Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 7 de septiembre de 2014

Mi única bruja

Julien Mayfair está jugando bien sus cartas. Va ganando. ¿Seguirá haciéndolo? Yo voy a plantarle cara... ¡Esto no puede ser!

Lestat de Lioncourt 


Hay amores intensos, amores que te derrumban lentamente, amores fugaces, amores de toda una vida y amores eternos. El amor puede cambiar todo lo que se ha vivido, restaurar el daño que se ha sufrido o simplemente ser la excusa para vivir. No se conoce hombre que no haya sentido amor. Desgraciadamente yo sólo conocía el amor y honor familiar, así como el amor a la ambición y los apasionados libros que custodiaban las firmes paredes de mi hogar. Nací en una familia cuyos orígenes eran retorcidos, igual que las viejas encinas, y yo crecí del mismo modo. Aprecié el poder y la ambición como única fuente de alimentación, aunque realmente quise a mi familia. Mi abuela, madre y hermana formaron mi carácter. La ambición, la locura y la inocencia se mezclaban turbiamente con mi astucia a la hora de elegir ciertos momentos, libros o frases al azar para Lasher, el espíritu que gobernaba a todos.

Amé de forma egoísta a mi esposa. Era un amor egoísta porque la deseaba, la necesitaba y la quería a mi modo, pero jamás la amé de forma romántica. La quería, pero no la idolatraba como una mujer. Tal vez, era demasiado joven o quizás había probado demasiadas camas, todas de una noche, en los lugares más turbios de la ciudad. Bebía, fumaba y me dejaba llevar entre las piernas de hombres y mujeres. En la mayoría de los casos ni siquiera era consciente, pues era él, Lasher, quien me dominaba.

Mis hijos, dentro y fuera de mi matrimonio, fueron mi orgullo y mi necesidad de protegerlos fue aumentando con el paso de los años. Cuanto más envejecía más reacio era a permitir que ellos conocieran la verdad, el poder oculto, la maldición y mis negocios turbios. Quise proteger mi imagen ante ellos, dejando tan sólo una sombra borrosa de todo lo que fui. Sin embargo, ella apareció como una nueva corriente de aire que insufló un poco de vida.

Evelyn era de mi sangre, la hija de mi hijo Cortland y de los Mayfairs situados en la calle Amelia. He hecho cosas terribles en mi vida, pero matar a mi primo no fue la peor. Sin embargo, tras ese homicidio, que quedó en accidente, las rencillas empezaron y quedamos divididos. Yo sólo era un muchacho delgado, de ojos casi inocentes y sonrisa tímida. Pero, cuando entré en aquella casa, no era ya ese niño sino un anciano. Estaba a punto de morir, la vida se me escapaba, y ella me dio esperanzas.

Siempre pensé que era muy similar a Stella. Tenía el cabello negro y espeso, unas cejas finas bien definidas, y sus ojos eran muy profundos. Parecía una muñeca, pero estaba sucia y mal alimentada. Tomé a la niña de allí, llevándomela para darle libertad y luego supe que era una jovencita de trece años. Me sentí tentado desde el primer momento. Su voz era dulce y recitaba unos siniestros poemas. Uno de ellos, el más terrible de todos, se convirtió en nuestro mutuo legado. Y, entre victrolas y poemas, desnudé su cuerpo y la hice mía sintiendo la vida emanar con calidez de entre sus muslos.

Mi muerte fue la caída de la familia. El poder fue disgregándose. La vida continuó, pero no la grandeza que una vez tuvimos. La fortaleza fue debilitándose y por eso no supieron dominar a Lasher. Cuando he regresado, de entre los muertos, he jurado volver a restaurar el orden primigenio. Bajo mi mando los Taltos se alzarían de forma distinta, el Pueblo Oculto caminaría a la vista de todos, los negocios de la familia se fortalecerían y crearía otros nuevos. Tenía una visión de los negocios más amplia que la de cualquier otro. Siempre me agradó experimentar y podía hacerlo, la ciudad me lo permitía. Sin embargo, algo faltaba en mi vida. El dinero puede llenar tus bolsillos, hacerte muy feliz, y a la vez provocar que exista un punto indeterminado, ahí donde uno ni siquiera lo cree posible, que te grita que falta algo. Ella faltaba. No era Stella, que momentáneamente se negaba a regresar de entre los muertos, sino Evy.

Evelyn Mayfair murió como una anciana común. Falleció arrugada, con sus cabellos completamente blancos y sus manos temblorosas. Dejó atrás una vida dura, llena de arrugas y golpes. Aprendió a vivir y soñar a la vez, pues había sueños imposibles que la llenaban de alegría. Siguió siendo callada, concentrada en sus pensamientos y olvidadiza cuando pretendía serlo. Sus restos habían llegado al viejo sepulcro. Muchos la habían llorado y despedido como se suele hacer a una gran dama, una santa, una mujer digna de confianza y amor. Decidí que ella volvería a mi lado, disfrutaría de su compañía como no pude hacerlo cuando era tan sólo una niña.

—Hazlo—dije tras invocarlo—. Tráela a sus tiernos años.

—¿Los mismos en los cuales la conociste?—murmuró con una sonrisa lasciva.

—Quizás la edad de Mona, la eterna edad de Mona, estaría bien—comenté moviendo la mano derecha con desdén. En la izquierda tenía una vieja fotografía de Evy. Tan hermosa, con ese vestido blanco y ese lazo en su cabello. Era realmente una belleza. Me partía el corazón saber que seguía en aquel oscuro sepulcro, quizás esperándome—. Aunque no importa si es algo mayor o menor de los dieciocho años. Simplemente sé que la quiero. Necesito besar sus mejillas, acariciar sus manos y jurarle respeto.

—La tendrás en unas noches. Disfruta de tu condena. Acabas de aumentar el trato, Julien— no era advertencia, era algo real. Había hecho un trato y lo cumpliría.

La primera noche fue terrible. Una lluvia huracanada agitaba las plataneras, encinas y robles del jardín. El dondiego parecía venirse abajo junto a la cancela. El viento silbaba. Volvía a tener un dormitorio propio en aquella casa, aunque me odiaban y detestaban que allí descansara. Michael y Rowan me aborrecían, pero no comprendían que hacía todo por amor. La segunda fue tranquila, aunque desierta. Podía imaginar a Evelyn moviéndose por la habitación, con aquella tímida sonrisa, mientras recitaba. Fue en la tercera, igual que Jesucristo resucitado, cuando noté que alguien descansaba a mi lado.

Era ella.

Tenía a mi hermosa Evelyn recostada a mi lado, con unos pechos llenos de pezones cafés y unos labios seductores que pedían ser besados. Estaba desnuda y la habitación en penumbra gracias a una lámpara de escasa iluminación. Estaba allí, como si fuese la ofrenda a un demonio, esperando que la tomara entre mis brazos y la deseara. Mi corazón latió acelerado y mis manos palparon su desnudez. Parecía una recién nacida, como si el mundo la hubiese expulsado del líquido amniótico.

—Julien—pronunció mi nombre antes de besarme.

Su cuerpo ya no era el de una niña, sino el de una mujer joven. Aún así, la diferencia seguía siendo un abismo. Mi apariencia era la de un hombre que había entrado en los cuarenta, pues era la apariencia física que más me agradaba y mi época de esplendor, y la suya era la de una mujer que se abría paso al mundo igual que una rosa recién abierta.

Me perdí en sus labios mientras alargaba el brazo hacia el interruptor. La luz se hizo y pude contemplarla con su piel de leche fresca, sus pezones cafés, su pelo negro revuelto sobre la almohada y sus ojos de un intenso azul que me electrocutaron. Ella estiró sus manos hacia mis cabellos, con más mechones blancos que negros, y sonrió traviesa. Me reconocía del mismo modo que yo la reconocía a ella. Sus dedos no tardaron en actuar desabotonando mi pijama, retirándolo con caricias y besos típicos de una sirena, mientras me hechizaba con su voz recitando nuevos poemas.

Sentí fiebre, como si delirara. Mis piernas temblaron al notar el roce de sus muslos contra mis caderas. Sus pechos eran perfectos para sostenerlos entre mis manos, aunque no podía abarcarlos por completo. Los labios, esos con los cuales me había besado, se abrían provocativos. Quería que la hiciese suya. Una vez más sería mía, para siempre mía. El mar de sábanas blancas parecían espuma marina y ella, como bien la había comparado metafóricamente antes, parecía una sirena.

Mis manos palparon sus senos y finalmente mi boca acorralaron sus pezones, rodeándolos con mis labios y dejando que mi lengua jugara, humedeciera y acariciara eróticamente cada uno. Su diestra fue a buscar el bulto que yacía oculto bajo mi ropa interior, pero la zurda quedó en mi nuca guiándome por su torso. Su rostro, que siempre era un fragmento de inocencia cargado de emotividad, se coloreaba con un rubor muy atractivo. Sus labios parecían frutas rojas, sus ojos gemas azules y su nariz se arrugaba ligeramente.

Sabía que podía dejarla de nuevo embarazada. Aquello era aún más tentador. Ambos podíamos ser padres de una nueva bruja. Una bruja que podía ser parte del legado y llevar los negocios, aunque nuestra hija fue un desastre que murió joven dejando dos hijas de personalidad dispar. Ella no era díscola, pero yo sí. Su inocencia jugaba con el demonio que surgía de mis grandes apetitos carnales. Me atraían terriblemente los hombres, sobre todo los jóvenes y tiernos, pero ella era mi gran pasión y locura.

Me dejé sumergir por su aroma, ya que llevaba un fresco perfume de jazmín y violetas, dejando que mis dedos se hundieran ligeramente en sus firmes carnes. Sus muslos se abrieron dándome acceso a un lugar que siempre me perteneció, un pequeño territorio de placer que desbordaba calor. Parecía un volcán, aunque quien estallaba era yo.

Lamí sus ingles y permití que mi respiración dejara caricias en su vientre, mi lengua se hundió entre sus labios vaginales y saboreó su clítoris arrancándole un gemido bajo, aunque largo y tentador. Sus manos fueron al cabezal de hierro, el cual agarró con firmeza, mientras sus piernas se abrían un poco más dándome acceso. Cada lamida era rozar el cielo. Mis dedos, algo ásperos y largos, se hundieron en ella masturbándola. El poema que recitaba cambió, su cabeza negaba y asentía, bajó sus párpados y dejó caer una plegaria: hazlo.

Giré su cuerpo, dejándola de lado hacia el costado derecho, y elevé su pierna izquierda. Con cuidado, aunque alivio, saqué mi miembro de entre la tela de la ropa interior, ya que estaba empezando a sentir dolor. Cuando intenté entrar noté que aún no estaba preparada, era su primera vez. Iba a romper el lazo de virginidad de su sexo. Pero entonces, como si tomara ella el control, me miró incitándome.

La penetré con fuerza llevando un ritmo rápido. Ella se aferraba al cabezal que golpeaba drásticamente la pared. Su ceño se fruncía y su nariz se arrugaba, pero su boca se abría buscando aire. Quería liberar sus alaridos de placer. Ella se retorcía junto a mí. Todo mi cuerpo vibraba. No podía siquiera imaginar que un día saldría del sepulcro y podría retomar mi último gran amor. Último y único. Jamás amé a nadie como a ella. Nunca amé a nadie como a Evelyn.

—Evy, Evy, mi tierna Evy... —jadeaba y gemía.

—Julien...

Era mi nieta, mi amante, mi compañera, la madre de una de mis más desafortunadas hijas, la mujer del poema, la niña que encerraron para que no viera la luz del día y sin duda una poderosa bruja que me cautivaba en cada segundo. No obstante, no aumenté el ritmo sino que paré quedando dentro. Ella gimió echándose hacia atrás, prácticamente retorciéndose, mientras mis dedos apartaban algunos mechones de su rostro y pellizcaba sus pezones.

—Retuércelos, muérdelos, lámenos y haz con ellos lo que quieras. Me rindo ante ti, ante tu poder y belleza. No he conocido a otro hombre que pueda igualarte. Tú eres el hombre de mi vida, sabes de orgullo, honor y arte. El arte del sexo—dijo haciendo que desviara la vista de las gotas de sangre de la cama. Había desvirgado de nuevo su cuerpo, rompiéndolo para siempre.

Di la vuelta a su cuerpo, otra vez, y la dejé de espaldas a mí para movernos rápidamente. Sus manos se aferraron a ambos garrotes y su rostro se pegó a la almohada. No podía dejar de gemir. Mis penetraciones eran exactas y me movía de una forma que a ella, a mi Evy, le gustaba. Cuando paré por tercera vez la bajé al suelo y le ofrecí mi miembro húmedo por nuestros fluidos. Ella no tuvo reparo en aceptarlo en su boca, abarcándolo lentamente cada milímetro, mientras parecía sonreírme con la mirada. No dudé en tomarla por detrás de la cabeza, hundiendo mis dedos entre sus mechones negros, para mover mis caderas con fuerza y ritmo constante. Sus pechos no quedaron desatendidos, pues ella misma los acariciaba y torturaba con pequeños pellizcos.

—Te he deseado y amado siempre, siempre—le confié en un jadeo.

Me sentía generoso y quise compartir mi gran verdad. El motivo por el cual yo amaba a Mona por encima de todos mis descendientes. Ella era igual que su abuela, la mujer que tenía arrodillada frente a mí, usando sus seis dedos, de cada mano, para acariciar sus pechos.

Cuando liberé mi miembro de sus carnosos labios, los cuales habían secuestrado toda su longitud, la arrojé a la cama y azoté un par de veces sus glúteos, redondos y duros, antes de penetrarla otra vez, pero ésta vez fue aún más rudo y decadente. Miles de palabras sucias rugieron evocando su menudo cuerpo mientras echaba la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y la boca libre para amar, castigar y seducir.

Atraje bien su cuerpo, tirando de sus caderas, para luego incorporarla del colchón. Sus rodillas estaban clavadas en la orilla del cabezal, sus dedos perdían parcialmente la circulación al agarrarse con firmeza a los hierros del cabezal, y sus pezones se endurecían más con el frío del metal. La penetraba contra el cabeza, en aquella elegante y gigantesca cama.

—Quiero ser la ramera que dirija contigo la familia, por favor. Lo he visto en mis visiones ésta noche, lo veo claro—dijo con la voz jadeosa. Pero, rápidamente, la callé aplastando su garganta con la mano derecha, casi asfixiándola, en un tentador juego de dominación.

—Gime—dije parando otra vez le penetración. Sin embargo, ésta vez no me quedé quieto. Salía y entraba embistiendo, para luego salir de nuevo y hacer lo mismo. Ella chillaba mi nombre y movía ligeramente la cabeza—. Eres mi pequeña puta consentida—murmuré entre gruñidos bajos y una pequeña risilla.

—Te amo, Julien—balbuceó con los ojos llenos de lágrimas.

En ese instante, aparté el pelo de su espalda y lamí la cruz de ésta. Aquello le produjo un escalofrío, pero aún tembló más cuando la tiré de nuevo al colchón, mirándola cara a cara, para penetrarla con furia. El colchón se desplazó de la cama y la cama también del rincón donde se encontraba. El chirrido de las patas de hierro fue terrible, pero casi quedó mudo con sus gritos de placer. Mi nombre en su boca, el suyo en el mío, como si jamás hubiésemos estado alejados.

Al derramarme allí, en aquel hueco tan cálido, húmedo y estrecho, sonreí complacido. Besé su boca y noté que estaba perlada en sudor, aún más que yo, y que sus pómulos marcados estaban coloreados. Parecía un ángel que acababa de conocer el pecado capital.

—Mi consorte—dije entre carcajadas—. Seremos los reyes de ésta ciudad, dioses del vudú. Tú y yo, Evy.

—Tú y yo, Julien—besó mis labios con ternura y cerró sus ojos agotada. Tras un ligero suspiro quedó dormida.

Si concebía una hija, o un hijo, sería el líder de la familia y vigilaría a los Taltos. En parte deseaba un chico, pues quería un varón para que contrajera futuras nupcias con el engendro de probeta que había logrado Rowan, esa niña de ojos despampanantes ojos violetas.



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Lestat de Lioncourt