Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

sábado, 6 de septiembre de 2014

El paraíso en peligro

Michael y Rowan, esos dos magníficos brujos de los que me enamoré, han vuelto. Digamos, que todo ha vuelto a ser cruel y desastroso. Admiro a Michael y por ella tengo un amor demasiado intenso, más allá de lo razonable. Vean que ocurre...

Lestat de Lioncourt 


Sentado en la cocina con una cerveza en la mano. Podía sentir el frío de la lata a pesar del grueso guante de cuero. Se había levantado en mitad de la madrugada, con su espeso cabello negro revuelto. Tenía un par de rizos cayendo sobre su ancha frente, su barba estaba algo más crecida y espesa, y le confería a su rostro un aspecto muy masculino a pesar de los bostezo. Sólo llevaba un boxer gris y una camiseta blanca, de esas de algodón. Sus ojos azules se movían inquietos y de vez en cuando, como si fuera un gesto pensado, fruncía el ceño y maldecía. Ya no era el mismo hombre de siempre, aunque dejó de ser ese chico bueno e inocente hace mucho tiempo. Había matado con sus propias manos y con la herramienta con la cual trabajaba a diario. No se sentía despreciable. Él se sentía libre. Había matado por proteger su intimidad, su vida y su mujer. Era un héroe, pero a la vez no dejaba de tener traje de villano. Igual que un soldado bien entrenado pensaba en la próxima estrategia, algo que debía hacer sin provocar el mayor de los daños.

La cerveza temblaba sus nervios. Aquella noche iba a ser eterna. Hacía tan sólo unas horas que había vuelto a ocurrir. Deseaba huir, alejarse de ella y no mirar atrás. En los meses anteriores había tenido ciertas visiones al tocar objetos, pero ahora era recurrente. Ni siquiera podía tocar las sábanas porque venían a él momentos pasados y futuros. La vida se descarrilaba y él no podía hacer nada. Ni siquiera le habían permitido envejecer, dejar que las canas llenaran de nuevo sus sienes y salpicara su barba. El trato con el demonio estaba yendo demasiado lejos.

—Michael—su voz áspera, aunque femenina, sonó en un tono suave y grave.

—¿Rowan?—se giró para verla allí de pie, apoyada en el marco de la puerta, con aquel camisón rosa pálido que llegaba poco más del medio muslo. La pequeña bata de seda, del mismo calor, estaba abierta y algo arrugada. Tenía el pelo revuelto, algunas hojeas y parecía muy cansada—. Necesito hablar contigo.

—¿Tiene que ser ahora?—preguntó frunciendo el ceño—. No creo que sea hora de...

—No voy a discutir contigo sobre beber cerveza a escondida y en plena madrugada—comentó acercándose a la barra americana, la cual estaba en el centro de la cocina como una pequeña isla, donde tenían un fregadero, una amplia zona para desayunar y cortar verduras, así como varios útiles para cocinar—. No es eso—susurró tomando asiento en el taburete contiguo.

—¿Y qué es?—dijo admirando sus ojos grises, ya que tenían un brillo especial, así como sus manos temblorosas que jugaban con el cinturón de la bata—. ¿Ha ocurrido algo que deba saber?

—Es imperdonable que me haya guardado esto tanto tiempo—una lágrima surgió de improviso humedeciendo su mejilla derecha—. Incluso creí que podría ocultarlo y de ese modo imaginar que no está ahí. Pero me habla, Michael. Me habla continuamente. No para de llamarme...

—¿Quién te llama? ¿Lestat? ¿Quién?—le dirigió una sonrisa triste cuando lo vio preocupado, cosa que hizo que lo tomara del rostro con ambas manos. Él se había girado hacia ella, dejando a ambos cara a cara, pero ella parecía no querer mirarlo a sus intensos ojos azules—. Rowan, dime. Quizás pueda solucionarlo.

—No tienes idea, ¿verdad?—preguntó con la voz quebrada.

—Me has pillado—dijo con una leve risotada, pues quería romper la tensión del ambiente y relajarla. Pero ella, que estaba visiblemente nerviosa, sólo rompió a llorar—. ¿Qué ocurre?

—¡Estoy embarazada! ¡Ese maldito demonio hizo que volviera a ser fértil sólo para esto! ¡Estoy segura!—gritó antes de echarse a los brazos de su esposo, permitiendo que éste la tomara con la misma preocupación que ella sentía desde hacía varios días.

Aquella confesión cayó como un cubo de agua helada que caló hasta sus huesos, hizo tiritar su alma y despertar viejos miedos. Ella podía morir. Rowan se marchitaría en una cama de hospital mientras esa criatura comenzaba a vivir. Un miedo terrible y una tristeza desoladora acudió en su búsqueda. Los profundos y agudos ojos de Michael se llenaron de lágrimas que no querían salir. Debía mantenerse fuerte frente a ella, ser sus protectores brazos y acariciar sus cabellos con mesura.

En unos segundos revivió toda la preocupación de hacía algo más de una década. Podía verla tumbada en la cama, casi sin vida, esperando que la muerte viniese a por ella de una vez. Sufría. Hablaba con ella, tomaba sus manos y rezaba por su alma. Quería a su mujer, la necesitaba. Todos necesitaban a la Doctora Rowan Mayfair, una mujer fuerte que parecía haberse consumido. Tan delgada, con los huesos marcados de sus rosados pómulos y sus uñas pintadas para la ocasión. Parecía un cadáver dispuesto a la vista de todo en un multitudinario adiós. No quería siquiera pensar en eso. En como las noches se volvían días y los días pesadillas. Las plegarias no funcionaban, tampoco los buenos deseos. La medicina no podía hacer nada. Jamás volverían a ser padres. Nunca tendrían un momento de alivio tras aquello. Los sucesos se multiplicarían y la muerte de su hijo, un asesino, caería bajo el golpe de su martillo.

Aún podía verlo bajo el árbol, con su cabeza destrozada y sus gigantescas manos sobre el pecho. Había gritado su nombre, suplicado piedad, lo había llamado padre. Y él, sin importarle nada, lo mató con violencia para luego enterrarlo bajo una lluvia torrencial. Lasher no era más que huesos bajo el árbol, pero había regresado gracias a la ciencia y a la ambición. No era momento de engendrar una hembra. Ni siquiera era momento para permitir que ese engendro se paseara por la ciudad y pudiera tener contacto con ella.

Ella lo miró. Había notado sus guantes. No tuvo que confesar nada. Se incorporó sollozando con el rostro demacrado por la preocupación, pero aún así era hermosa. Tenía la fuerza de un hombre, pero la astucia de una mujer hecha a base de pesadillas y duro trabajo. La expresión de su mirada lo decía todo: lo amaba. Amaba a Michael Curry, amaba su familia, quería incluso a la impertinente e indomable Mona Mayfair. Hacía todo aquello por ellos, soportaría incluso su muerte si los mantenía con vida. Aún así, sentía que se volvía loca.

—¿Estás segura?—preguntó tomándola del rostro. Quería besar su frente y perderse en el cálido recoveco de su cuello, pero no lo hizo.

—¿Recuerdas ese día que despertamos sin recordar lo ocurrido?—intentó hacer memoria, y cuando lo hizo los cálculos empezaron a bullir en su cerebro—. Nos dolía la cabeza, como si hubiésemos bebido toda una botella de whisky cada uno.

—Sí, yo sólo recuerdo la música del victrola—aseguró.

Desde el principio sabía que habían sido hechizados. El vudú era parte de los poderes de Julien, los cuales habían aumentado con creces. Se había convertido en un monstruo. El ser que le había pedido que matara a los Taltos, ese mismo ser, estaba transformando a la ciudad en un territorio digno de una película de terror donde esas criaturas, fuertes y a veces crueles, se paseaban por las calles sin contener sus deseos más bajos. Lasher ya había matado a una bruja. Sus instintos eran demasiado poderosos. Julien no sabía lo que estaba haciendo. El mundo temblaría.

—Pocos días después confirmé mi sospecha.

—De eso hace tres semanas—se sentía engañado, pero sabía que lo había hecho por miedo. Del mismo modo que él no se atrevía a decir que sus viejos poderes habían regresado. Sólo quedó el poder mental tras el embarazo de Rowan, pero en esos momentos volvía a tener flash de momentos futuros y pasados. Era enloquecedor.

—¡Ya lo sé!—gritó—. Y pronto se notará mi vientre—dijo visiblemente nerviosa y asustada.

—¿Te habla?—recordaba un dato curioso que le aseguró ella, igual que Mona, que ocurría con esos hijos. Niños que hablaban y se comunicaban continuamente con sus madres.

—Sí, es mujer. Su voz es de mujer—susurró.

—Soy Emaleth, mamá—Rowan se llevó la mano al vientre. Había escuchado aquellas palabras. No eran imaginaciones suyas. La hembra Taltos había hablado. Aquel feto, aún en líquido amniótico, tenía nombre. Su nombre ya lo conocía bien, recordaba los ojos inocentes de su pobre pequeña y empezó a gritar.

La hija de Lasher y suya. Ese era el nuevo Taltos que engendraba. Pero la pequeña le había dicho que era de Michael. Ésta vez nacía de su esposo. Julien lo había preparado todo. Había hecho que esa hembra volviera con viejos trucos. El demonio jugaba bien sus cartas y tenía la mano ganadora, Julien sólo se jactaría y sonreiría con sorna. Ella no. Ella iba a volverse loca. Nunca había superado el haber disparado a Emaleth, una joven tan inocente como Miravelle y tan parecida físicamente a ella. Quería morir en ese momento. Gritaba y se tiraba del pelo. Michael no sabía como detenerla. La pequeña comenzó a llorar en el vientre y él no podía sofocar aquel brote de locura.

—Rowan, ¿qué ocurre?—preguntó agarrándola de las muñecas, pues estaba a punto de arañarse—. ¡Rowan!

—Mamá, no. Mamá—dijo con ternura—. Mamá, no. Mamá no llores. Mamá soy Emaleth. Mamá todo será distinto. Todo estará bien. Preocupas a papá. Papá dile a mamá que no llore. Mamá, dile a papá que lo quiero. Mamá, mamá, mamá...

—Emaleth—balbuceó apartándolo.

Sin cuidado alguno se quitó la bata y el camisón, después acarició su vientre y notó como crecía lentamente. Pronto estaría abultado. Parecería que había engordado un par de kilos, quizás como mucho cinco o seis. Sus dedos largos y finos jugaban con la zona baja de su ombligo y subían. Ella cantaba. Su voz era hermosa y el silbido, esa canción tan bien conocida, la calmaba.

—Perdóname, perdóname... —susurró con los ojos llenos de lágrimas.

—Te amo, mamá—una ligera risa hizo que ella sonriera y tomara las manos de su esposo. No importaba si moría ahora, si en el parto quedaba seca como el capullo de seda de una mariposa. No importaba nada. Volvería a darle la vida a esa criatura, le devolvería lo que ella le había quitado con aquella bala.

—Emaleth, es Emaleth... —sus palabras estaban quebradas por la emoción y Michael sólo quería que todo eso pasara, que nadie resultara herido y que Julien parara. Su ambición mataría a todos.

La ambición siempre mata la vida en el paraíso. Un paraíso que estaba lleno de demonios y pecado. Los secretos avivarían el veneno que se depositaba en cada palabra. El mundo, tan frágil y perverso, se convertía en un puñado de tierra con luces de neón y atractivos negocios dominados por la familia. Pronto el poder asfixiaría las últimas flores y la lluvia sería de sangre. Aún así, lucharían.



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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt