Las carrozas transitaban por las calles
más turísticas. First Street, con sus mansiones coloniales,
parecían saludar al confeti, los collares y la música que hacían
estruendo por cualquier rincón. El Barrio Francés no era una
excepción. Muchos jóvenes disfrutaban de los últimos estragos de
aquella delirante noche que se estaba viviendo. Día y noche
convertido en un estallido de vida. Se celebraba el Carnaval sin
límites a la diversión más pícara y sensual. Algunos grupos de
baile danzaban entre los visitantes y vecinos. Todos aplaudían y se
arrojaban collares que rápidamente recogían. Pronto habría un gran
botín en cada cuello, como si aquello fuese a darles la vida eterna.
En una esquina, poco iluminada y
solitaria, me apoyaba con los brazos sobre el torso. En la librería
cercana se anunciaba mi reciente regreso. Algunas mujeres observaban
la vitrina dudosas por adquirir, o no, uno de mis ejemplares. Louis
mantenía la calma, y su agradable elegancia, a pocos pasos. Parecía
impaciente por iniciar una conversación que nos llevaría a una
discusión inevitable. Habíamos viajado desde Francia esa misma
noche. Él odiaba mi don para viajar por los cielos. Era, sin duda,
algo que aún le aterraba.
—Si vas a decir algo dilo ahora o
calla para siempre—bromeé, con la solemnidad de un sacerdote.
—¿Por qué hemos regresado? ¿Por
qué aquí? Lestat...—se aproximó, tomó mi brazo derecho y lo
pegó a su pecho esperando que diese una buena explicación.
—Martes de Grasa, Martes de
Carnaval... gritos, baile, vudú, collares al aire, aromas, sangre y
deseos imposibles convertidos en disfraz, máscara y
carrusel—murmuré, sin apartar mis ojos de la librería aledaña.
—Viniste porque quieres ver las
ventas de tu libro, tu magnífica obra, en las librerías de la
ciudad que...
—Que nos bendijo y maldijo a la vez.
Fue cielo e infierno. Carretera a los recuerdos, autopista al dolor y
sendero del diablo... —me giré hacia él, lo tomé del rostro y
fijé mis ojos casi violáceos en él. Esa expresión terrible, tan
falsa como una máscara, me conmovía. Temía a Claudia. Realmente
temía a nuestra damita... a su fantasma.
—Cálmate—moví ligeramente mi
mano, me acomodé mejor contra el muro y noté entonces su oportuno
abrazo.
Podría gritar que me detestaba, odiaba
y rechazaba. Sin embargo, nosotros vivíamos “para siempre” y ese
“para siempre” provocaba la necesidad de estar juntos, cuerpo
contra cuerpo, aceptando el tiempo que corre en contra de cada
mortal. Habíamos regresado a New Orleans. Era Martes de Carnaval.
Toda la ciudad parecía estallar en la alegre festividad. Todo el
mundo estaba en la calle para darle la despedida al pecado y empezar
el sobrecogimiento de la cuaresma.
—Príncipe Lestat... qué
irónico...—chistó riendo bajo, mientras ocultaba su rostro en mi
cuello contra la amplia solapa de mi gabán de cuero negro—. Sólo
eres un rebelde con una causa aparente.
—Oui, pero soy el rebelde favorito de
miles...
Lestat de Lioncourt
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