Lestat de Lioncourt
Estaba sentado frente a su escritorio.
Nuevamente tenía que escribir una carta dejando su corazón en ella.
Cada línea que trazara sería crucial. Miraba el camafeo que estaba
frente a él. Tenía su rostro tallado. A un lado, encendido aunque
sin función alguna, un ordenador portátil. Aún recordaba cuando él
lo usaba insistentemente, llamándolo por mero capricho o
aburrimiento. El silencio era rotundo. Fuera, en el amplio jardín
que daba hasta el embarcadero, los diversos insectos zumbaban
mientras la barcaza se movía suavemente contra la orilla.
La cama estaba desecha y ocupada.
Jerome descansaba sobre aquel colchón que él mismo había usado
hacía años. Las suaves sábanas de algodón blanco rozaban sus
mejillas. Parecía estar feliz, con sueños apacibles. Era un buen
chico. Ya casi tenía la edad con la cual lo convirtieron a él. Un
adolescente entregado a los libros, la vida en el campo y las
atenciones de su madre. Si había regresado a Blackwood Farm esa
noche era por él, por la compañía de su hijo.
Desplazó sus ojos hacia el folio. Aún
seguía en blanco. Ni siquiera tenía escrito el nombre del
destinatario. Se inclinó acariciando la pluma y comenzó. La tinta
negra resplandecía en aquel papel tan blanco y rugoso. El sonido de
aquellas palabras cultas, escritas en cursiva y de forma elaborada,
eran como un susurro. Estaba impregnando aquella simple hoja con su
propia alma.
“Querida mía:
Debo confesarte que salí
precipitadamente de la ciudad hace algunas noches. Necesitaba
alejarme de todo. Quería encontrarme con mis pensamientos. Hice mal
en alejarme así, sin decir nada. Juré que siempre estaríamos
juntos, pero hay monstruos que habitan en cada una de las salas de mi
alma. Son como terribles engendros de oscuridad, sombras que me
arrastran hacia una situación terrible. Los recuerdos caen sobre mis
hombros, susurran mi nombre y me agitan. Desearía tener la fuerza
que poseen algunos, esa de la cual he carecido siempre, y dejar de
apoyarme en ti. No quiero que creas que tu noble Abelardo es un
cobarde.
Fuera, lejos de ésta ciudad, he podido
observar el mundo. En nuestros numerosos viajes hemos estado
caminando juntos por las calles más cosmopolitas, olvidándonos de
quienes éramos por un segundo hasta que la sed nos arrojaba a ser
despiadados asesinos. Decidí visitar lugares recónditos. Calles
silenciosas, sin bullicio alguno, donde las pocas víctimas que podía
encontrar dormían plácidamente en sus humildes camas. Allí recordé
el inicio de la vida, en lo humilde. Mi vida no lo ha sido, pero sí
ha estado rodeado de gente sencilla, un pequeño reducto de almas,
que confiaban en mí ciegamente, y que creo que aún lo hacen
motivados por el recuerdo de quién era yo.
Si te envío la carta es para que sepas
donde estoy. Me dirijo al Santuario, igual que lo he hecho siempre,
para descansar allí entre libros estropeados por la humedad y el
murmullo del agua moviéndose por los caimanes. Puedes hallarme allí,
tumbado sobre el mármol, contemplando el techo y dejando que mis
pensamientos fluyan como la música que posiblemente salga de la
radio que me obsequió Lestat.
Quiero verte.
Estando lejos de ti es cuando recuerdo
el motivo por el cual me hallo a tu lado. Necesito estar contigo. Te
he amado desde la primera vez que te vi. Entregué mi corazón en tus
manos sin saberlo. Te convertiste en la Reina de Corazones
arrancándome suspiros y enloqueciéndome. Deseo tus besos y el
sonido de tu voz. Por favor, discúlpame por irme así hace unas
noches. Era preciso que me fuera, y si te decía donde iba me
detendrías o querrías acompañarme.
Te amo,
Tarquin Blackwood”
Esperó unos minutos para asegurarse
que la tinta estaba seca, dobló la carta y la introdujo en el sobre.
Después, con elegancia y cuidado, se alejó del escritorio y caminó
hasta la puerta. Jerome no se había movido. Nadie sospechaba que
había estado allí, contemplándolo como lo había hecho Petronia, y
nadie, salvo él, lo sabría.
Bajó la escalera, cruzó la sala
principal donde se hallaban los cuadros de los ilustres Blackwood,
entre ellos Manfred, y los camafeos de Tía Queen. Al salir al porche
se giró, observó la casa a oscuras y recordó a Rebeca. Después,
sin más, se alejó a toda velocidad para depositar la carta en el
soberbio apartamento en el cual solía refugiarse Mona por las
mañanas. Allí dejaría la nota, para luego marcharse a su refugio
más preciado.
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