Yo era un padre modélico en realidad, pero a él le gusta hacer dramas.
Lestat de Lioncourt
—Nunca piensas en las
consecuencias—dije, sosteniendo a la pequeña entre mis brazos.
Tan sólo habían pasado algunos días.
Días en los cuales había visto lo peor de Lestat. Su faceta más
destructiva y burlesca. Se comportaba con un auténtico demonio.
Gozaba con el dolor que supuraba mi corazón, pero sabía que en el
fondo estaba agradecido. Ella era carne de cementerio, donde yacería
por el resto de los siglos en una tumba sin nombre.
—Cuéntame algo que no sepa—murmuró
con una sutil sonrisa. Descarado, destructivo y tan atractivo como
siempre. Movía sus dedos como si fueran patas de una araña, se
impulsaba sobre el piano y las notas eran escandalosas, pero la
melodía además de apasionada era hermosa. Desconocía cual era la
pieza, aunque internamente la disfrutaba.
—¿Crees que es justo? Me has atado a
ti—le reproché.
—La muerte la había elegido. Y yo
soy más poderoso que ella, Louis—dijo incorporándose, para
caminar hacia donde estábamos.
Pude notar en sus ojos cierto orgullo.
Desconocía con certeza si él la amaba, pero percibía que se
enternecía con sus largos rizos dorados, sus pobladas pestañas, sus
mejillas llenas y su boca diminuta con aquellos dos terribles
colmillos. Sus ojos, ocultos tras sus pequeños párpados,
encandilaban a cualquiera. Tenía una ternura que poco a poco estaba
siendo arrebatada, consumida y ultrajada por la sangre, el poder y la
muerte. Esa muerte que decía Lestat que la había condenado.
—Estaba tocada por la muerte, Louis.
Puedo asegurártelo—tomó asiento a mi lado. Sus manos se colocaron
en sus pequeñas piernas y comenzó a sacarle sus pequeños botines.
Ella dormía. El amanecer estaba a punto de llegar y mi cuerpo se
entumecía. Mis brazos no querían dejar de rodearla, se negaban a
permitir que ella se escapara, pero él me la arrebató—Igual que
tú—dijo besando mi frente.
Se incorporó con ella, llevándola
como si fuese un pequeño tesoro, y yo hice lo mismo. Arrastraba mis
pies, sentía mi cuerpo débil y el sueño me hacía sucumbir al
deseo de un descanso incierto. Me acomodé en el ataúd y la dejó
junto a mí. Ella parecía una muñeca y yo un demonio, un demonio
que la rodeaba como si fuese la solución a la condena que había
caído sobre sus hombros.
—Te amo, Louis—susurró antes de
echar la tapa sobre mí.
Quise llorar, pero no permití que mis
lágrimas mancharan de nuevo mi rostro y mis prendas. Me aferré a
Claudia y recé por mis pecados, como si aún Dios se interesara por
mí y mi hermano pudiese interceder por cada una de mis condenas.
Éramos monstruos. Una familia de
monstruos. Y aún así, en aquel ataúd junto a ella, me sentía
bendecido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario