Mojo es sin duda uno de mis grandes amores. Para mí es parte de mi corazón.
Lestat de Lioncourt
Sus enormes ojos observaban aquel
rostro compungido. Lo abrazaba en mitad de aquella iglesia, hundiendo
su nariz en el pelaje algo húmedo, mientras las velas flameaban. Las
vidrieras parecían solemnes y contaban historias que él desconocía.
Ni siquiera sabía que hacían allí. Él sólo había acompañado a
ese intrépido hombre que sólo aparecía en las noches, para jugar
con él como si fuera un niño y experimentar la inocencia que había
perdido hacía siglos.
Mojo era un buen perro. Se puede decir
que la bondad se había concentrado en su hocico húmedo. Movía
ligeramente la cola esperando la aprobación y cariño que tan
irresistible parecía. Los colmillos puntiagudos de Lestat, la dureza
de su cuerpo y la frialdad de su piel, no le asustaban. Jamás vio
extraño aquel pelo revuelto. Sólo observaba el amor que veía en
esos ojos claros, grisáceos casi violetas, que tan animados parecían
esa noche. Lo sintió en otro cuerpo, en otro lugar, pero ahora
estaba allí junto a él frente al altar.
—Estás aquí—dijo un hombre
delgado, de rostro hermoso aunque pálido, con una caída ligera de
párpados muy sensual. Pero para Mojo, aquel perro fiero cuando la
ocasión lo ameritaba, sólo veía al hombre que atacó a su dueño.
Sin embargo, no hizo nada. Se mantuvo alerta, como si esperara una
palabra de Lestat para atacar.
—Lo extraño no es que esté yo aquí,
sino que tú te dignes a buscarme—expresó con una ligera sonrisa.
El can no entendía nada. Era como una
pequeña escaramuza. Él había tenido cientos en las frías calles
donde fue encontrado por aquel hombre alto, extraño y amable. Las
mismas que hirieron de gravedad su salud. Esas que parecían lejanas.
—Tal vez vine a limpiar mis
pecados...—masculló.
—¿Cuál de todos? ¿El acusarme de
todo y nada? ¿O el dejarme a mi suerte? Creo que hoy toca el último
de todos ellos—dijo con sorna.
El silencio fue incómodo. Los pasos
suaves eran escuchados como truenos. El banco crujió como un
relámpago en mitad de la noche. Y entonces, de la nada, ambos se
miraron a los ojos contemplándose como si se miraran a un espejo.
Mojo no entendía nada. Él no comprendía como Lestat aceptaba a ese
idiota a su lado. Sin embargo, se mantuvo al margen permitiendo que
su buen amigo le acariciara el pelaje y hundiera de nuevo su rostro
en él.
—La bondad, Louis, no se halla en el
corazón de los hombres. La auténtica bondad se halla en el noble
corazón de este perro—musitó—. Ojalá todos hubiésemos nacido
perros.
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