Julien Mayfair está jugando bien sus cartas. Va ganando. ¿Seguirá haciéndolo? Yo voy a plantarle cara... ¡Esto no puede ser!
Lestat de Lioncourt
Hay amores intensos, amores que te
derrumban lentamente, amores fugaces, amores de toda una vida y
amores eternos. El amor puede cambiar todo lo que se ha vivido,
restaurar el daño que se ha sufrido o simplemente ser la excusa para
vivir. No se conoce hombre que no haya sentido amor. Desgraciadamente
yo sólo conocía el amor y honor familiar, así como el amor a la
ambición y los apasionados libros que custodiaban las firmes paredes
de mi hogar. Nací en una familia cuyos orígenes eran retorcidos,
igual que las viejas encinas, y yo crecí del mismo modo. Aprecié el
poder y la ambición como única fuente de alimentación, aunque
realmente quise a mi familia. Mi abuela, madre y hermana formaron mi
carácter. La ambición, la locura y la inocencia se mezclaban
turbiamente con mi astucia a la hora de elegir ciertos momentos,
libros o frases al azar para Lasher, el espíritu que gobernaba a
todos.
Amé de forma egoísta a mi esposa. Era
un amor egoísta porque la deseaba, la necesitaba y la quería a mi
modo, pero jamás la amé de forma romántica. La quería, pero no la
idolatraba como una mujer. Tal vez, era demasiado joven o quizás
había probado demasiadas camas, todas de una noche, en los lugares
más turbios de la ciudad. Bebía, fumaba y me dejaba llevar entre
las piernas de hombres y mujeres. En la mayoría de los casos ni
siquiera era consciente, pues era él, Lasher, quien me dominaba.
Mis hijos, dentro y fuera de mi
matrimonio, fueron mi orgullo y mi necesidad de protegerlos fue
aumentando con el paso de los años. Cuanto más envejecía más
reacio era a permitir que ellos conocieran la verdad, el poder
oculto, la maldición y mis negocios turbios. Quise proteger mi
imagen ante ellos, dejando tan sólo una sombra borrosa de todo lo
que fui. Sin embargo, ella apareció como una nueva corriente de aire
que insufló un poco de vida.
Evelyn era de mi sangre, la hija de mi
hijo Cortland y de los Mayfairs situados en la calle Amelia. He hecho
cosas terribles en mi vida, pero matar a mi primo no fue la peor. Sin
embargo, tras ese homicidio, que quedó en accidente, las rencillas
empezaron y quedamos divididos. Yo sólo era un muchacho delgado, de
ojos casi inocentes y sonrisa tímida. Pero, cuando entré en aquella
casa, no era ya ese niño sino un anciano. Estaba a punto de morir,
la vida se me escapaba, y ella me dio esperanzas.
Siempre pensé que era muy similar a
Stella. Tenía el cabello negro y espeso, unas cejas finas bien
definidas, y sus ojos eran muy profundos. Parecía una muñeca, pero
estaba sucia y mal alimentada. Tomé a la niña de allí,
llevándomela para darle libertad y luego supe que era una jovencita
de trece años. Me sentí tentado desde el primer momento. Su voz era
dulce y recitaba unos siniestros poemas. Uno de ellos, el más
terrible de todos, se convirtió en nuestro mutuo legado. Y, entre
victrolas y poemas, desnudé su cuerpo y la hice mía sintiendo la
vida emanar con calidez de entre sus muslos.
Mi muerte fue la caída de la familia.
El poder fue disgregándose. La vida continuó, pero no la grandeza
que una vez tuvimos. La fortaleza fue debilitándose y por eso no
supieron dominar a Lasher. Cuando he regresado, de entre los muertos,
he jurado volver a restaurar el orden primigenio. Bajo mi mando los
Taltos se alzarían de forma distinta, el Pueblo Oculto caminaría a
la vista de todos, los negocios de la familia se fortalecerían y
crearía otros nuevos. Tenía una visión de los negocios más amplia
que la de cualquier otro. Siempre me agradó experimentar y podía
hacerlo, la ciudad me lo permitía. Sin embargo, algo faltaba en mi
vida. El dinero puede llenar tus bolsillos, hacerte muy feliz, y a la
vez provocar que exista un punto indeterminado, ahí donde uno ni
siquiera lo cree posible, que te grita que falta algo. Ella faltaba.
No era Stella, que momentáneamente se negaba a regresar de entre los
muertos, sino Evy.
Evelyn Mayfair murió como una anciana
común. Falleció arrugada, con sus cabellos completamente blancos y
sus manos temblorosas. Dejó atrás una vida dura, llena de arrugas y
golpes. Aprendió a vivir y soñar a la vez, pues había sueños
imposibles que la llenaban de alegría. Siguió siendo callada,
concentrada en sus pensamientos y olvidadiza cuando pretendía serlo.
Sus restos habían llegado al viejo sepulcro. Muchos la habían
llorado y despedido como se suele hacer a una gran dama, una santa,
una mujer digna de confianza y amor. Decidí que ella volvería a mi
lado, disfrutaría de su compañía como no pude hacerlo cuando era
tan sólo una niña.
—Hazlo—dije tras invocarlo—.
Tráela a sus tiernos años.
—¿Los mismos en los cuales la
conociste?—murmuró con una sonrisa lasciva.
—Quizás la edad de Mona, la eterna
edad de Mona, estaría bien—comenté moviendo la mano derecha con
desdén. En la izquierda tenía una vieja fotografía de Evy. Tan
hermosa, con ese vestido blanco y ese lazo en su cabello. Era
realmente una belleza. Me partía el corazón saber que seguía en
aquel oscuro sepulcro, quizás esperándome—. Aunque no importa si
es algo mayor o menor de los dieciocho años. Simplemente sé que la
quiero. Necesito besar sus mejillas, acariciar sus manos y jurarle
respeto.
—La tendrás en unas noches. Disfruta
de tu condena. Acabas de aumentar el trato, Julien— no era
advertencia, era algo real. Había hecho un trato y lo cumpliría.
La primera noche fue terrible. Una
lluvia huracanada agitaba las plataneras, encinas y robles del
jardín. El dondiego parecía venirse abajo junto a la cancela. El
viento silbaba. Volvía a tener un dormitorio propio en aquella casa,
aunque me odiaban y detestaban que allí descansara. Michael y Rowan
me aborrecían, pero no comprendían que hacía todo por amor. La
segunda fue tranquila, aunque desierta. Podía imaginar a Evelyn
moviéndose por la habitación, con aquella tímida sonrisa, mientras
recitaba. Fue en la tercera, igual que Jesucristo resucitado, cuando
noté que alguien descansaba a mi lado.
Era ella.
Tenía a mi hermosa Evelyn recostada a
mi lado, con unos pechos llenos de pezones cafés y unos labios
seductores que pedían ser besados. Estaba desnuda y la habitación
en penumbra gracias a una lámpara de escasa iluminación. Estaba
allí, como si fuese la ofrenda a un demonio, esperando que la tomara
entre mis brazos y la deseara. Mi corazón latió acelerado y mis
manos palparon su desnudez. Parecía una recién nacida, como si el
mundo la hubiese expulsado del líquido amniótico.
—Julien—pronunció mi nombre antes
de besarme.
Su cuerpo ya no era el de una niña,
sino el de una mujer joven. Aún así, la diferencia seguía siendo
un abismo. Mi apariencia era la de un hombre que había entrado en
los cuarenta, pues era la apariencia física que más me agradaba y
mi época de esplendor, y la suya era la de una mujer que se abría
paso al mundo igual que una rosa recién abierta.
Me perdí en sus labios mientras
alargaba el brazo hacia el interruptor. La luz se hizo y pude
contemplarla con su piel de leche fresca, sus pezones cafés, su pelo
negro revuelto sobre la almohada y sus ojos de un intenso azul que me
electrocutaron. Ella estiró sus manos hacia mis cabellos, con más
mechones blancos que negros, y sonrió traviesa. Me reconocía del
mismo modo que yo la reconocía a ella. Sus dedos no tardaron en
actuar desabotonando mi pijama, retirándolo con caricias y besos
típicos de una sirena, mientras me hechizaba con su voz recitando
nuevos poemas.
Sentí fiebre, como si delirara. Mis
piernas temblaron al notar el roce de sus muslos contra mis caderas.
Sus pechos eran perfectos para sostenerlos entre mis manos, aunque no
podía abarcarlos por completo. Los labios, esos con los cuales me
había besado, se abrían provocativos. Quería que la hiciese suya.
Una vez más sería mía, para siempre mía. El mar de sábanas
blancas parecían espuma marina y ella, como bien la había comparado
metafóricamente antes, parecía una sirena.
Mis manos palparon sus senos y
finalmente mi boca acorralaron sus pezones, rodeándolos con mis
labios y dejando que mi lengua jugara, humedeciera y acariciara
eróticamente cada uno. Su diestra fue a buscar el bulto que yacía
oculto bajo mi ropa interior, pero la zurda quedó en mi nuca
guiándome por su torso. Su rostro, que siempre era un fragmento de
inocencia cargado de emotividad, se coloreaba con un rubor muy
atractivo. Sus labios parecían frutas rojas, sus ojos gemas azules y
su nariz se arrugaba ligeramente.
Sabía que podía dejarla de nuevo
embarazada. Aquello era aún más tentador. Ambos podíamos ser
padres de una nueva bruja. Una bruja que podía ser parte del legado
y llevar los negocios, aunque nuestra hija fue un desastre que murió
joven dejando dos hijas de personalidad dispar. Ella no era díscola,
pero yo sí. Su inocencia jugaba con el demonio que surgía de mis
grandes apetitos carnales. Me atraían terriblemente los hombres,
sobre todo los jóvenes y tiernos, pero ella era mi gran pasión y
locura.
Me dejé sumergir por su aroma, ya que
llevaba un fresco perfume de jazmín y violetas, dejando que mis
dedos se hundieran ligeramente en sus firmes carnes. Sus muslos se
abrieron dándome acceso a un lugar que siempre me perteneció, un
pequeño territorio de placer que desbordaba calor. Parecía un
volcán, aunque quien estallaba era yo.
Lamí sus ingles y permití que mi
respiración dejara caricias en su vientre, mi lengua se hundió
entre sus labios vaginales y saboreó su clítoris arrancándole un
gemido bajo, aunque largo y tentador. Sus manos fueron al cabezal de
hierro, el cual agarró con firmeza, mientras sus piernas se abrían
un poco más dándome acceso. Cada lamida era rozar el cielo. Mis
dedos, algo ásperos y largos, se hundieron en ella masturbándola.
El poema que recitaba cambió, su cabeza negaba y asentía, bajó sus
párpados y dejó caer una plegaria: hazlo.
Giré su cuerpo, dejándola de lado
hacia el costado derecho, y elevé su pierna izquierda. Con cuidado,
aunque alivio, saqué mi miembro de entre la tela de la ropa
interior, ya que estaba empezando a sentir dolor. Cuando intenté
entrar noté que aún no estaba preparada, era su primera vez. Iba a
romper el lazo de virginidad de su sexo. Pero entonces, como si
tomara ella el control, me miró incitándome.
La penetré con fuerza llevando un
ritmo rápido. Ella se aferraba al cabezal que golpeaba drásticamente
la pared. Su ceño se fruncía y su nariz se arrugaba, pero su boca
se abría buscando aire. Quería liberar sus alaridos de placer. Ella
se retorcía junto a mí. Todo mi cuerpo vibraba. No podía siquiera
imaginar que un día saldría del sepulcro y podría retomar mi
último gran amor. Último y único. Jamás amé a nadie como a ella.
Nunca amé a nadie como a Evelyn.
—Evy, Evy, mi tierna Evy... —jadeaba
y gemía.
—Julien...
Era mi nieta, mi amante, mi compañera,
la madre de una de mis más desafortunadas hijas, la mujer del poema,
la niña que encerraron para que no viera la luz del día y sin duda
una poderosa bruja que me cautivaba en cada segundo. No obstante, no
aumenté el ritmo sino que paré quedando dentro. Ella gimió
echándose hacia atrás, prácticamente retorciéndose, mientras mis
dedos apartaban algunos mechones de su rostro y pellizcaba sus
pezones.
—Retuércelos, muérdelos, lámenos y
haz con ellos lo que quieras. Me rindo ante ti, ante tu poder y
belleza. No he conocido a otro hombre que pueda igualarte. Tú eres
el hombre de mi vida, sabes de orgullo, honor y arte. El arte del
sexo—dijo haciendo que desviara la vista de las gotas de sangre de
la cama. Había desvirgado de nuevo su cuerpo, rompiéndolo para
siempre.
Di la vuelta a su cuerpo, otra vez, y
la dejé de espaldas a mí para movernos rápidamente. Sus manos se
aferraron a ambos garrotes y su rostro se pegó a la almohada. No
podía dejar de gemir. Mis penetraciones eran exactas y me movía de
una forma que a ella, a mi Evy, le gustaba. Cuando paré por tercera
vez la bajé al suelo y le ofrecí mi miembro húmedo por nuestros
fluidos. Ella no tuvo reparo en aceptarlo en su boca, abarcándolo
lentamente cada milímetro, mientras parecía sonreírme con la
mirada. No dudé en tomarla por detrás de la cabeza, hundiendo mis
dedos entre sus mechones negros, para mover mis caderas con fuerza y
ritmo constante. Sus pechos no quedaron desatendidos, pues ella misma
los acariciaba y torturaba con pequeños pellizcos.
—Te he deseado y amado siempre,
siempre—le confié en un jadeo.
Me sentía generoso y quise compartir
mi gran verdad. El motivo por el cual yo amaba a Mona por encima de
todos mis descendientes. Ella era igual que su abuela, la mujer que
tenía arrodillada frente a mí, usando sus seis dedos, de cada mano,
para acariciar sus pechos.
Cuando liberé mi miembro de sus
carnosos labios, los cuales habían secuestrado toda su longitud, la
arrojé a la cama y azoté un par de veces sus glúteos, redondos y
duros, antes de penetrarla otra vez, pero ésta vez fue aún más
rudo y decadente. Miles de palabras sucias rugieron evocando su
menudo cuerpo mientras echaba la cabeza hacia atrás, con los ojos
cerrados, y la boca libre para amar, castigar y seducir.
Atraje bien su cuerpo, tirando de sus
caderas, para luego incorporarla del colchón. Sus rodillas estaban
clavadas en la orilla del cabezal, sus dedos perdían parcialmente
la circulación al agarrarse con firmeza a los hierros del cabezal, y
sus pezones se endurecían más con el frío del metal. La penetraba
contra el cabeza, en aquella elegante y gigantesca cama.
—Quiero ser la ramera que dirija
contigo la familia, por favor. Lo he visto en mis visiones ésta
noche, lo veo claro—dijo con la voz jadeosa. Pero, rápidamente, la
callé aplastando su garganta con la mano derecha, casi asfixiándola,
en un tentador juego de dominación.
—Gime—dije parando otra vez le
penetración. Sin embargo, ésta vez no me quedé quieto. Salía y
entraba embistiendo, para luego salir de nuevo y hacer lo mismo. Ella
chillaba mi nombre y movía ligeramente la cabeza—. Eres mi pequeña
puta consentida—murmuré entre gruñidos bajos y una pequeña
risilla.
—Te amo, Julien—balbuceó con los
ojos llenos de lágrimas.
En ese instante, aparté el pelo de su
espalda y lamí la cruz de ésta. Aquello le produjo un escalofrío,
pero aún tembló más cuando la tiré de nuevo al colchón,
mirándola cara a cara, para penetrarla con furia. El colchón se
desplazó de la cama y la cama también del rincón donde se
encontraba. El chirrido de las patas de hierro fue terrible, pero
casi quedó mudo con sus gritos de placer. Mi nombre en su boca, el
suyo en el mío, como si jamás hubiésemos estado alejados.
Al derramarme allí, en aquel hueco tan
cálido, húmedo y estrecho, sonreí complacido. Besé su boca y noté
que estaba perlada en sudor, aún más que yo, y que sus pómulos
marcados estaban coloreados. Parecía un ángel que acababa de
conocer el pecado capital.
—Mi consorte—dije entre
carcajadas—. Seremos los reyes de ésta ciudad, dioses del vudú.
Tú y yo, Evy.
—Tú y yo, Julien—besó mis labios
con ternura y cerró sus ojos agotada. Tras un ligero suspiro quedó
dormida.
Si concebía una hija, o un hijo, sería
el líder de la familia y vigilaría a los Taltos. En parte deseaba
un chico, pues quería un varón para que contrajera futuras nupcias
con el engendro de probeta que había logrado Rowan, esa niña de
ojos despampanantes ojos violetas.
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