuando acabó me miró a los ojos y vi amor. Vi su amor. Un
canalla rendido ante mí, pero también un niño asustado. No tuve
corazón para alejarlo de mí en ese momento, ni para echarlo por
siempre de mis sentimientos. No pude.
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