En el amor y en la guerra todo se puede ¿no? Pues no sé si Marius podrá con la guerra que tiene en manos.
Lestat de Lioncourt
Quizás debería aceptar que el mundo
no es como una pintura, en la cual podemos dar pinceladas y crear un
nuevo mundo con colores difuminados. No hay arte más complicado que
seguir vivo, observando como las pequeñas cosas cambian y todo en lo
que crees se derrumba lentamente. Es como una partida de ajedrez
eterna, donde los peones se danzan sobre el tablero girando sobre sí
mismos y buscando refugio en torres tan inmensas como laberintos. He
visto tantos atardeceres que podría haber dejado de amar sus tonos
violáceos, así como olvidar por un momento la belleza de sus
estrellas a punto de desaparecer.
Tal vez los fracasos me han moldeado.
He aprendido de mis derrotas y siempre he querido proteger mi
corazón, quizás porque es lo único que me queda. Mis escasos
sentimientos puros están a buen recaudo. No quiero exponerlos más.
Mi amor ha sido demasiado intenso y ha llegado a quemar. He deseado a
demasiados, de miles de formas, pero sólo he podido condenarme en
tres ocasiones. Un imposible y dos amores truncados por el destino.
He tomado decisiones sabias, muchas de
ellas meditadas durante largas y oscuras veladas, si bien pesan más
mis estúpidos errores. El mayor de mis pecados lo cometí con él.
Provoqué que el dolor lacerara su pecho, se hundiera en su corazón
y ahogara todo lo que él sentía. Yo mismo fui cubierto de una
lámina de veneno, pues eso son las mentiras. He dado falso
testimonio sobre mis pasiones, pero no lo he hecho para salvar mi
alma sino para curar heridas. Vivir con el peso de Atlas a la
espalda, abriendo terribles yagas, es imposible. Interpreté a Eros
para él, un amante que sólo podía ser tocado y amado en plena
oscuridad. Era un monstruo y él un chiquillo. Deseaba protegerlo de
mí y aún así lo bañaba en seductoras palabras, besaba sus
mejillas y tocaba su cuerpo con encendida pasión. Sus labios eran
como pétalos de rosas y me deleitaba con ellos. Me convertí en
esclavo de sus cabellos rojizos, que eran como ríos de fuego
convertidos en pura seda, y que provocaba que hundiera mis dedos en
ellos para peinarlos miles de veces.
Aún recuerdo la primera vez que vino
por su cuenta y riesgo. Abrió la puerta de mi dormitorio y se
recostó en el lecho. Pronto comprendí que se ofrecía como un
regalo. Sus mejillas estaban encendidas y su aliento olía a vino.
Sus ojos castaños centelleaban con encantador brillo. Sabía bien
que podía abrir sus piernas y hacerlo mío, cosa que hice. No dudé
en abrir sus muslos palpando su piel, que parecía leche recién
ordeñada, mientras él suspiraba acalorado. Bebí de sus labios sin
que se percatara y rió hechizado al apartar mi boca de la suya. Sus
pequeños y blancos dientes me asombraban, pues parecían perlas
perfectas, y me seducían cuando se mostraban entre sus sonrisas. Mil
veces he pensado que él era la personificación del pecado, aunque
tenía el seductor aspecto de un ángel.
Hoy nos encontramos enfrentados. La
rabia que yace en su afilada lengua es letal. Estoy seguro que jamás
me perdonará mis faltas, aunque abra sus brazos rodeando mi cuello y
me jure amor. Sé que no merezco su perdón. Aún así, anhelo que me
lo conceda. Es un juego de tentaciones, mentiras, verdades y sueños
que se asemejan a pesadillas. Fue mi último gran amor y aún no he
podido dejarlo escapar. Me niego a creer que ha acabado. Somos
eternos, como lo serán las obras de los grandes escritores, y en la
eternidad jamás hallaremos un momento para comprenderlos... y, sin
embargo, es nuestro mayor deseo.
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