Michael y Rowan, esos dos magníficos brujos de los que me enamoré, han vuelto. Digamos, que todo ha vuelto a ser cruel y desastroso. Admiro a Michael y por ella tengo un amor demasiado intenso, más allá de lo razonable. Vean que ocurre...
Lestat de Lioncourt
Sentado en la cocina con una cerveza en
la mano. Podía sentir el frío de la lata a pesar del grueso guante
de cuero. Se había levantado en mitad de la madrugada, con su espeso
cabello negro revuelto. Tenía un par de rizos cayendo sobre su ancha
frente, su barba estaba algo más crecida y espesa, y le confería a
su rostro un aspecto muy masculino a pesar de los bostezo. Sólo
llevaba un boxer gris y una camiseta blanca, de esas de algodón. Sus
ojos azules se movían inquietos y de vez en cuando, como si fuera un
gesto pensado, fruncía el ceño y maldecía. Ya no era el mismo
hombre de siempre, aunque dejó de ser ese chico bueno e inocente
hace mucho tiempo. Había matado con sus propias manos y con la
herramienta con la cual trabajaba a diario. No se sentía
despreciable. Él se sentía libre. Había matado por proteger su
intimidad, su vida y su mujer. Era un héroe, pero a la vez no dejaba
de tener traje de villano. Igual que un soldado bien entrenado
pensaba en la próxima estrategia, algo que debía hacer sin provocar
el mayor de los daños.
La cerveza temblaba sus nervios.
Aquella noche iba a ser eterna. Hacía tan sólo unas horas que había
vuelto a ocurrir. Deseaba huir, alejarse de ella y no mirar atrás.
En los meses anteriores había tenido ciertas visiones al tocar
objetos, pero ahora era recurrente. Ni siquiera podía tocar las
sábanas porque venían a él momentos pasados y futuros. La vida se
descarrilaba y él no podía hacer nada. Ni siquiera le habían
permitido envejecer, dejar que las canas llenaran de nuevo sus sienes
y salpicara su barba. El trato con el demonio estaba yendo demasiado
lejos.
—Michael—su voz áspera, aunque
femenina, sonó en un tono suave y grave.
—¿Rowan?—se giró para verla allí
de pie, apoyada en el marco de la puerta, con aquel camisón rosa
pálido que llegaba poco más del medio muslo. La pequeña bata de
seda, del mismo calor, estaba abierta y algo arrugada. Tenía el pelo
revuelto, algunas hojeas y parecía muy cansada—. Necesito hablar
contigo.
—¿Tiene que ser ahora?—preguntó
frunciendo el ceño—. No creo que sea hora de...
—No voy a discutir contigo sobre
beber cerveza a escondida y en plena madrugada—comentó acercándose
a la barra americana, la cual estaba en el centro de la cocina como
una pequeña isla, donde tenían un fregadero, una amplia zona para
desayunar y cortar verduras, así como varios útiles para cocinar—.
No es eso—susurró tomando asiento en el taburete contiguo.
—¿Y qué es?—dijo admirando sus
ojos grises, ya que tenían un brillo especial, así como sus manos
temblorosas que jugaban con el cinturón de la bata—. ¿Ha ocurrido
algo que deba saber?
—Es imperdonable que me haya guardado
esto tanto tiempo—una lágrima surgió de improviso humedeciendo su
mejilla derecha—. Incluso creí que podría ocultarlo y de ese modo
imaginar que no está ahí. Pero me habla, Michael. Me habla
continuamente. No para de llamarme...
—¿Quién te llama? ¿Lestat?
¿Quién?—le dirigió una sonrisa triste cuando lo vio preocupado,
cosa que hizo que lo tomara del rostro con ambas manos. Él se había
girado hacia ella, dejando a ambos cara a cara, pero ella parecía no
querer mirarlo a sus intensos ojos azules—. Rowan, dime. Quizás
pueda solucionarlo.
—No tienes idea, ¿verdad?—preguntó
con la voz quebrada.
—Me has pillado—dijo con una leve
risotada, pues quería romper la tensión del ambiente y relajarla.
Pero ella, que estaba visiblemente nerviosa, sólo rompió a llorar—.
¿Qué ocurre?
—¡Estoy embarazada! ¡Ese maldito
demonio hizo que volviera a ser fértil sólo para esto! ¡Estoy
segura!—gritó antes de echarse a los brazos de su esposo,
permitiendo que éste la tomara con la misma preocupación que ella
sentía desde hacía varios días.
Aquella confesión cayó como un cubo
de agua helada que caló hasta sus huesos, hizo tiritar su alma y
despertar viejos miedos. Ella podía morir. Rowan se marchitaría en
una cama de hospital mientras esa criatura comenzaba a vivir. Un
miedo terrible y una tristeza desoladora acudió en su búsqueda. Los
profundos y agudos ojos de Michael se llenaron de lágrimas que no
querían salir. Debía mantenerse fuerte frente a ella, ser sus
protectores brazos y acariciar sus cabellos con mesura.
En unos segundos revivió toda la
preocupación de hacía algo más de una década. Podía verla
tumbada en la cama, casi sin vida, esperando que la muerte viniese a
por ella de una vez. Sufría. Hablaba con ella, tomaba sus manos y
rezaba por su alma. Quería a su mujer, la necesitaba. Todos
necesitaban a la Doctora Rowan Mayfair, una mujer fuerte que parecía
haberse consumido. Tan delgada, con los huesos marcados de sus
rosados pómulos y sus uñas pintadas para la ocasión. Parecía un
cadáver dispuesto a la vista de todo en un multitudinario adiós. No
quería siquiera pensar en eso. En como las noches se volvían días
y los días pesadillas. Las plegarias no funcionaban, tampoco los
buenos deseos. La medicina no podía hacer nada. Jamás volverían a
ser padres. Nunca tendrían un momento de alivio tras aquello. Los
sucesos se multiplicarían y la muerte de su hijo, un asesino, caería
bajo el golpe de su martillo.
Aún podía verlo bajo el árbol, con
su cabeza destrozada y sus gigantescas manos sobre el pecho. Había
gritado su nombre, suplicado piedad, lo había llamado padre. Y él,
sin importarle nada, lo mató con violencia para luego enterrarlo
bajo una lluvia torrencial. Lasher no era más que huesos bajo el
árbol, pero había regresado gracias a la ciencia y a la ambición.
No era momento de engendrar una hembra. Ni siquiera era momento para
permitir que ese engendro se paseara por la ciudad y pudiera tener
contacto con ella.
Ella lo miró. Había notado sus
guantes. No tuvo que confesar nada. Se incorporó sollozando con el
rostro demacrado por la preocupación, pero aún así era hermosa.
Tenía la fuerza de un hombre, pero la astucia de una mujer hecha a
base de pesadillas y duro trabajo. La expresión de su mirada lo
decía todo: lo amaba. Amaba a Michael Curry, amaba su familia,
quería incluso a la impertinente e indomable Mona Mayfair. Hacía
todo aquello por ellos, soportaría incluso su muerte si los mantenía
con vida. Aún así, sentía que se volvía loca.
—¿Estás segura?—preguntó
tomándola del rostro. Quería besar su frente y perderse en el
cálido recoveco de su cuello, pero no lo hizo.
—¿Recuerdas ese día que despertamos
sin recordar lo ocurrido?—intentó hacer memoria, y cuando lo hizo
los cálculos empezaron a bullir en su cerebro—. Nos dolía la
cabeza, como si hubiésemos bebido toda una botella de whisky cada
uno.
—Sí, yo sólo recuerdo la música
del victrola—aseguró.
Desde el principio sabía que habían
sido hechizados. El vudú era parte de los poderes de Julien, los
cuales habían aumentado con creces. Se había convertido en un
monstruo. El ser que le había pedido que matara a los Taltos, ese
mismo ser, estaba transformando a la ciudad en un territorio digno de
una película de terror donde esas criaturas, fuertes y a veces
crueles, se paseaban por las calles sin contener sus deseos más
bajos. Lasher ya había matado a una bruja. Sus instintos eran
demasiado poderosos. Julien no sabía lo que estaba haciendo. El
mundo temblaría.
—Pocos días después confirmé mi
sospecha.
—De eso hace tres semanas—se sentía
engañado, pero sabía que lo había hecho por miedo. Del mismo modo
que él no se atrevía a decir que sus viejos poderes habían
regresado. Sólo quedó el poder mental tras el embarazo de Rowan,
pero en esos momentos volvía a tener flash de momentos futuros y
pasados. Era enloquecedor.
—¡Ya lo sé!—gritó—. Y pronto
se notará mi vientre—dijo visiblemente nerviosa y asustada.
—¿Te habla?—recordaba un dato
curioso que le aseguró ella, igual que Mona, que ocurría con esos
hijos. Niños que hablaban y se comunicaban continuamente con sus
madres.
—Sí, es mujer. Su voz es de
mujer—susurró.
—Soy Emaleth, mamá—Rowan se llevó
la mano al vientre. Había escuchado aquellas palabras. No eran
imaginaciones suyas. La hembra Taltos había hablado. Aquel feto, aún
en líquido amniótico, tenía nombre. Su nombre ya lo conocía bien,
recordaba los ojos inocentes de su pobre pequeña y empezó a gritar.
La hija de Lasher y suya. Ese era el
nuevo Taltos que engendraba. Pero la pequeña le había dicho que era
de Michael. Ésta vez nacía de su esposo. Julien lo había preparado
todo. Había hecho que esa hembra volviera con viejos trucos. El
demonio jugaba bien sus cartas y tenía la mano ganadora, Julien sólo
se jactaría y sonreiría con sorna. Ella no. Ella iba a volverse
loca. Nunca había superado el haber disparado a Emaleth, una joven
tan inocente como Miravelle y tan parecida físicamente a ella.
Quería morir en ese momento. Gritaba y se tiraba del pelo. Michael
no sabía como detenerla. La pequeña comenzó a llorar en el vientre
y él no podía sofocar aquel brote de locura.
—Rowan, ¿qué ocurre?—preguntó
agarrándola de las muñecas, pues estaba a punto de arañarse—.
¡Rowan!
—Mamá, no. Mamá—dijo con
ternura—. Mamá, no. Mamá no llores. Mamá soy Emaleth. Mamá todo
será distinto. Todo estará bien. Preocupas a papá. Papá dile a
mamá que no llore. Mamá, dile a papá que lo quiero. Mamá, mamá,
mamá...
—Emaleth—balbuceó apartándolo.
Sin cuidado alguno se quitó la bata y
el camisón, después acarició su vientre y notó como crecía
lentamente. Pronto estaría abultado. Parecería que había engordado
un par de kilos, quizás como mucho cinco o seis. Sus dedos largos y
finos jugaban con la zona baja de su ombligo y subían. Ella cantaba.
Su voz era hermosa y el silbido, esa canción tan bien conocida, la
calmaba.
—Perdóname, perdóname... —susurró
con los ojos llenos de lágrimas.
—Te amo, mamá—una ligera risa hizo
que ella sonriera y tomara las manos de su esposo. No importaba si
moría ahora, si en el parto quedaba seca como el capullo de seda de
una mariposa. No importaba nada. Volvería a darle la vida a esa
criatura, le devolvería lo que ella le había quitado con aquella
bala.
—Emaleth, es Emaleth... —sus
palabras estaban quebradas por la emoción y Michael sólo quería
que todo eso pasara, que nadie resultara herido y que Julien parara.
Su ambición mataría a todos.
La ambición siempre mata la vida en el
paraíso. Un paraíso que estaba lleno de demonios y pecado. Los
secretos avivarían el veneno que se depositaba en cada palabra. El
mundo, tan frágil y perverso, se convertía en un puñado de tierra
con luces de neón y atractivos negocios dominados por la familia.
Pronto el poder asfixiaría las últimas flores y la lluvia sería de
sangre. Aún así, lucharían.
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