Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 16 de septiembre de 2014

Acto de fe

Nicolas ha decidido sacar a la luz unas viejas memorias. Reconozco que no me comporté como un caballero. No tengo perdón. Pero puedo decir que sí le quería. Él fue mi primer amor, ¿no tiene suficiente? Ni siquiera Louis puede decir eso. Fui mucho más entregado e inocente en sus brazos que en los de mi siguiente amante. Creo que sólo he tenido dos amores puros y sinceros en mi vida... Nicolas y Rowan. Con Louis nunca fui del todo sincero. 

Lestat de Lioncourt 

ACTO DE FE


Habían pasado varias semanas desde nuestra llegada a París. La boardilla que compartíamos era un desastre, pues tenía ciertas humedades y parecía una ratonera. Al menos, para nuestros males, la cama era cómoda y amplia para ambos. Las vistas daban a uno de los barrios más populares, el ajetreo era continuo y me sentía eufórico. No era el sentir que tendríamos una oportunidad ahí fuera, sino el estar lejos del monstruo déspota de mi padre. Sólo quería tocar mi violín como un maldito enfermo. No había nada que me importase más que tocar hasta no sentir los dedos. Aunque realmente empezaba a existir en mí ciertos sentimientos, cada vez más fuertes, que estaba relegando la pasión por la música. Y era él. Su espíritu fuerte me provocaba desencuentros. Quería retenerlo a mi lado, pero a la vez sabía que si lo hacía sólo me quemaría. Estaba condenado.

Sólo sentía cierto alivio en el teatro. Dentro del foso me sentía cómodo. La oscuridad me acariciaba y erizaba el vello de mi nuca. Podía escuchar los aplausos lejanos del público y concentrarme en lo único que tenía. Las partituras se convertían en mi plegaria, en una oración simple y maravillosa, que según él estaban llenas de bondad. Yo no me sentía bondadoso. Sólo era un soñador deseando la muerte misma. Quería morir en medio de ese éxtasis religioso.

Me encontraba solo, hundido en los últimos detalles. El resto de músicos habían salido a tomar una copa para entrar en calor. Prefería no moverme de allí. Amaba demasiado mi trabajo, aunque fuese miserable el pago de mis servicios. No me creía un excelente músico, pero sí un músico apasionado. La soledad me ayudaba a concentrarme, revisando cada nueva anotación y sintiendo el nerviosismo inicial de una nueva función. La obra ya había sido representada con éxito la noche anterior, pero aún así tenía que seguir ensayando y aprendiendo.

—¿No te aburres?—preguntó colándose en el foso como si fuese su lugar. Tenía que estar ayudando entre bambalinas, pero allí estaba. Vestía elegante aunque fuera con ropas baratas. Se había gastado algo de dinero en una camisa nueva sólo para tener mejor presencia. Deseaba encarecidamente un papel en la obra y pensaba que dando buena imagen lo lograría. Era cierto que algunas de las actrices estaban estúpidamente enamoradas de él, como todas las pueblerinas y como yo mismo lo estaba—. Nicolas, te hice una pregunta.

—Y yo he decidido, muy amablemente, no contestarla—respondí con una breve sonrisa—. ¿El bufón de la corte no debería estar danzando entre las faldas y encajes?—dije sin despegar la vista de las partituras.

—Prefiere venir a ver al músico—susurró pegándose a mi espalda—. El músico que envenena sus noches con deseos más ardientes que el fuego—su voz era aterciopelada, justo en el tono exacto que provocaba que mi cuerpo vibrara como las cuerdas de mi violín—. Deseo hablar contigo a solas.

—Y yo deseo trabajar—murmuré notando sus manos en mi vientre, prácticamente rozando el borde de mi chaleco café—. Lestat, deseo trabajar. No es lugar para que ambos dejemos que los instintos primarios...

—Oh, no es lugar—se apartó de mí y acabó alejándose unos pasos, para luego colocarse frente a mis narices subido a una de las sillas de los violonchelistas—. ¿Ahora me condenarás?—preguntó mientras alzaba la vista para verlo bien. Ahí subido parecía un santo, pero sólo era un condenado. Ambos lo estábamos—. ¿Qué ley he infringido? Dígame, abogado—apeló a mis viejos estudios, los mismos que dejé por la música. Mi padre quería que fuera un juez ilustre, pero terminé siendo un ilustre músico de tres al cuarto. Prefería esa libertad a estar encadenado a cientos de leyes vacías, a un miserable sistema que no se buscaba salvar a inocentes sino tener al culpable, aunque el culpable fuese otro y no el que terminara ahorcado o fusilado—. ¿Podré ir a los calabozos? ¿Son cómodos o terribles?

—Lestat...—chisté.

—¿Qué mal he cometido? ¡Por favor! ¡Exijo saberlo!—terminó alzando la voz mientras movía enérgicamente los brazos. Su cabello dorado resplandecía en aquella luz tenue. Quería que se fuera. No podía concentrarme. Era absurdo. Él podía motivarme del mismo modo que desacreditar mi seriedad en esos instantes.

—¡Lestat! No debes estar aquí y te van a escuchar—fruncí el ceño mientras le regañaba, como si fuera un niño, y cuando se acercó a mí tuve que relajar el rostro. No podía molestarme por más de unos segundos.

—¿Y?—susurró rozando mis labios con los suyos—. ¿Qué mal he cometido?—sus ojos claros me turbaron y las piernas comenzaron a temblar. La respiración se agitó. Todo mi cuerpo cedía—. ¿El pecado del amor? Te deseo y necesito, Nicolas.

—¿Amor?—nunca había hablado de amor. Jamás me había hablado del amor de esa forma tan directa. Siempre escabullía el asunto. A veces podía escuchar un “te amo” en sus labios cuando me arrastraba a la cama, arrancándome la ropa y metiéndose entre mis piernas. Pero no era normal. Aquello me desarmó—. No digas estupideces—balbuceé—. Tú sólo amas tus estúpidos planes.

—No son tan estúpidos si hemos terminado en París—dijo moviendo sus cejas con aire triunfante. Como si eso fuese un gran logro, el ir a París. Si habíamos llegado hasta este lugar era porque su madre ya no soportaba morir frente a él. Era un tema delicado para exponérselo, sobre todo cuando quería evitarlo a toda costa. Comprendía su dolor, aunque nunca lo compartiría. Yo no sabía que era el calor o la frialdad de una madre. Más bien, jamás supe que era tener una.

—¿De qué quieres hablar?—pregunté dejando el violín en su estuche.

—Ven conmigo y lo sabrás—estiró sus manos hacia mí, rogando que le siguiera, y yo sólo las tomé deseando que me arrancara la vida allí mismo.

Me sentía lo suficientemente estúpido como para cometer una locura. Notaba mis mejillas algo sonrojadas. Mi tez oscura, algo más que la suya, evitaban que se notara excesivamente el rubor. Sin embargo, me encontraba nervioso. Deseaba hablar conmigo y había hablado de amor. Quise dejarme arrastrar por su luz y hundirme en ella, aunque fuese brea.

Caminé tras él entre las bambalinas. Las chicas se vestían con cierta coquetería. Pude ver algunas medias subiéndose, varios corsés apretándose, un par de mujeres maquillándose mutuamente y riendo, así como oler los perfumes y polvos que se colocaban en las pelucas. También pasamos entre los hombres, los cuales interpretaban de nuevo sus frases y se colocaban las chaquetas viéndose más elegantes que con sus ropas de pordioseros. La magia estaba creándose y nosotros estábamos siendo partícipes.

En una sala adjunta, casi diminuta, y algo polvorienta se guardaba las viejas tramoyas. Había un par de elegantes sofás de la obra anterior, un gigantesco sol que ya no vería la luz de los focos por el momento y varios decorados pintados a mano. La luz era tenue. Sólo había un par de lámparas de aceite que él encendió nada más entrar. Podía sentir aún sus dedos entrelazados con los míos. Tenía manos ásperas, pero sus dedos eran tan delgados como los míos. Si hubiese querido habría aprendido a tocar el violín aunque pensara que alguien tan torpe como él jamás aprendería siquiera a escribir.

—¿Y bien? ¿Qué es eso tan importante?—pregunté observando su espalda ancha, más ancha que la mía, que a penas podía abarcar el chaleco que le había prestado. No podía con el silencio cuando el violín no estaba en mis manos—. Lestat...

—¿Qué es tan importante, Nicolas?—dijo girándose hacia mí—. ¿No lo sabes?

Deseé responder, pero antes de poder hacerlo me vi acorralado. Se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme. Pronto me sentí preso de sus brazos. Él era un cazador, siempre lo fue, y yo no era más que una liebre que había conseguido rastrear con su escopeta. Su lengua se hundía en mi boca y yo perdía el aliento. Mis manos se aferraron a su camisa, justo a nivel de su torso, pero él las subió hasta sus hombros.

Sus besos empezaron a recorrer mi rostro, mi cuello y parte de mi torso. Todo mi cuerpo se deshacía como un terrón de azúcar en una taza de café. Los celos que había sentido se esfumaban. No debía preocuparme por las mujeres si parecía tan urgido por tenerme. Era a mí a quien me buscó, no a las damas coquetas que enamoraban a todos en escena. No me resistí, sobre todo, cuando noté sus manos deshacerse de mi camisa y su boca presionar mis pezones. Gemí colocando mis manos sobre su cabeza llena de rizos rubios, tan sedosos como largos. Me sentía un demonio teniendo sexo con un cautivador ángel, siendo arrastrado al paraíso y condenado al placer carnal como único pago. Cuando quise percatarme de todo lo que estábamos haciendo tenía las medias bajadas, junto a los pantalones y la ropa interior, y él me estaba girando bruscamente contra la pared.

—Te amo—de nuevo esas palabras que me provocaban escalofríos, calor y deseo—. Sí, te amo.

—Yo también te amo. Te he amado siempre—dije preparándome para sentir su miembro entrar. Su glande era ancho y presionaba dolorosamente. Siempre acababa con lágrimas en los ojos y un ligero murmullo de dolor, el cual sofocaba pensando en lo placentero que sería el sexo en unos minutos—. No pares amor mío, no pares. Ámame. Soy tuyo, ámame—condené toda mi existencia en ese instante. Me vi vulnerable, necesitado y suyo. Por primera vez se lo decía. Más allá de cualquier pícara estratagema para conseguir una botella de vino, unas palabras atentas o un par de caricias sutiles. Me estaba entregando.

—Tu cuerpo me hace arder—susurró cuando finalmente logró entrar, abriéndose paso entre mis nalgas.

Mis glúteos rozaban su pelvis y sus testículos comenzaron a chocar. Podía notar sus brazos fuertes rodeándome, casi partiéndome en dos, mientras su aliento rozaba mi nuca. Mis manos se apoyaban en la pared y deseaba por completo arañar su torso marcado. El sonido de nuestros cuerpos golpeándose debido al rítmico encuentro, ese sonido, era música para mí. Y, por supuesto, se mezclaba deliciosamente con sus gruñidos y jadeos. Mis gemidos no tardaron en aparecer. Gemía igual que cualquier fulana de parís. Muchos pensarían incluso que gozaba con una mujer, pero era yo que se desvivía por darle el mayor momento de desatada lujuria. Era una sucia ramera, pero sólo suya.

—Te amo—tenía la frente empapada, la ropa mal colocada y el rostro rozaba el desgastado papel pintado. Mi cuerpo chocaba bruscamente contra la pared y sabía que alguien nos podía escuchar, aunque por suerte no fue así, pero eso no menguaba mis instintos básicos de gritar su nombre repetidas veces.

—Eres un delicioso pecado—musitó soltando mi pelo, para luego tirar de él y penetrar con un ritmo rápido y fuerte.

Era un acto apasionado, rápido y furioso. Cuando se apartó caí de rodillas deslizándome por la pared hacia abajo. Él comenzó a vestirse como si nada. Intentaba aparentar que nada había pasado. Yo aún tenía el sabor de sus te amo en mi alma. Podía saborear el momento y reía bajo como una jovencita. Quería correr a sus brazos y jurarle amor eterno, más eterno que a la música y a mi instrumento. Aunque siempre tenía la sensación que me mentía. Él me ocultaba muchas veces sus sentimientos, así que quise cerciorarme. Sólo quería saber la verdad antes de caer al vacío.

—¿Realmente me amas?—pregunté intentando incorporarme para poder marcharme al foso. Pronto empezaría la función.

—¿Qué?—dijo entretenido cerrando los botones de su bragueta.

—¿Me amas como dices?—tuve miedo entonces, y al recordarlo vuelvo a sentirlo. Me sentí un estúpido preguntando aquello otra vez. Me había escuchado a la perfección, pero estaba intentando esquivar la respuesta.

—Nicolas, llegamos tarde. No es momento para hablar de ello—me tomó de los brazos y me plantó un frío beso—. Eres fantástico. Realmente eres fantástico.

La puerta se abrió y sonó un ligero portazo. Sus pisadas por la galería me enmudecieron, aunque el llanto fue terrible. Durante cinco minutos lloré amargamente, pero cuando me incorporé al foso olvidé por completo mi sufrimiento volcándome en la partitura.

Esa misma noche celebramos la actuación. Había gustado aún más que la noche anterior y era todo un éxito. Todos parecían satisfechos. Muchos vinieron a la boardilla con algunas botellas de vino. Un par de mujeres se lanzaron a sus brazos y él no las detuvo. Yo estaba allí, con el corazón roto, viendo como bebía y reía sintiendo cerca de su cara sus pechos. Decidí desaparecer subiéndome al tejado, donde comencé a tocar hasta que unas horas después, bastante ebrio, subió a visitarme.

—Estabas aquí, ¿eh?—dijo tomando asiento.

—Ahí, en la boardilla, he visto claramente tus sentimientos y he decidido abandonar los míos. Se lo confesaba a mi violín, pues es lo único que tengo.

—Nicolas, atiende, ¿con quién he venido aquí?—sonrió como sonríen todos los borrachos y luego se echó a reír—. Ellas no me interesan.

—Pues al parecer sus pechos sí. He visto como hundías tu rostro en ellos y como los lamías. ¡Parecías un lactante, por el amor de Dios!—estaba a punto de echarme a llorar.

—Y tú pareces una mujer—dijo con la sinceridad que da el vino—. ¿Qué buscas? ¿Fidelidad? ¿Quieres que sea tu esposo y tener hijos? Te diré algo. Somos hombres y eso es imposible. Mi madre no vería bien que tuviese una relación con un hombre. No así. No con un compromiso formal. Ella querrá que algún día sea feliz con una chica de hermosos pechos, ¿comprendes? Que me de hijos robustos y guapos.

—Tu madre, la marquesa, está enterada de mis sentimientos desde hace meses—aquello hizo que palideciera su rostro—. Rogué que te dejara venir conmigo a París, para una nueva vida. Prometí que te alejaría de todo el dolor y te liberaría. No le hice las promesas que tú haces de grandes fortunas, privilegiados bailes de salón y carteles con tu nombre. No. Lestat, yo le dije que te amaba y quería verte feliz lejos de ese castillo miserable.

—¿Qué?—balbuceó sentándose a mi lado.

—Tu madre se muere. Se muere. Este es su último acto de generosidad y quiere verte feliz. Yo también quiero que seas feliz—le miré unos segundos a los ojos y luego miré a París, que se rendía bajo nuestros pies—. Lestat, ¿sólo soy una fulana? ¿Eso soy para ti? ¿Un cuerpo cálido al cual tentar como un demonio? Correteas por la ciudad como un demonio desvergonzado, ¿eso es lo que te hace feliz?

—Yo...

—No digas nada. Tus actos hablan por sí solos—iba a levantarme, cuando me agarró del bazo y me besó.


Aquel beso fue tierno y largo. Uno de esos besos que se dan para pedir disculpas y expresar más que mil palabras. Cuando acabó me miró a los ojos y vi amor. Vi su amor. Un canalla rendido ante mí, pero también un niño asustado. No tuve corazón para alejarlo de mí en ese momento, ni para echarlo por siempre de mis sentimientos. No pude.   

No hay comentarios:

Gracias por su lectura

Gracias por su lectura
Lestat de Lioncourt