La humedad y el frío provocaban que
sus manos temblaran adoloridas. En ocasiones a penas podía sostener
alguno de sus libros. Sus ojos parecían perdidos, olvidados por
completo por la felicidad, como si su alma hubiese sido arrojada a un
precipicio de dolor y amargura. Pocas veces veía su sonrisa, pues
parecía estar prohibido que ella fuese feliz. Mis hermanos solían
salir a la taberna, beber durante horas y ni siquiera mirarla. Mi
padre sólo se quejaba y esgrimía su bastón contra ella, pues se
sentía débil y próximo a la muerte. Por el contrario, yo sólo
observaba desesperado como ambos íbamos a morir en aquella miseria.
Recuerdo una mañana. Habían caído
las primeras nieves. El suelo crujía bajo mi peso. Tenía las botas
empapadas y los dedos algo congelados. Llevaba un abrigo que ella me
había comprado el año anterior, pero ya me estaba estrecho. Era un
joven de dieciséis años. Podía decirse que en esa época ya era un
hombre y debía pensar como uno. Caminaba a su lado, aterido de frío,
y ella se movía torpe pero no permitía que yo la ayudara.
—Compórtate—me repetía como si
fuera una plegaria.
—Madre, ¿y cómo se supone que debo
comportarme?—decía con una sonrisa burlona—. Está bien, no diré
nada fuera de lugar.
—No te he educado para que seas igual
de zoquete que tus otros hermanos, he puesto todo de mi parte para
que tú hagas grandes cosas—dijo girándose suavemente hacia mí—.
No permitiré que te pudras aquí. Yo quizás muera entre esas
malditas paredes, con ese patán como esposo y esos groseros que
tengo por hijos, pero tú no.
—Te veo convencida, pero a mí nadie
me escucha. ¿Cómo voy a conseguir grandes cosas si ni siquiera soy
capaz de entablar una conversación sana con mis hermanos?—me miró
con sus enormes ojos azules y frunció el ceño.
—Lestat—pronunció mi nombre con
cierto tono de molestia.
—¿Sí, madre?—interrogué parado
en mitad del camino, como si esperara una regañina igual que si
fuera un niño.
—Confía en mí.
Jamás me habían pedido que confiara
en alguien. Ni siquiera sabía bien el significado de esa palabra. Me
sentía un inútil, alguien a quien no le escucha nadie salvo ella.
Mis ideas sobre los viñedos habían sido olvidadas después de una
fuerte discusión, mis hermanos mayores se jactaron de mi estupidez
con las bocas llenas del conejo que yo había cazado y mi madre, la
única que había escuchado mi idea, parecía triste y avergonzada.
Entonces comprendí que no era por mi comentario, sino porque no se
había tenido siquiera en cuenta. Supe entonces que ella quería
grandes cosas para mí, pero se sentía hundida al no lograrlas. Yo
era su única esperanza y debía confiar en ella.
Lestat de Lioncourt
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