—Todo lo que dijiste eran mentiras
tan vacías como tus propias creencias en Dios. La muerte nos
asechaba en cada esquina, el hambre nos hacía flaquear, pero la
felicidad parecía pura en cada respiración. Podía jurar que
disfruté cada beso furtivo, cada húmeda caricia llena de melancolía
y tus dolorosas indecencias. Hiciste que cerrara los ojos, bajara los
brazos y sintiera la luz de un nuevo sol. Me convenciste. Provocaste
que caminara a tu lado creyendo todo lo que tú dictabas, pero en
realidad sólo me empujabas al precipicio. ¿Qué esperabas?
¿Gratitud?—su cuerpo estilizado parecía estar recortado por los
aromas del pasado, viejos recuerdos necesarios para mantenerse con
vida y las ruinas de un prodigioso futuro que jamás llegó.
—Has regresado...
—Nunca me fui—dijo encogiendo los
hombros—. ¿Alguna vez lo hiciste tú? ¡Oh! ¡Sí! Ya recuerdo...
—sus ojos oscuros, como la madera de roble, parecían gemas
insolentes.
—¡Yo no te abandoné! ¡Nunca me
fui! Tú decidiste quedarte—respondí, apretando los puños
colérico.
Una silenciosa sonrisa se formuló en
aquellos carnosos labios. Su boca era veneno, pero parecía tan
placentera como tiempo atrás. Llevaba una camisa de chorreras negra,
con un delicado encaje de magnolias en sus mangas, y unos pantalones
de cuero negros, ajustados, que le daban un aspecto aún más
estilizado. Las botas eran de corte antiguo, muy clásicas, pero
cómodas. Parecía la viva imagen del hombre que fue.
—Ahora soy un demonio,
Lestat—susurró algo que ya sabía bien. Recordaba aquel truco sucio y rastrero de Memnoch con él. Deseaba creer que todo era un sueño fruto de la locura colectiva, pero no era así. Había ocurrido, no hacía demasiado, y aún debía asumir las consecuencias de ese fatal pacto—. ¿Vas a mentir al diablo?
Tuve miedo. Igual que la primera vez en
la cual escuché el rumor, para luego confirmarlo, sobre el regreso
de Nicolas. Él había vuelto a la vida, desde más allá de otros
mundos. Deseaba cobrar los malos gestos, mentiras y olvidos.
—¿Qué me harás? ¿Juzgarme? Ya lo
hiciste—reclamé conteniendo mi rabia—. Siempre lo haces.
—Debí ser más estricto—murmuró.
De improvisto dio un par de zancadas,
me tomó del rostro y me ofreció su boca, como quien ofrece un
tesoro. Me besó. Un beso lento y cálido, aunque no febril, para
luego apartarse mientras reía. Sabía que él me estaba condenando.
Empezaría pronto la guerra y yo, por estúpido, sería el inicio de
todo. Cerré los ojos, como un maldito adolescente, mientras él me encadenaba a su delirio. Al abrirlos él había desaparecido. Estaba solo en la penumbra de un viejo edificio en París.
Lestat de Lioncourt
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