Memnoch hizo mucho daño en mi alma, pero ahora lo superé. No hay nada que temer. David retrata lo ocurrido en este texto.
Lestat de Lioncourt
Tirado en aquella capilla, inmóvil,
parecía un muñeco de cera. Prácticamente había convertido aquel
lugar en el punto de reunión de cientos de nosotros. Los más
jóvenes empezaban a infectar la ciudad y Armand, con su frialdad
habitual, decidió deshacerse de la gran mayoría. Marius observaba
fijamente el cuerpo de quien fue su pupilo por escasas horas,
mientras que Gabrielle acariciaba su larga melena dorada con el
cuidado de una madre. Fue la primera vez que vi a tantos reunidos.
Todos los que una vez escuché por boca de otros. Aquellos que no
creí conocer. Tantos años rellenando informes, acumulando archivos,
y viendo sus recuerdos, prácticamente reliquias, acumulándose en el
sótano de la orden me daban cierto poder. Sí, poder. Podía decirse
que era poderoso. Sabía quienes eran y aquellos que faltaban.
Guardé silencio sentado en una de las
bancas, con la cabeza gacha y los hombros encogidos. No podía darle
explicación a su relato. Pero, estaba seguro que no era fantasía.
Algo le había atacado, seducido y provocado esas heridas. Allí,
recostado, parecía un ángel o un santo. Muchos rezaban a un Dios en
el que dejaron de creer. Otros, sin embargo, miraban incrédulos el
milagro que él había logrado. Otra proeza más, quizás, de un
guerrero que parecía aguardar el momento oportuno para incorporarse.
Quería estrecharlo entre mis brazos, besar tiernamente sus mejillas
y rogarle que se levantara como Lázaro... pero evité cualquier
contacto.
Louis sollozaba. Creo que era el único
que era capaz de expresar su rabia. Sabía bien que él siempre le
había advertido. Advertencias que nunca fueron escuchadas, como si
fuera sólo el agua de lluvia azotando un cristal, y que en ese
momento cobraban sentido. Como si el mal estuviese aguardando un
desliz del mejor de los villanos de toda New Orleans.
—Dime que se levantará—escuché la
voz de Armand, rompiendo brevemente el silencio. Como si ese ruego
pudiese quebrar al mundo entero. Tal vez lo logró. Muchos nos
miraron unos instantes, pero regresaron al foco de atención: Lestat.
—No puedo darte falsas
esperanzas—dije, mirándolo de reojo.
Parecía un ángel con aquella levita
azul, camisa de algodón blanca y perfectos pantalones de jovencito
decente. Sus cabellos rozaban las solapas y sus ojos castaños
parecían piadosos. Sin embargo, había aprendido que las apariencias
engañan. Pero esa fe, esa necesidad de creer en algo, le daban un
punto dramático. Realmente amaba a Lestat más de lo que Lestat
había sospechado jamás. Sus delicadas manos apretaban ligeramente
el respaldo de mi banca y sus labios temblaban. Quería su sangre,
pues deseaba ser testigo de aquel milagro. De momento se lo impedía
Gabrielle, que como una leona, apartaba a todos de lo único que le
importaba en este mundo. Si bien, lo intentaría horas más tarde.
—¡Levántate, inútil!—gritó
Louis—. ¡No tienes permiso para hacernos esto! ¡Siempre te sales
con la tuya! ¡No permitas que otro gane por ti! ¡Maldito
bastardo!—se quejó amargamente a punto de patearlo, pues perdía
el control de sus sentimientos.
Pero el silencio volvió a realizarse.
Todos se sumieron en una canción sin melodía ni letra. Los ojos de
todos cayeron ante la imagen de aquella escultura, la cual estaba
hecha de carne y sangre inmortal, que parecía cincelada en el propio
suelo de la capilla.
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