La vida puede ser una fantástica
aventura o un terrible desastre. Mi vida comenzó siendo vacía,
carente de sentido, encerrado en un mundo gris y tedioso. Mi
nacimiento no trajo nada bueno a éste mundo, salvo ser un pequeño
brote de esperanza para una mujer que ya languidecía sin llegar
siquiera a los treinta años. Era joven, hermosa y de ojos azul
intenso; sin embargo, en aquel lugar, su piel se había vuelto
cenicienta y sus huesos, como su fuerza, se había debilitado hasta
casi esfumado. Nada de lo que tenía era propio, aunque era escaso.
Mis hermanos heredarían una tierra baldía, viejos campos de viñedos
y las escasas propiedades que mi padre no había dilapidado.
Soñaba con grandes viajes, hermosos
teatros, singulares canciones y personas que jamás conocería. Mi
madre me hablaba de grandes y multitudinarios bailes, seductores
lugares donde el tiempo se detenía y de arte. Mundos que ella había
conocido antes de quedar encerrada. Yo quería conocerlos. Me
escapaba siempre. Intentaba con mis ganas llegar aunque fuese a
París. Si bien, tuvieron que aparecerse feroces lobos y el hijo del
peletero para honrarme por mi gesta. Maté ocho lobos. Mi único
orgullo fue no haber muerto en sus fauces.
El sonido del violín me hizo despertar
a un mundo que yo quería. Un mundo lleno de magia. El lugar de las
brujas me abrumó, me hizo llorar, pero allí tocó para mí y para
ellas. Aquel día tomé la decisión de marcharme de ese inhóspito
lugar. No moriría en una tierra bárbara. No le daría el gusto a mi
padre. Ya no quería saber de mis hermanos. Mi madre era mi único
lastre, pues se moría. Pero ella me dio la libertad, me insufló
esperanzas, y me marché a ser lo que quería ser: actor.
La hilarante música me sedujo y él me
enamoró. Me enamoré de él. No pude evitarlo. Deseaba estar al lado
de Nicolas. Sin embargo, los líos continuaron, las borracheras
fueron terribles, el hambre nos perseguía del mismo modo que el
casero y un día alguien puso fin a la aventura. Unos colmillos
puntiagudos, un aliento gélido, unas manos torpes que eran garras
despedazaron mis ropas y mi apodo surgió de sus labios “Matalobos”.
Luche para no ser lo que soy. Deseé que el champán calmara mi sed,
pero era la sed de un moribundo. Sólo la sangre la calmó. Sólo ese
delicioso fluido carmesí que llenó mi boca y me ahogó.
Y entonces la soledad, las ascuas, él
muriendo para saludar a Satanás y el baile de máscaras ante todos.
Era un chico con suerte, un ser que había hecho fortuna y un
caballero. Noble, rico, joven y seductor. Había aprendido en unas
horas a leer y escribir en cualquier idioma, robar secretos a las
mentes frágiles y mortales y galopar justo antes que se pusiera el
sol. Me convertí en un vampiro, pero en uno más fuere y formidable
que un simple neonato.
Luchas, mentiras, una secta, un ángel
de cabellos de fuego y dolor. Nicolas cayó enloquecido por la
sangre, Armand apareció en mi vida y el destino de buscar la verdad,
así como a Marius, era imprescindible. Quise saber quien era el
maestro de maestro, el padre inmortal, de mi mayor enemigo en París,
al cual le cedí parte de mis riquezas y mi corazón. Mi violinista
quedó en Francia, mientras yo me movía por el mundo buscando la
verdad. No la hallaba. Me desesperaba. Escribí en muros altos y en
otros tan finos como el papel. Cuando supe la terrible verdad, que
incluso nosotros podíamos morir fácilmente, me derrumbé. La muerte
de Nicolas me hizo encontrar a Marius.
Después todo sería un juego macabro.
Una verdad tras otra. Una canción desgarradora. Y ahora, estoy aquí,
después de haber amado a “mi familia feliz” y haber sido padre
de una niña inmortal, que me secuestró el corazón, estoy frente a
todos. Tras correr por los escenarios como una estrella del rock,
haberme burlado de la muerte en diversas ocasiones y luchado por la
supervivencia de todos. Estoy aquí. Soy el príncipe de todos. El
majestuoso y alocado Lestat.
¡Nadie me derrota! No importa que
digan de mí. Nadie puede conmigo.
Lestat de Lioncourt
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