Marius es un imbécil. No me importa si saca el látigo y me golpea. ¡IMBÉCIL! Con todas las letras. Pero que idiota... ¿cómo no es capaz de decir lo que siente a Pandora? Gilipollas y tozudo, eso es.
Lestat de Lioncourt
Los años pesan, y aún más los
siglos. Se acumulan en mi alma y la arrastran hasta el típico
infierno que imaginan los mortales en cada cultura. Me consumo. La
ira aniquila ferozmente cualquier pensamiento racional, quedando tan
sólo desatada pasión que me ahoga, igual que si me ahogara en la
laguna Estigia, después de no poder pagar a Caronte. He vivido
muchos siglos, más de dos mil años, y puedo resumir gran parte de
mi historia en sentimientos encontrados hacia la única mujer que me
ha hecho llorar, reír y enfurecer incluso sin estar presente ante
mí.
Era sólo una niña. Sus ojos eran
enormes pozos castaños. Tenía una boca tierna, aún virgen de
cualquier mentira, y sonreía mágicamente. Parecía una pequeña
ninfa vestida con vaporosas telas. Tenía los brazos delgados y los
agitaba alegremente mientras recitaba. Deseé estrecharla contra mí,
besar su rostro y atormentarme con la idea que crecería, perdiendo
así su inocencia y cualquier interés en conservarla. Pero siguió
siendo inocente incluso cuando la volví a ver convertida en una
mujer, a pesar de los años y los muros que habíamos levantado en
nuestros corazones.
Se convirtió en mi Afrodita.
Ella poseía unos hombros estrechos,
una espalda diminuta y unas caderas amplias. Tenía un cuerpo bien
formado, erótico incluso, de largas piernas y hermoso rostro. Sus
labios, que antes parecían tímidos, en esos momentos eran como
dagas diestras con sonrisas llenas de marfil y feminidad. Sus ojos,
esos ojos castaños poblados por millones de espesas pestañas, se
transformaron en mundos inexplorados que quise conocer. Inocente. Era
inocente de cualquier mentira, pues ella detestaba bañarse en la
amarga y retorcida sensación de ocultar, tras su espalda o entre sus
manos, la verdad. Aún recitaba, como si fuera un pajarillo en una
jaula, miles de poemas, y entre ellos los de Ovidio.
Lydia. ¡Mi Lydia! Ella era mi Lydia.
Esa hermosa mujer que yo conocía era
Pandora, la cual guardaba cientos de secretos en su alma. Un alma que
cuando se libera cae sobre mí su ira. He visto como la pasión la
envolvía mejor que cualquier seda. Mi Afrodita se convierte en Diana
y lanza sus diestras flechas a mi ego, mi orgullo y hacia todo lo que
sé. Hace que caiga todo. Me derrumbo. No sé siquiera como
reaccionar decentemente. Me convierto en monstruo. Nuestros gritos se
alzan en plena noche y cuando nos separamos, porque siempre ocurre,
siento que mi corazón se rompe como si fuera la primera vez. ¡Y en
qué maldita hora nos separamos la primera vez! Tardé siglos en dar
con una pista y, esa pista, se perdió como si fuera diente de león
tras una ráfaga de aire.
No puedo decir que la amo. Ni siquiera
puedo arrastrarme a pedir perdón. Mi orgullo y honor me impiden
arrodillarme frente a ella, mirarla a los ojos y suplicarle por un
poco de amor. No. No puedo hacer eso. Soy Marius, Marius Romanus, y
jamás me doblegaría para demostrar cuanto me duele su rechazo. Me
conformaría con que viese en mis ojos fríos, tan fríos a veces
como el hielo, que hay fuego y ese fuego lo desata ella, sus
recuerdos, mi amor por cada uno de sus gestos y el dolor que me
consume al saber que ya no hay remedio.
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