Louis demuestra aquí lo hijo de perra que puede ser, así que aviso. Muchos no saben de éste lado porque no han sido capaces de leer Merrick. Ahora absténganse a las consecuencias... como yo lo he hecho.
Lestat de Lioncourt
Los libros siempre han sido mi gran
pasión y fascinación. Vivir con David Talbot, coleccionista
empedernido e incondicional de la buena literatura, significa poseer
una biblioteca tan extensa como salas existen en la planta superior
de la mansión que decidió adquirir tras la muerte de Merrick. Había
decidido quedarse en la ciudad, lejos de sus raíces y de cualquier
vínculo con la orden. Aaron Ligthner había muerto, también ella y
Yuri Stefano, viejo amigo y ayudante, había regresado a Talamasca
con mayor firmeza y votos de silencio renovados. Se encontraba solo.
Tan sólo como me podía encontrar yo en otros tiempos. Hallaba
fascinante el observarlo durante sus largas jornadas de investigación
y documentación, aunque no lo amaba. Estaba vacío. Sin embargo, le
muestro aquello que quiere creer y ver. He mejorado notablemente en
mis habilidades como actor en éste drama que es la vida. Para
soportar el vacío tengo los libros y estar cerca de ellos me calma.
Olvido por completo mi pasado, presente y futuro. Juego a imaginar
los ricos escenarios, la podredumbre y el sudor de la frente de los
protagonistas.
Era una noche tranquila dedicada a la
lectura. David me había obligado a permanecer en la vivienda, pues
adquirió varios volúmenes de Dickens con una fabulosa
encuadernación en cuero, con elegantes letras doradas y tan bien
conservados que prácticamente podía verlos en la librería donde
fueron vendidos por primera vez. El olor a polvo que perfumaba las
páginas amarillas me fascinaba.
—Aún sigues leyendo—su voz cortó
el silencio, y mis ojos se apartaron de las líneas que seguía con
gran interés. Cerré el pesado, aunque encantador, libro de Oliver
Twist de su primera edición. Aquello era una joya que podía lucirse
a la luz de las velas—. Parece que mi regalo te ha fascinado.
Tenía la camisa abierta, ya que su
corbata gris plomo había desaparecido, y la chaqueta la llevaba
colgada del hombro. Posiblemente había caminado durante varias
horas, quizás por barrios poco recomendables, donde sació su
apetito. Sus ojos oscuros parecían más profundos. Por el contrario,
yo me encontraba tan sólo con la bata de seda verde que él me había
obsequiado meses atrás.
David era un hombre detallista, pero
los libros era un regalo mucho más caro que una prenda o un reloj
simple. Eran libros casi incunables debido a la fecha de la
publicación. Era un regalo muy caro. Sabía diferenciar un detalle
simple de un detalle para liberarse de cierta carga de culpabilidad.
Era la conducta típica de un hombre con doble vida, y no era
precisamente una vida de aventuras debido a sus ansias de
conocimiento. Había notado como cargaba sobre su alma esa carga,
arrastrándola desde hacía más de una semana.
—Reconozco que me conoces demasiado
bien—respondí. Mis labios se curvaron en una seductora sonrisa—.
¿De qué te sientes culpable? —su expresión relajada cambió.
—¿Culpable?—sonrió con cierto
nerviosismo, cosa que no pudo ocultar a mis agudos ojos verdes.
Había vivido una vida miserable junto
a un hombre que convirtió mi corazón en hielo. Envenenó mi vida y
anuló mi alma. Lestat me seducía con su trato elegante, pero a la
vez me torturaba. Sus mentiras cada vez eran más evidentes, sin
embargo, no le interesaba ocultarlo. El sentimiento de culpa que mi
compañero sentía era el mismo que en ocasiones, mi antiguo amante,
llegaba a tener.
—David, conozco estas tretas—dije
incorporándome. Dejé libro sobre la mesa adjunta al diván y caminé
hacia la puerta, donde aún permanecía.
Rezumaba olor a cementerio. Había
estado entre las tumbas, acariciando el musgo y el polvo que cubrían
algunas lápidas. Posiblemente caminó hasta allí, como de
costumbre, para visitar a su viejo compañero de Talamasca. Jamás
hablaba de ello, pero sabía que había estado allí del mismo modo
que me engañaba. No estaba celoso, ni dolido, tampoco me sentía
humillado. Hacia él tenía un deseo irrefrenable y cierto respeto,
pero no le amaba. Hubo un tiempo en el cual sí llegué a sentir
cierta pasión, pero se esfumó del mismo modo que él dejó de
idolatrarme.
Lentamente bajó la mirada y giró su
rostro hacia la izquierda. Sus hombros bajaron en señal de derrota,
no obstante no estaba confesando aún nada. Tenía sus labios
sellados. Mis elegantes, como silenciosos, pasos hacia él lo ponían
visiblemente nervioso. Pensé de inmediato aprovechar las
circunstancias, pues sabía que era un hombre de honor. Me había
faltado al respeto, cosa que no se permitía a sí mismo, y yo
gozaría torturándolo por mera diversión.
—David...—susurré su nombre en un
tono suave, casi quebradizo—. Sólo bromeaba, pero te estás
delatando—mi labio inferior temblaba y en mis ojos se acumularon
las lágrimas.
—Fue un error, un terrible error—dijo
acortando la distancia entre ambos—. Louis, darling—murmuró
rodeándome con sus firmes brazos, los cuales rápidamente aparté de
mi cintura—. Te juro que...
—¿Qué me juras? ¿Qué puedo creer
de ti?—pregunté liberando mis lágrimas, igual que una gran dama
de la tragedia en una de sus mejores interpretaciones—. ¿Quién
es? Dime, ¿es ella?
—No, ella y yo...—frunció el ceño
y estiró sus manos hacia mi rostro, abarcándolo con mesura, pero di
un tembloroso paso atrás—. Mona Mayfair es parte de mi pasado.
—¿Y entonces qué soy yo? ¿Presente
y esa furcia con la que te has revolcado es el futuro?—apreté mis
manos mirándolo a los ojos—. Te golpearía, pero no puedo—hice
un quiebro dramático y proseguí con la voz tomada. Pensaba en mis
viejos sentimientos, en las noches que parecían eternas esperando un
milagro. Los viejos recuerdos avivaban en fuego, aunque sólo eran
una pequeña chispa. El dolor que aún yacía en el fondo de mi
corazón, la rabia acumulada en mi alma, estallaba con facilidad. Era
como un tanque de gasolina y él la cerilla que se arrojaba en su
interior. Todo iba a quedar consumido por la rabia y la locura—.
¿Por qué te amo? ¿Por qué tuve que enamorarme del perfecto
caballero? Sólo eres la imagen perfecta de un caballero, pero sigues
siendo un salvaje con un fusil esperando cazar a la mejor presa. ¡Eso
eres! New Orleans es tu nueva jungla y ahí fuera está tu pequeño
tesoro. ¿Qué soy yo? ¡Qué!—grité dándole un empellón—. No
te atrevas a tocarme. Me dan asco tus manos, tus besos ya no los
quiero y esos libros puedes quedártelos—me encaminé a la puerta,
rebasándolo con facilidad, para caminar con furia por el pasillo
hacia la escalera. Iría al dormitorio. Quería quedarme allí
arrojándole cuanto pudiera mientras le hacía creer que me marchaba.
Él no me amaba de forma romántica. No
era mi Romeo o Heathcliff en medio de una relación carnal e infame.
Sólo éramos dos viejos amigos, compañeros de fatiga, que habían
terminado juntos. Sabía que Lestat lo usaba como mi carcelero.
Agradecía que fuera una cárcel tan fabulosa, pero estaba harto.
Quería devolverle a ambos parte de la amargura que sentía. Mi amor
por Lestat había muerto a manos del odio, el cual me cegaba cuando
lo tenía frente a mí, y el de David simplemente se había reducido
a cierta admiración por su tenacidad ante los problemas. Por lo
demás, no había nada que me vinculara a ellos o me hiciese desear
una vieja junto a ambos. Ya había tenido mi oportunidad de ser feliz
y no había funcionado, pues ellos se encargaron de entorpecerlo
todo.
—¡Louis!—gritó persiguiéndome.
—Eres igual a Lestat—mascullé con
furia cuando me agarró del brazo derecho, justo cuando rebasaba el
marco de la puerta del dormitorio—. Dos gentleman cortados por el
mismo patrón—dije girándome hacia él.
—No sé que ocurrió—me tomó de
ambos brazos, con esas manos grandes que parecían garras, y me miró
a los ojos intentando que me doblegara ante sus encantos—. Ni
siquiera sé porqué sucedió.
—¿No lo sabes?—pregunté con una
sonrisa falsa, en la cual se veía rabia contenida—. ¡Cómo tienes
la cara dura de decirme eso!—grité furioso intentando soltarme. Me
abrazó entonces, pegándome a él y dejándome oler su colonia. Por
unos instantes mis más bajos instintos reaccionaron deseando que me
desnudara.
—Él se abalanzó sobre mí y yo te
necesitaba—sus manos acariciaron mis cabellos, apartando algunos
mechones de mi rostro, y con los pulgares comenzó a secar mis
lágrimas. Aunque no lo amaba sentía ciertos deseos hacia David. Era
el tipo de hombre que muchos desean tener a su lado, como si fuera un
mero objeto decorativo de puro placer. Su piel acaramelada, sus ojos
profundos y su labios con una sonrisa erótica, que parecía
atraparte cuando aparecía, provocaba que cediera a sus encantos.
Pero la siguiente frase hizo que volviera a estallar y recordara
porque hacía todo aquello, era mi venganza—. Juro que pensaba en
ti mientras nos besábamos.
—No te cruzo la cara porque no quiero
tocarte—me aparté entrando en el dormitorio.
—Louis, te amo—dijo allí plantado,
bajo el marco de la puerta, con aquella pose de hombre derrotado.
Había visto miles de veces esa misma pose. Lestat parecía hundido
cuando cometía sus correrías, por eso lo perdonaba. Estaba ciego de
amor por él y no veía más allá de sus irresistibles encantos, sus
grandilocuentes mentiras y esas caricias que doblegaban mi espíritu.
David me recordaba peligrosamente a él en esos momentos, por eso me
sentí hundido en medio de un mar de brea. Por unos segundos hubiese
deseado que me amara realmente y yo amarlo, del mismo modo que lo amé
una vez. Pues, era cierto que hubo un tiempo en el cual me debatía
entre seguir amando a Lestat o arrojarme por completo a una nueva
aventura con él.
—No te creo—respondí tomando los
pomos del vestidor, para tirar de ellos, y al fin abrirlo.
—He sido un estúpido, por favor,
perdóname—susurró con un tono de voz tan bajo y entrecortado que
casi no podía escucharlo.
Me había seguido hasta el vestidor,
donde agarraba con rapidez mis camisas y las tiraba al suelo. Hacía
que creyera que me iría, pero eso era imposible. Quizás lo haría
unas noches, como castigo, desapareciendo por completo de la faz de
la tierra. Al regresar lo tendría bastante preocupado y por ello no
me juzgaría en meses, ni siquiera se quejaría de mis fechorías
cuando quemase algo que perteneciese a nuestro creador y viejo
compañero.
—¿Quién es?—pregunté—.
¡Dímelo!—grité con furia mirándole a los ojos.
—Armand...
Había tenido a Armand en mis brazo en
más de una ocasión, compartido vida y penurias a su lado. Él obró
mal jugando a ser Dios, pero aún peor jugando a enamorarme. Ambos
nos dejamos llevar por la necesidad, pero los secretos y el odio
pueden más. Ya no le odiaba, me era indiferente. Aunque era cierto
que habíamos compartido cama mucho después, y en sí yo también
había caído en sus brazos hacía poco. Pero él nunca confesaría
ese crimen, tampoco yo, y por lo tanto David jamás sabría que yo
era tan culpable como él.
—Si me lo permites, David, deseo
marcharme de ésta casa—respondí tras varios segundos de
silencio—. Creo que no debería siquiera permanecer en estos
momentos. Es tu hogar, el cual puedes usar para permitir que esa
furcia venga y caliente tu bragueta—dejé que cada palabra tuviera
su toque de veneno, su rabia.
—¡Cállate!—gritó como si le
doliera.
—¡No!—respondí agarrando una
maleta que había allí, para abrirla y llenarla de ropa.
—¡Detente, Louis!—dijo abrazándome
por detrás, pues quería reducirme para que no me fuera.
—No me toques, no te atrevas a
tocarme—mascullé—. ¡David, suéltame!
—¡No! ¡No puedes irte!—decía con
la voz quebrada. Había comenzado a llorar.
—Ni siquiera me besas, sólo me
mantienes a tu lado como si fuera una mujer florero—confesé
aquello como si realmente me doliera, aunque realmente no me
importaba. Habíamos detenido el forcejeo mientras sus manos se
aferraban con fuerza a mis muñecas.
—Louis, por favor—susurró cerca de
mi oído derecho.
—Me tienes para no estar solo. Sé
que es estar solo y desear tener compañía, pero si es eso deberías
haberme dicho la verdad. Habría aceptado que no me quieres de ese
modo—era lo único cierto. Mi venganza no existiría si él no me
hubiese mentido. Aunque no se ame uno siempre tiene la esperanza de
ser amado.
—Sí que te quiero—sus palabras
sonaron tan sinceras que cerré los ojos para disfrutarlas. Me sentía
un monstruo porque nadie me amaba. Lestat había sido el único que
me amó a pesar de todo, pero su amor se gastó y acabó. Ni él era
ya mi Lestat ni yo era su Louis, pero David parecía ser el mismo a
pesar de los años.
—David, te has acostado con
Armand—musité.
—Pensaba en ti—respondió.
—Pensabas en ella—había dado en la
diana porque noté como soltó mis muñecas. No pudo engañarme. Ella
aún era importante.
—¿En Mona? ¡No!—intentó negarlo,
pero ya era tarde. Yo estaba frente a él, mirándolo a los ojos,
sintiendo como se derrumbaba.
—¿Por qué eres tan mentiroso? ¿Qué
ganas con ello?—mis preguntas sólo obtuvieron respuesta física.
Él me besó tomándome del rostro.
Su lengua se enredó con la mía, sus
labios apretaban cubriendo mi boca y mis deseos cambiaron en cuestión
de segundos. Pude percibir como sus manos desataban el nudo de la
bata y sus dedos, hábiles y algo ásperos, hacían caer la prenda a
mis pies. Quedé desnudo frente a él, del mismo modo que mi madre me
trajo al mundo. Me aparté cortando el beso y lo miré sintiendo
deseos de todo menos de marcharme. Quería golpearlo, pero también
quería saborear cada trozo de su cuerpo. Estiré mis manos hacia el
cuello de su camisa, tiré de él y rompí la prenda. Rápidamente le
quité la americana, la camisa, el cinturón voló y también los
pantalones, ropa interior, zapatos y calcetines. No quedó prenda
alguna. Mis uñas eran como tijeras diestras que pulverizaban los
distintos tipos de tela.
Volví a besarlo. Ésta vez lo dominé
mientras lo pegaba a una de las estanterías de aquel vestidor, pero
él me rodeó agarrándome por la cadera. Pronto me vi guiado hacia
la cama, sin dejar de saborear su boca como si fuera mi único
alimento. Y, antes que pudiera rechazar aquel momento, me vi
recostado en el mullido colchón mientras su figura, algo más ancha
y mejor formada, me cubría. Tenía una cintura algo estrecha, en
comparación a la suya, y por lo tanto algo más esbelto y delgado.
Mi aspecto era ligeramente más delicado y tenerlo así, sobre mí,
me hacía sentirme protegido. Eran sentimientos mezclados con el
odio, la rabia y la venganza. Ni siquiera yo puedo explicar como todo
puede ocurrir a la vez en mi interior.
Abrí mis piernas moviendo sutilmente
mi cadera. Era una invitación. Mis uñas rasguñaban sus hombros y
viajaban hacia sus costados, sus brazos se apoyaban en el colchón y
esos ojos suyos, tan seductores, me caldeaban. Pensé por un momento
en ofrecer un mejor espectáculo que el de esa ramera barata. Sabía
que no podía competir con su rostro de ángel, sus cabellos
pelirrojos que parecían pura seda y tampoco con esos gemidos, muy
similares a los de una mujer, que tanto los excitaba. Sin embargo,
tenía mis propios trucos y podía hacer gozar a David de una forma
que, posiblemente, no le haría recordar a Mona. Yo no era Armand,
pues tenía mi orgullo.
—Si me amas házmelo—jadeé
hundiendo mi rostro en el lado derecho de su cuello. Mi lengua
jugueteaba con su piel y subía hasta su lóbulo. Dejé que siquiera
mi frío aliento y mis dientes rasguñando aquella zona tan sensible.
Pude notar como el vello de su nuca se erizaba y él se endurecía.
Su miembro rozaba mi vientre y pronto rozaría mi interior,
arrancándome gemidos—. Seré tuyo si tú eres mío—susurré
tomándolo del rostro.
Mona había matado el amor y el deseo
que David sentía por mí. Los Mayfair son así, especialmente sus
mujeres. Demasiado hermosas, inteligentes y poderosas. Tenía poco
que hacer en contra de esa pelirroja, pero siempre podía recuperar
lo que era mío aunque fuera sólo para disfrutar el momento. Momento
que se dio, aunque no estaba seguro que pudiese mantenerlo a mi lado
por mucho tiempo, cuando me penetró de esa forma tan placentera. Mi
cuerpo se arqueó, mi cabeza se hundió en la almohada y mis uñas se
clavaron.
Podía notar su lengua paseándose por
mi cuello, hasta mis clavículas, así como sus labios rozando mi
piel. Me seducía ese toque elegante y salvaje, como si el cazador y
el caballero se mezclaran a la perfección. Su pelvis se movía
suavemente, mi cadera se elevó y mis muslos apretaron su cuerpo a la
altura de sus caderas. Gemía bajo, igual que el ronroneo de un gato,
mientras él gruñía y jadeaba permitiendo que lo arañara,
mordisqueara y apretara. Las sábanas de la cama se arremolinaban y
las almohadas caían del colchón hacia el suelo. Lentamente su ritmo
subía elevando mis gemidos y, moviendo la cama, provocando que el
cabezal golpeara la pared.
Tenía el pelo suelto, dejando que se
derramara como un bote de tinta sobre un papel, sobre aquella
almohada forrada con pulcras sábanas de algodón blanco. Las
lágrimas, que aún se deslizaban por mis mejillas, salpicaban
dejando pequeños puntos rojos en el forro. Pero, también las
sábanas se manchaban de nuestro sudor sanguinolento. Sentía oleadas
de placer que no podía controlar, por eso cerraba los ojos y abría
los labios dejándome hundir en el colchón. Sin embargo, mi
instinto, hizo que cambiara las posiciones. En un arrebato de pasión
quedé arriba, serpenteando, mientras mis uñas, que son afiladas
como navajas, arañaban su torso marcado. Eché hacia atrás la
cabeza, dándole una hermosa visión de mi largo cuello, mientras él
llevaba sus manos a mis pectorales y acariciaba mis sensibles
pezones.
—Louis...—jadeó—. Louis...
Con mi mano derecha tomé su zurda, por
la parte de la muñeca, y llevé su dedo índice a mi boca comenzando
a lamerlo, succionarlo y mordisquearlo igual que si fuera su miembro.
El sonido seco de sus testículos golpeando mis redondas nalgas me
aturdía, del mismo modo que lo hacía su glande al rozar el centro
de mi placer. Eché una ardiente mirada a su rostro, empapado en
sudor y con el flequillo revuelto sobre su frente, que le motivó
para agarrarme de la cintura y empezar un ritmo fuerte y rápido. No
dudé en gritar su nombre repetidas veces. Todo mi cuerpo vibró.
Algo me partió por la mitad, dejando mi mente en blanco, mientras
mis manos temblaban agarrándome a sus muñecas. Me llenó mientras
yo llegaba, como si fuera uno de esos perfectos relatos eróticos, y
cuando acabó caí sobre él deseando amarle.
Aprecié mi diabólico vacío mientras
cerraba los ojos y dejaba salir su miembro de mi interior, como si
algo en mí se hubiese roto de nuevo. Sus manos se deslizaban por mi
espalda y yo contenía mis ganas de llorar. Él no me amaba. Me
aprovechaba de su debilidad y soledad. Sin embargo, era agradable
pensar que yo era objeto de culto y pasión. Sabía que había
gritado mi nombre, pero era igual de mentiroso que nuestro creador.
—Te prometo que ella es mi pasado.
Sólo te amo a ti—dijo en un murmullo—. No te marches.
—Te amo, David—solté un par de
lágrimas de culpabilidad, pero sabía que él no lo vería así.
Había momentos en los cuales mi
máscara, la de un cínico dolido, caía y se rompía. Aquel gran
sufrimiento, el de saber que ella me despreciaba, creó un laberinto
de altos muros que no permitía que nadie sobrepasase. Impedía que
todos llegaran a él, pues no quería más dolor. Pero David a veces,
aunque en pocas ocasiones, acariciaba mi corazón. Quizás eran los
viejos sentimientos del pasado, pero estaban ahí.
Él se quedó dormido, algo agotado, y
yo decidí salir de la cama, colocarme la bata y sentarme en una de
las lujosas sillas Luis XV que teníamos. El vestidor estaba abierto,
con la ropa caída por el suelo, las lamparas de noche estaban algo
movidas, pues las mesas se habían desplazado al hacerlo la cama, la
pared tenía marcas del cabezal, aunque había varias que no eran de
esa noche, y las almohadas se encontraban desperdigadas como parte de
su ropa. Las pinturas que colgaban de las limpias paredes eran
encantadoras, y vivas reproducciones, de la vida en New Orleans. Me
encontraba apoyado en un pequeño escritorio, sentado en aquella
silla y mirando su cuerpo aturdido. El balcón estaba cerrado, pero
había ligeras grietas en la hoja de la ventana y permitía que la
brisa, cargada de aromas del jardín, penetrara. Ese aroma me recordó
a los viejos tiempos y por unos segundos deseé que todo cambiara,
pero a su vez sentía que amaba al nuevo hombre que era. Ya no
padecía por todo. No me dejaba arrastrar por completo por el dolor.
Sabía como lamer mis heridas. Era el gato sobre el tejado de zinc.
Entonces, en ese delicioso instante, el
teléfono sonó. Era un pequeño teléfono que teníamos en la
habitación, de esos sin cables, y al descolgar escuché su voz. Él
ni siquiera sabía que era yo quien estaba al otro lado.
—David, tienes que ayudarme. David...
me ha dicho que me vaya. Me ha echado de su vida. No puedo vivir sin
ella. Jamás he sentido algo así. Es algo que no me pasaba desde que
Louis se fue de mi vida, para crear su propia historia y dejar sus
huellas en otros. Me ama, sé que me ama, pero me ha dicho que no
podemos estar juntos. ¡No quiero dejarla! No voy a permitir que me
roben lo que más amo. Debes comprenderlo, voy a luchar, y te
necesito. David, amo a esa mujer más que a mí mismo. Tienes que
ayudarme. Me está rompiendo el corazón. No puedo... no... ¿Estás
ahí? ¿David?—era Lestat. Lloraba. Lloraba de un modo que podía
romper el alma a cualquiera, menos a mí.
—Me alegra mucho que estés así de
desesperado—comenté—. A mí me rompiste el corazón muchas
veces, así que espero que ella haga lo mismo contigo.
—¿Louis?—preguntó aturdido.
—Oui, bonsoir cher—dije colgando,
para luego desconectar el teléfono.
Sabía bien que ella lo amaba y él la
necesitaba, queriéndola del mismo modo, pero eso no significaba que
algo en mí se moviera. Era odio. Odio porque por mí no luchó del
mismo modo. Jamás se desvivió por mi felicidad ni fue fiel. Me
rompió el corazón mil veces y eso provocó que el monstruo que soy
apareciera, aunque no me importaba e incluso me deleitaba por ello.
Miré a David, sonreí y me tumbé a su
lado. Mi plan, aunque había sido trazado rápidamente, había
funcionado. Sólo tenía que alejarlo por completo de ella y hundirlo
en mis deseos. Lestat se vería solo, luchando como un Quijote
embravecido contra molinos gigantescos con nombres de Taltos y
poderosos brujos.
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