Daniel y Armand son una de las parejas más conocidas de vampiros, aunque su verdadera relación fue cuando Daniel era sólo humano.
Recuerdo su mirada, la de Daniel, llena de fascinación la noche en la que Akasha despertó, pero también recuerdo al hombre que ha quedado atrapado para siempre en los treinta y pocos años, con una pasión sobrehumana que sabe contener y con una historia que aún no ha narrado.
Armand... siempre he dicho que lo odio, pero es falso. Esto me hace sentirme más próximo a él.
Lestat de Lioncourt
Había estado lloviendo durante días.
Creí que jamás pararía. Las estrellas habían quedado ocultas por
un mar gris de nubes cargadas, relámpagos y el sonido de una
tormenta que no cesaba. La lluvia jamás me ha gustado. Es demasiado
melancólica. Sin embargo, quizás me acompañaba. Tal vez quería
estar junto a mis lágrimas. Era posible que el mundo se compadecía
por un amor imposible. Quizás. Desconozco si sólo son mis estúpidas
impresiones. He vivido demasiados siglos solo, he aprendido que las
compañías son agradables tan sólo durante un pequeño brindis,
pero en esos momentos me encontraba con una necesidad malsana de su
compañía.
Hay personas que son como las peores
adicciones que uno puede adquirir. Son cigarrillos que te contagian
de su nicotina y si no la tienes, si no consigues tu dosis, te
vuelves un adicto buscando poder saborear esos silencios, miradas
indecentes y palabras duras, o tiernas, que surgen sin más, sin
meditarlas. Él se convirtió en una adicción. Era mi mayor
obsesión.
Me hallaba en San Francisco. Había
regresado a la ciudad buscando a Daniel. Él estaba cada vez más
desconcertado. Me odiaba. Decidió buscarme en la Isla Nocturna tan
sólo para agredirme. Recuerdo como me increpaba hasta perder la voz.
Mi paciencia posee ciertos límites, pero con él soy aún más
flexible. Tan sólo es un humano, frágil e incapaz de contener su
rabia, y yo me comporto con él como un amante abnegado que se
doblega sin más a sus deseos. Le he dado todo, salvo su mayor deseo.
Codicia la inmortalidad. Yo sólo codicio un poco de tiempo, por
escaso que sea, para no tener que obsequiarle algo que nos dividirá.
Él ganará poder y vida eterna, pero yo perderé al primer amor que
he tenido en siglos.
Escuché las llaves. Sus pasos
furibundos en la entrada. El tintineo del llavero, de aquella
habitación de hotel, era incesante. Pude notar la fragancia de su
sangre mezclada con un whisky barato. No estaba ebrio, pero sí había
estado bebiendo y fumando. El olor de aquellos cigarrillos, marca
Malboro, se pegaban a su piel, así como su sudor, dándole el aroma
característico.
Estaba en la habitación, con el
teléfono descolgado y los ojos vidriosos observando la ventana. A
mis espaldas estaba la cama, con su maleta sobre ella. Había llegado
aquella misma tarde, procedente de cualquier parte, y ni siquiera
había abierto la maleta para cambiarse. Había un periódico en la
mesilla de noche, doblado sin mucho cuidado, y en el escritorio
estaban algunas cintas que solía reproducir para revivir el momento
en el cual Louis explicaba su vida. Quise salir corriendo. No me
pertenecía estar allí.
La luz se encendió. La penumbra que me
había acogido se evadió, quedando tan sólo ligeras sombras. Me
giré lentamente y le miré a los ojos. Él parecía impasible. Miré
el teléfono y una dulce voz, tan dulce como puede ser la voz de un
hombre adulto, habló por el otro lado.
—Estoy cerca de la avenida que usted
me indicó. ¿Dónde desea que le recoja?—explicó.
Mis lágrimas surgieron solas. Daniel
no dijo nada. Él tan sólo se apoyó en la puerta, mirándome con
cierto reproche, mientras pensaba en una respuesta que sonase fría.
No quería que notase en mi tono de voz cierta debilidad.
—Hotel White—dije, llevando el
auricular a mi cabeza, para luego colgar de inmediato—. Me marcho.
Fue un error. No debí venir.
—Has venido hasta aquí, desde donde
quiera que estuvieses, tan sólo para marcharte—dijo pasando su
mano derecha sobre sus cabellos rubios.
—Así es. Creí que debía decírtelo,
pero prefiero guardar mis secretos y dejarte seguir con tu
vida—sonreí. Hice una ligera mueca de “felicidad”.
—¿Adónde vas?—preguntó
bloqueando el paso.
—Donde tú no puedas encontrarme.
Quizás sea hora de buscar a Marius y pedirle explicaciones—me
encogí de hombros y toqué su brazo derecho, como un gesto de
despedida, para luego, en silencio, pedirle con una deliberada mirada
que me dejase paso.
De inmediato me agarró de los hombros.
Sus ojos grises, casi violáceos, me hicieron temblar. Tenía una
mirada cruel. Había una furia inhuman en él, la cual no podía
siquiera suavizarse con sus habituales gafas de pasta. No me atrevía
a imponerme. Temía matarlo. Si él moría parte de mí moriría. Sus
manos me apresaban como si fuesen garras. Apretaban con fuerza
dejando sus dedos marcados en mi dura musculatura. Mis ojos estaban
vidriosos, podía notarlo, pues estaba a punto de romper a llorar.
Quería irme.
—Déjame pasar...
No pude decir nada más. Me giró hacia
la derecha, me empujó hacia la pared y se pegó a mi espalda. Podía
notar su torso cubriendo mi delicada espalda. Mi estrecha cintura fue
agarrada por sus manos, su boca buscaba un hueco donde rozarse y yo,
como un miserable autómata, tan sólo solté un ligero jadeo. Mi
pecho estallaba. Quería gritar de rabia. Él me dominaba. Yo era el
vampiro, él el humano, y sin embargo perdía.
Noté como sus manos se movían sobre
mi cinturón. La americana de mi traje me impedían la libertad de
movimientos. Quería huir, pero a la vez imaginarlo sobre mí me
paralizaba. Rápidamente abrió mi cremallera, sacó el cinturón y
lo dobló. No tardó en usarlo para azotarme con él, golpeándome
las nalgas y el costado. Llegué incluso a sentirlo contra mi mejilla
con un roce obsceno. Sabía que me haría y voluntariamente accedí a
ello.
Mis pantalones cayeron al suelo, la
tela blanca quedó rápidamente pisoteada por sus deportivas sucias
de barro. La ropa interior no tardó en deslizarse por mis muslos,
bajando hasta mis rodillas y finalmente hasta mis tobillos. Pude
percibir entonces su ligera erección. Su aliento olía a tabaco y
whisky, nada nuevo. Ya había olfateado ese aroma nada más llegar.
Sin embargo, tenerlo cerca me recordó a la primera vez que nos
enfrascamos en una discusión. La adrenalina subió. Mis hormonas se
descontrolaron. Quise hacerlo mío en ese mismo instante, pero él me
estaba dominando como si aún fuese un muchachito, un niño iluso e
impotente.
Escuché como el cierre de su pantalón
vaquero, uno de esos jeans desgastados, se bajaba y después mi
conciencia prácticamente quedó desterrada. Fue todo muy rápido. Él
me agarró por la nuca, con la zurda, mientras con la diestra se
ayudaba a penetrarme. Con destreza se enterró dentro de mí,
haciéndose espacio en mí. Aquella estrechez fue deliciosa para él,
pues provoqué que jadeara. No había conversación. Sólo era sexo.
Con cierta crueldad soltó mi nuca, me
apartó el pelo hacia el lado izquierdo, mordió mi nuca y colocó su
mano, completamente abierta, sobre mi cabeza aplastándome contra la
pared. El papel pintado, el cual estaba algo amarillento por la
nicotina de los anteriores clientes, rozaba mi mejilla. Sus caderas
se movían con fuerza. Mis piernas se abrieron mientras temblaban. No
pude controlarme. Mis manos buscó su derecha, la cual estaba sobre
la zona de mis riñones.
—Daniel...—mi voz estaba rota. No
tenía autoridad alguna.
—Cállate, zorra—dijo soltando mi
cuello, para tirarme del pelo y tirarme contra la cama.
Mi cara dio contra la maleta,
hiriéndome momentáneamente con una de las esquinas, y ésta se cayó
al suelo sonando en seco. Mis ojos estaban cerrados, pero al abrirlos
vi su ropa desperdigada y varios cientos de dólares en billetes
grandes. Él había cobrado por la historia, por ese maldito libro, y
pronto sería el libro de cabecera de cientos de millones.
Daniel hacía aquello con fuerza.
Parecía poseído por un deseo insano. Sus movimientos eran rítmicos,
pero tan rápidos como fuertes. No podía dejar de gemir. Mis manos
se aferraron al colchón, tirando de la colcha y revolviendo las
ropas de la cama. Sentí que las lágrimas al fin salían sin
importarme nada. El pequeño colgante con mi sangre, que le había
obsequiado, rozaba mi espalda sobre mis prendas. El sudor comenzaba a
perlar mi frente y manchar mi camisa celeste. Sin embargo, eso no
sería todo. Él terminó por arrancarme la escasa ropa que me
quedaba, me colocó más hacia el borde del colchón y siguió
penetrándome hasta que llegó al límite. Yo también lo hice. Aquel
elixir caliente, abundante y pegajoso me dejó sin aliento.
No tardó ni unos segundos en apartarse
y sentarse, buscar entre sus bolsillos la cajetilla de cigarrillos y
encender uno. Como pude repté por la cama y me acomodé de lado,
dándole la espalda, pues necesitaba llorar. Quería que las lágrimas
fuesen como la lluvia. Quería borrar con ellas todo lo que había
pasado. No podía librarme de él, tampoco hacerle daño y él tenía
un carácter imposible de descifrar.
Entonces, el silencio fue doloroso.
Pero mi llanto terminó rompiéndolo, logrando que él se percatara.
En un arrebato atípico de ternura, pues Daniel jamás se mostró
dulce o entregado, dejó el cigarrillo en el cenicero, se giró y se
tumbó junto a mí. Rápidamente me rodeó con sus brazos, besó la
cruz de mi espalda y guardó para sí mismo un “te amo” que jamás
lograba brotar de su boca. Me amaba, pero era incapaz de aceptarlo.
Igual que yo era incapaz de aceptar que dentro del dolor, por
terrible que sea, puede haber esperanza y él, pese a todo, siempre
sería esa esperanza, ese rayo de luz, que no se apagaría aunque
terminara alejándose de mí.
1 comentario:
Oh!! dios, chicos!!!
Principe Lestat, amo, definitivamente amo todas y cada una de las entradas en su blog, esta... hay! que puedo decir, es Armand... es un amor, toda su historia llena de dolor y desastre, sin embargo, tambien llena de amor, no importa cuantas veces lea sus fics, siempre termino mas sorprendida que antes~
nunca dejen de escribir porfavor
~una insignificante admiradora~
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