La belleza de Claudia era un enigma. No sé porque era tan hermosa. ¿Tal vez por su inocencia fingida? ¿Sus rizos? ¿Los caprichos? La amé por su belleza y porque era mi hija. ¿Qué más daba que fuese un monstruo? ¿No lo era yo?
Lestat de Lioncourt
Pasaba ante mí. Sus elegantes andares
me llamaron la atención. La había visto durante varias noches.
Tenía los labios carnosos, unos hermosos dientes pese a la higiene
que solían poseer los barrios más bajos, y un cabello negro,
ondulado y largo. Su piel era caramelo líquido. El sol no había
tostado su piel, aunque lo parecía. No recuerdo su origen, pues
jamás me interesó demasiado. Respeté ese detalle, como si ese
misterio me hiciese crear un vínculo fascinante entre ella y yo.
Me quedé observándola hasta que se
perdió en el portal, pude escuchar sus pies descalzándose de esos
harapientos zapatos, y como los botones se desabrochaban. Pronto
quedaría desnuda, con las ventanas abiertas en plena bochornosa
primavera, sin importarle que cualquier hombre la viera desnuda.
Estaba cansada de desnudarse frente a todos, abrir sus piernas y
recibir el placer de cualquiera que pudiese pagar sus servicios. Era
una puta. Una de esas mujeres que se paseaban apoyándose en las
esquinas, con el escote perfumado y una sonrisa tan falsa como las
pelucas que, todavía, podían lucir algunas mujeres para aparentar
mayor belleza.
Permanecí allí, como un gato curioso,
agazapada y con las manos colocadas sobre mi almidonada falda. Él me
encontró, sonrió canalla y se burló de mis fantasías. Una vez
más. Otra vez. Cualquier noche era un momento apetecible para jugar.
Él y su estupidez, siempre tomados de la mano como si fueran
siameses, me hicieron sentir pequeña, miserable y podrida.
Jamás tendría ese aspecto tan
hermoso. Nunca poseería la belleza que ella contenía. Esas carnes
cálidas, el pliegue de sus tiernos senos, esos pezones cafés y el
escaso vello púbico ensalzando su feminidad. El agua caía cálida
sobre su vientre plano, se hundía en su ombligo, y se deslizaba
entre sus muslos.
He visto muchas mujeres hermosas. No
era la única. Decidí llevármela conmigo. Lo hice poco después, a
escondidas, para hacerme a la idea, en mis locas fantasías, que mi
vida era la suya y la suya sería mía. Por unos instantes sus
recuerdos eran los míos, vivía esos placeres carnales tan
pecaminosos y sonreía a los extraños con una voz mucho más
sugestiva.
¿Cuántas putas maté? Ni lo recuerdo.
También esas empolvadas señoras, con recogidos imposibles, y
hermosas vestimentas fueron juguetes. Ellas eran mis muñecas. Se
convirtieron en mi aliento, mi necesidad, mi deseo y el vino más
cálido que podía beber una niña. Ni mis rizos, ni mis ojos claros
y ni mucho menos mis mejillas sonrojadas podían decirte que yo era
la bestia, la alimaña, que se agazapaba esperando conseguir que su
víctima la contemplara con la inocencia de un ángel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario