—Mírate, ahí con tus ojos
bondadosos, ofreciéndome tu corazón sin importarte nada. Yo he
traicionado todo lo que significa ser un vampiro. He rechazado lo que
soy pagando un alto precio. Soñé con probar las mieles de la
mortalidad, pero supe que era agrio como la hiel y salado como el
mar. Las lágrimas bañan mi rostro, pero tú te empeñas en lamer mi
rostro. Mírate, ahí con tu hocico similar al de un lobo queriendo
al Matalobos—susurraba mirándolo a los ojos mientras acariciaba su
testa. Mis dedos se movían rápidos hasta detrás de sus orejas. Sus
orejas eran grandes, mucho mayores y superiores a las de cualquier
otro. Me escuchaba, aunque dudo que me comprendiera—. Eres lo único
que tengo.
Aquella noche me dormí llorando
aferrado a mi perro. Mojo se convirtió en mi perro. Un vagamundo
como yo, desahuciado de todo lo bueno de la vida y arrojado a su
suerte. Éramos dos huérfanos que decidieron caminar juntos. Dos
seres que fundieron sus almas rebeldes esperando cuidar uno del otro.
Cuando era niño siempre tuve un perro
a mi lado. Amaba la sensación cálida de sus cuerpos junto al mío.
Mis manos se entrelazaban en sus gigantescos cuerpos, sentía sus
patas pegadas a mi pecho y sonreía pensando que ellos me defenderían
de cualquier mal. En esos momentos me sentí un niño, en Auvernia,
esperando que me librara de los golpes diarios de mis hermanos.
Vivía como un hombre. Tenía las
necesidades y los miedos existenciales que todos poseen. Un hombre
mortal. Mis ojos ya no eran claros, sino pardos. Mi piel tostada,
debido al sol del Gobi, se la había llevado otro. Los rasgos eran
distintos. Mis facciones, en ese momento, eran más masculinas y
duras. Tenía manos grandes, con anillos que no podía quitarme, que
se aferraban a Mojo incapaz de dejarlo escapar.
Sufría como hombre mortal, porque así
lo deseé.
Sin embargo, cuando los días pasaron y
logré recuperar mi cuerpo, logré sufrir como vampiro con las mieles
del éxito junto a Mojo. Oculté mi rostro en su cuello, él me
colocó sus patas delanteras en mi hombros y me reconoció. Él me
reconoció. Él sabía que era su amigo. Nunca me gustó sentirme su
dueño, pues me parece una palabra deshonesta y fea para dos seres
que se unen para formar un vínculo más allá de la sangre, las
almas y las palabras.
—Te amo—dije, con sinceridad,
cuando nos reencontramos—. Te amo como a un hermano, porque tú eso
eres para mí. Ojalá todos fuésemos perros. Ojalá todos naciéramos
tan bondadosos como tú.
Lestat de Lioncourt
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