Claudia siempre quería más, pero jamás supe ver que era lo que quería.
Lestat de Lioncourt
Me gustaría decir que siempre es
agradable recordar el tiempo en el cual vivíamos los tres juntos,
pero la verdad es que sería demasiado falso. No existía ningún
momento mágico ni lleno de belleza. Veía muerte a mi alrededor. Yo
era la muerte encarnada en una dulce huérfana que lloraba
lastimeramente en mitad de las heladas calles nocturnas. Me dedicaba
a mirar a los ojos a todas mis víctimas. Veía en ellos la vida que
ansiaba, el calor que extrañaba, las esperanzas que ya no tenía y
el motivo fundamental de mi odio se alimentaba del mismo modo que mi
sed. Me convertí en un monstruo despiadado con una sonrisa de ángel,
diminutas manos suaves y ojos similares a los de una muñeca.
Los primeros años quizás fueron
fascinantes. Me tomaba las lecciones de Lestat como un juego. Jugaba
a ser mala. Era divertido engañar. Sin duda, era fantástico ser
abrazada y adulada hasta el extremo. Pero aprendí a odiarlo. Odiaba
que me obligara a tomarlo de la mano y llamarle padre. Detestaba su
compañía cada vez más. Y Louis, mi pobre y lastimero Louis, se
dedicaba a cepillar mis cabellos como si fueran hebras de oro. Me
miraba fascinado y solía recitarme poesía para endulzar mis oídos.
Él me trató siempre como una madre amorosa, un padre precavido y un
amigo que me dejaba llorar en su hombro. Sí, me ofrecía su bondad
falsa, tan falsa como su cínica sonrisa cuando Lestat lo rodeaba.
Sabía que no soportaba aquello, que era una cadena pesada, pero el
conjunto le ofrecía una cierta felicidad.
Recuerdo una noche, de las primeras de
mi vida inmortal, cuando los vi discutir frente a mí. Era una
discusión distinta. No discutían sobre los negocios en los cuales
debían invertir, sino sobre el amor y la pasión. Louis no dejaba de
gritarle que se sentía ofendido cuando él coqueteaba con las
mujeres, lo cual me resultó llamativo. Sin embargo, me inquietó la
sonrisa de Lestat, que parecía divertido e incluso fascinado, por el
drama que estaba presenciando. De inmediato lo tomó del rostro, se
cortó la lengua y le ofreció un beso que jamás había visto. Un
beso tan apasionado que ni siquiera mi padre, mi verdadero padre
mortal, le había ofrecido a mi pobre madre.
Supe que yo quería ser amada. Que en
un futuro quería ser amada. Sin embargo, me quedé ocupando un
cuerpo pequeño para siempre. Un cuerpo que evitaba que un hombre me
besara de ese modo. Ni siquiera Lestat me veía como una mujer. Él
que siempre coqueteaba con cualquier hembra que se posara frente a
él. No importaba su condición, su belleza o inteligencia. Él
coqueteaba con ellas hasta el hartazgo y Louis lloraba en silencio,
guardando las formas, para no parecer un débil enamorado. Quería
ser amada. Deseaba que me amaran como a una mujer. Necesitaba
escuchar adulaciones y tentadoras propuestas, las cuales no llegaban.
Las únicas lisonjas eran de caballeros que veían en mí a una
muñeca. ¿Eso era? ¿Una muñeca? ¿Una muñeca eterna a la que
cepillar el cabello y recitar poesía? ¿Una muñeca con la cual
paseas de la mano para atraer a madres solteras y viudas ricas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario