Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

sábado, 28 de marzo de 2015

Celebración

No estoy celoso, pero yo también puedo hacer que Rowan pierda la cabeza... 
En fin, un relato de Michael y Rowan... unas memorias. 

Lestat de Lioncourt


Hacía rato que había oscurecido. Eran más de las diez de la noche. El reloj era incapaz de detenerse. Las manecillas estaban prácticamente matando el tiempo. La cena se enfriaba sobre el delicado mantel de lino, las velas estaban prácticamente consumidas, la tarta era un complemento dulce que no apetecía y el champán parecía todavía tener la esperanza de ser descorchado. Frente a esa cena estaba él, esperando como siempre. Otra vez. Una noche más las obligaciones habían podido a una cena. Su espera era innecesaria. No importaba cuál era el motivo, simplemente era el hecho de haber sucumbido de nuevo a una ilusión banal. Ella no había regresado a casa, pero ni siquiera había avisado. Rowan estaba más interesada en el Hospital Mayfair que en su matrimonio. Siempre fue así. Su mente siempre estuvo perturbada por el dolor y el pánico a ser una asesina, pero él sabía que no era cierto. Jamás la juzgó de ese modo.

Él había terminado sus obligaciones, y ella parecía estar siempre obsesionada con las suyas. A veces creía que era sólo una excusa. Decidió telefonear, pues tomó la decisión de ir a buscarla. Pidió que sacaran la limusina del garaje donde la guardaban y fuesen a por él. No quería conducir, pues ni siquiera deseaba mirarse al retrovisor.

Eran algo más de las once cuando llegó al hospital. Aguardó unos minutos, observando la imponente fachada, para luego ver a Oberon de pie, mordisqueando un donut de glaseado blanco con un cartón de leche en la otra mano. No hizo caso a sus ojos curiosos, tampoco a su bata y su indómita figura tan alta como siniestra.

Hacía dos décadas que había ocurrido la gran tragedia. Ese hijo, tan esperado, se convirtió en un monstruo que terminó sembrando el dolor. Realmente el paraíso, ese Edén que tardó en germinar, estaba siendo destrozado por la inconsciencia des un monstruo, un ser, que era similar en características a ese muchacho, ese que bebía inocente aquel cartón y parecía tan sólo un joven médico que miraba con curiosidad las acciones de quien era su “abuelo”.

Salió del vehículo, entró en el hospital ofreciendo un ligero ademán al Taltos y se internó por los pasillos buscando a su mujer. Se creía en su derecho. Hacía diez años que ella ya no tenía esas terribles pesadillas. Tardó en reponerse, pero al fin lo había logrado. Eran diez malditos años de noches tranquilas. Habían superado todo y conseguido volver a ser un matrimonio. ¿Por qué ella no lo veía igual? Diez años sin Lasher sonriendo burlón a los pies de su cama.

Giró hacia la derecha de un profundo pasillo, se colocó frente a la puerta barnizada de blanco. No llamó. Tomó el pomo y lo giró. Entró en el despacho, y se quedó allí de pie observando sus informes. Ni siquiera había prestado atención a la ligera corriente de aire que había entrado en la habitación.

Tenía el rictus serio y mostraba cierta preocupación. Usualmente siempre observaba de ese modo sus interminables semblantes. No se detenía demasiado en cada hoja, pues sólo firmaba las altas que ya había concedido, así como otros documentos para pruebas médicas que ella misma había pedido el día anterior. Ni siquiera se detuvo un instante. Continuaba pasando y firmando hojas y hojas de informes. A veces ser la directora del hospital Mayfair era demandante y estresante.

—Oberon, por favor, ve por los informes de Pediatría—mencionó confundiéndolo. Ni siquiera había reparado que aquel hombre, el de la puerta, era mucho más fornido y no tenía ese sutil aroma.

—Está cenando, almorzando o lo que quiera que sea ese grasiento donut y ese litro de leche—explicó cerrando la puerta tras él—. Cosa que nosotros deberíamos haber hecho hace más de una hora—no la miraba serio, pero sí preocupado. Estaba frente a la mujer que amaba, la misma que tenía ojeras y el cabello revuelto—. Enfermarás si sigues así.

—Michael, dile a Oberon que suba ahora mismo. Necesito esos informes con urgencia—respondió sin prestar mucha atención lo demás—. En diez minutos termino y nos vamos—continuó apresurada firmando y viendo, con el rabillo de sus enormes ojos grises, el reloj sobre su escritorio.

—Puedes continuar con eso mañana. O puedes permitir que Oberon tome tu lugar—respondió acercándose a ella—. Has logrado que estudie neurocirugía, pediatría y psiquiatría. Es tan brillante como tú, pero lo sigues usando de chico de los recados. Rowan... hoy es un día especial y estás aquí encerrada, ¿esperando a qué?

—Oberon es el jefe de Pediatría, por ello le pido esos informes—respondió, sin reparar en nada más.

Los pasos acelerados de Oberon por el pasillo, tras su dosis de energía, sonaron precipitadamente cerca de la puerta. No llamó, pues él sí quería descansar. Llevaba dos días sin siquiera cerrar los ojos. Miravelle le esperaba en la habitación que compartían. Deseaba tener un momento de calma. No quería ser como su padre, encadenado al trabajo y tan serio, como gris, para acabar muerto.

Apoyó su frente, junto con su rebelde flequillo negro, sobre la puerta. Pensó en huir. Podía hacerlo. Sin embargo, Ryan, y todos los Mayfair, les echaría el guante antes de salir de New Orleans. Además, no tenía acceso a los bienes de su padre ni se marchaba de la familia. Odiaba con todo su corazón aquello. Detestaba saber que aquel lugar sería su lápida, su ruina, su mundo... el laberinto donde él, un Taltos, sería el Fauno encarcelado por una bruja.

Se apartó unos instantes, pues con su agudo oído logró escuchar la discusión. Temía que se elevara el tono. No quería ver discutir a otra pareja como ocurría con Morrigan y Ashlar, sus padres, y tampoco quería que esa discusión terminara como una tormenta sobre él.

—Los informes—dijo entrando, para dejarlos sobre la mesa. Una vez hecho eso, tomó un bote de su bata, que no era otra cosa que yogur líquido natural, para beberlo de un solo trago mientras salía de allí.

Michael sólo los observaba. Primero a él, luego a ella y por último a los informes. No saldrían de allí en horas. Estaba empezando a perder la paciencia. Sin embargo, sólo guardó sus sentimientos y

—No están firmados...—dijo dando un carpetazo. Se echó hacia atrás en la silla, y se incorporó con molestia. Llevaba un pantalón gris y una blusa a juego, pero su bata cubría gran parte de su figura y la hacía imposible de descifrar. Llevaba unos tacones no muy altos, pero al moverse hacia la puerta sonaron con fuerza. Había tomado entre sus manos los documentos. Quería arrojárselos a la cara a Oberon, pues no permitía que no cumpliese su trabajo.

El Taltos se había escabullido hasta su dormitorio. Allí estaba Miravelle recostada leyendo una revista de moda y complementos. Su otra hermana, mucho más salvaje, había ido al campo de tiro y aún no estaba de regreso. Lorkyn vivía apartada de ambos, llevaba la administración y las subvenciones. No quería trato con otros. Miravelle era recepcionista. Ella no quería trabajo pesado con informes, pero sí atender a otros. Tan distintas y tan deseables. Oberon había huido para sentir los brazos de su hermana, la cama bajo su cuerpo y la sensación placentera de al fin, pese a todo, descansar. Pero Rowan iba hacia allí dispuesta a que siguiese trabajando. Tras ella iba Michael.

—Puede hacerlo más tarde...—murmuraba con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta.

Ella se giró ligeramente, para tomar contacto visual con Michael, frunciendo el ceño con desaprobación. Acabó tomando una pluma del bolsillo de su bata, las cuales a penas se veían en el bolsillo, y se dirigió hacia la habitación del joven macho Taltos.

Los pasillos parecían interminables, pero pronto llegaron a la planta indicada y la puerta tras la que se encontraba Oberon junto a Miravelle. Ambos estaban tumbados en la cama disfrutando del silencio y del aroma que desprendían. De inmediato abrieron la puerta y cuando, Oberon, la vio aparecer gruñó bajo. Estaba en los brazos de su hermana, siendo besado y consentido. Él quería estar con la hembra y no pasearse ni un minuto más por los pasillos.

—¿Qué?—masculló—¿Vienes a darme con el látigo porque no fui un buen esclavo?

—Si hicieras bien tu trabajado no tendría porque venir a buscarte—respondió seria, entregado los documentos—. Los necesito firmados, hoja por hoja. Conoces el proceso no es la primera vez que lo haces, por favor.

—No, no es la primera vez. Sin embargo, llevo dos días sin dormir y ni siquiera sé ya como firmar todos esos documentos. ¿Por qué no admites la maldita firma electrónica? Modernízate. Moderniza este lugar. El trato humano, si es que lo hay, que quede con los pacientes y no con los informes—ni movió un músculo. No pensaba moverse. Tenía náuseas y se sentía agotado. Aquello era el infierno. Deseaba gritarle que era una explotadora y su compañera, en pediatría, una maldita bruja sin escoba.

—Oberon, puedo leer tus pensamientos ahora mismo...—murmuró alzando suavemente sus cejas, para luego volver a fruncirlas—. Por favor, haz lo que te he pedido—. En su tono de voz comenzaba a enojarse y desesperarse. Detestaba ese carácter tan similar al de Mona, por lo que si continuaba de esa forma perdería la compostura.

—¿Quién te dio permiso a leer mis pensamientos? ¿Mi padre? Ay, no... espera... que está muerto—dijo con una sonrisa cínica—. Los tendrás mañana. Son de altas, Rowan, altas que ya se han dado verbalmente y que los pacientes saben que podrán salir el próximo lunes. No se necesita ahora mismo. Puedo hacerlo mañana sábado—se incorporó en la cama, pero no salió de ella ni de los brazos de su hermana—Además, si no te vas a casa Michael se buscará a otra que le caliente la cama. ¿Verdad abuelo?

Michael sólo apretó los puños y suspiró exasperado. Ella no era la única en esa habitación que estaba por perder los papeles. Rowan al escuchar aquel comentario, entró del todo en la habitación, se acercó a él y lo abofeteo. Terminó por hacer explotar una vena en su nariz, le observó llena de furia. Había hecho lo último inconscientemente, pero ya no podía controlar ni su mal carácter ni sus poderes.

—¡Me golpeas porque sabes que es cierto!—gritó, mientras Miravelle lo abrazaba e intentaba limpiar su herida.

—Rowan, deja esos informes para otro momento—dijo tomándola de los hombros por detrás.

—Si no fuera por mi estarías muerto y congelado como tus padres—hizo una breve pausa para contener su dolor. La muerte de Ashlar significó algo terrible para todos, al igual que la muerte de Morrigan. Jamás pudo explicarse. Michael nunca pudo tener una última conversación con su hija. Aquello fue terrible para todos. Aún así lo que decía era cierto. Ella se encargó de los tres y los rescató de aquella isla—Así que ten mas respeto—concluyó.

—Que bien... ahora amenazas.... Michael, échale un polvo que lo necesita—murmuró con una ligera sonrisa burlona.

El enfado de Rowan aumentaba, y antes de hacer alguna locura decidió lanzar los informes a su cara. Un rostro con unos rasgos tan similares a los de su padre, pero con algunas facciones de Michael. Sin embargo, era irreverente y descarado como su abuela y su madre. Morrigan y Mona siempre fueron dos bestias salvajes decididas a decir lo que pensaban, sin necesidad de ser sutiles. Deseaba arrancarle la lengua por su mal comportamiento, por cada una de sus palabras, pero se contuvo.

—Rowan...—la tomó de los brazos, la atrajo hacia él y la abrazó besando sus mejillas—. Vamos a casa, pues es tarde.

—Firmarás todos y cada uno por ambos lados, antes de las siete de la mañana.

—Lo hará, pero permite que descanse—dijo abrazándolo. Miravelle tenía una voz dulce, una mirada aún más dulce, y poseía un aura taimada que sus hermanos no poseían.

—Vámonos—dijo sosteniéndola. No la dejaría. Michael quería marcharse de una vez.

—Y si no puedes con este trabajo, será mejor no sigas—le dedicó una fría mirada retirándose por el pasillo dejando atrás a su marido.

—Lleva dos días trabajando, tiene la edad de un adolescente prácticamente... no esperes demasiado—decía con las manos metidas en el bolsillo—. Piensa que necesita unas vacaciones. Han estado aquí recluidos por casi veinte años. Me preocupa que puedan enfermar.

Rowan lo ignoró dirigiéndose a su oficina, pero se detuvo frente a su escritorio tratado de calmar su furia. Él seguía tras ella. Ambos eran polos opuestos en ese momento, como casi siempre.

—Podríamos ir a casa, calentar la comida y tomar un poco de champán... aunque si prefieres tengo vino—murmuró—Compré un Rioja Gran Reserva del 2009...

Deseaba romper esa tensa calma, cambiar la conversación, dirigir cada palabra hacia otro punto y sosegar esa rabia.

—Vamos—respondió derrotada, tomando su bolso y apagando el ordenador.

Los pasos de ambos sonaron por los pasillos. Las enfermeras se despedían con una agradable sonrisa. Aquello parecía más un hotel que un hospital, pues había sido construido con la idea de auténtico confort. No olía antiséptico, sino a un agradable aroma mezclado con la fragancia de los Taltos. Durante el viaje no habló, tan sólo se dedicó a mantenerse a su lado rodeándola. Deseaba tenerla pegada a él, como hacía tiempo, encontrando en su mirada pasión y no sólo cansancio y molestia. Ella recostó su cabeza en el hombro derecho de Michael, cerró los ojos y entrelazó sus manos con las de él. Michael jugaba con sus dedos, pero soltó sus manos para rodearla por la cintura, colando sus manos bajo la bata que aún llevaba. Hacía semanas que desconocía que ocultaban sus ropas. Más bien hacía más de dos meses que ni siquiera era capaz de hacer algo más que contemplarla malhumorada, cansada y agobiada.

—He descuidado mucho mis obligaciones como esposa Michael. A veces creo Oberon tiene razón, y me dejarás por otra más joven. Una que te de hijos y no monstruos como yo. He descuidado hasta inclusive a Hazel.

Hazel era ese milagro genético. Una niña que al fin habían podido tener entre sus brazos. A él no le importaba quien era su padre, pues para Michael la niña era suya. Cuidaba a la pequeña cada día al volver de la empresa que tenía en la ciudad, la cual cada vez tenía mayores colaboraciones con otras importantes por todo el país. Sin embargo, sus obligaciones como padre jamás estaban desatendidas, ni las de dulce y atento esposo. Ella no era así. El trabajo la absorbía porque era una forma de no pensar, de no sufrir, de no padecer... Trabajar, para Rowan, era su medicina y su forma de canalizar el dolor.

—Por ese motivo has terminado perdiendo el juicio—murmuró recostando su espalda en el respaldo, permitiendo que sus largas piernas se estiraran sobre la moqueta de la limusina—. Rowan, siempre te espero... jamás te cambiaría porque no podría arrancarme el corazón.

Observó el rostro de quien era el hombre de su vida. Sólo a él le había dado por entero su corazón. Tenía unas facciones duras, pero hermosas. Era el rostro de un hombre irlandés, curtido así mismo, pero con unos ojos que aún levantaban cierta ternura y esperanza. Acabó llevando la diestra a una de sus mejillas acariciándola. -Michael...—susurró con sensualidad, para finalmente acabar devorando sus labios como aquel primer encuentro entre ambos.

Él se perdió por unos segundos en sus ojos grises, sus manos acariciaron su cintura y subió hasta sus pechos apretándolos. Sintió que su cuerpo cedía ante el deseo. De inmediato, sin poder contenerse, la recostó en el asiento y le abrió la blusa, sacando sus pechos, para mordisquear los pliegues cálidos de éstos, sus pezones y el canalillo. Sus dedos, hábiles aunque desesperados, buscaban abrir el botón de su pantalón para bajarlos y deshacerse de ellos. La quería desnuda bajo su cuerpo. Necesitaba que la tapicería de la limusina se pegara a la espalda de Rowan y se convirtiera en una segunda piel, así como la suya.

Rowan estiró la mano torpemente hasta dar con el botón de cierre de la ventanilla del conductor. No deseaba oídos indeseados, ni ojos y tampoco murmullos que rompieran ese momento. Rápidamente agarró la camisa blanca, de impecable algodón, que llevaba Michael, para tirar de ésta y hacer estallar todos los botones. Éstos salieron despedidos desperdigándose por todo el vehículo, los cuales incluso impactaron contra los cristales de la limusina. Sus manos bajaron por su torso, marcado aún hoy por el esfuerzo físico que hacía pese a sus problemas de salud, y las deslizó hasta el borde de su pantalón. Allí abrió el cinturón, el botón del broche del pantalón y el cierre, para palpar su miembro por encima de la ajustada y negra ropa interior. Percibió que ese miembro ya estaba despertando, lo cual provocó que apretara sus dedos entorno a él y lo acariciara con mayor deseo. Su vagina se humedecía y calentaba. Sentía un ligero calor que subía de entre sus piernas hasta sus pezones, los cuales estaban ya duros por los mordiscos y cuidados de Michael.

Su barba bien cuidada rozaba su torso. Hundía su lengua entre sus senos, mordía su vientre y subía hacia sus clavículas. No dudó en agarrar con firmeza su mano derecha con la suya diestra, para llevarla dentro de su pantalón que había logrado desabrochar. Dentro, incluso en el interior de su ropa, despertaba su grueso miembro que tanto anhelaba su contacto.

—Michael... —murmuró, entre jadeos, masajeando su miembro. Pero acabó sacando sus manos de su ropa interior y jaló hacia abajo todo lo que le cubría, del mismo modo que ella retiró su pantalón y bata de médico.

Desnuda bajo su cuerpo, con aquella estrecha cintura que acentuaba sus caderas y mostraban unos muslos ligeramente gruesos, pese a su delgadez, se sintió excitado. Pese a los años ella seguía siendo más joven, tenía un cuerpo cuidado y mantenía una piel de seda. La deseaba. El calor le hacía sentirse sofocado. Abrió sus piernas, se acomodó entre ellas y entró sintiéndola estrecha. De inmediato gruñó satisfecho cerrando sus ojos. Su mirada azulada se perdió, igual que su mente. Sólo podía murmurar su nombre inquieto. Más de dos meses sin sexo, disfrutando del recuerdo tan sólo, y cuando volvió a mirarla lo hizo desesperado. Sus ojos eran dos bolas azuladas de pasión y sus caderas comenzaron a moverse, mientras colocaba sus muslos rodeando sus caderas.

El cuerpo de Rowan reaccionó, pues al sentir aquella estocada se revolvió entre sus brazos por el placer, aprisionando dentro de ella su miembro. Ya había olvidado el éxtasis y ardor tan delicioso del cual era presa al hacerlo con él; y, sin embargo, tenía un aroma parecido al de un macho Taltos que le hacía perder la razón. No sabía como negarse y mucho menos como alguien podría negarse a ello.

Podía mover el cuerpo de su mujer como desease. Seguía manteniéndose fuerte, buscando permanecer como cuando era joven. Su musculatura seguía siendo bastante evidente y ella era delgada, muy delgada. Jamás engordó tras tantos años. Seguía siendo frágil en apariencia y ligera para mover bajo su cuerpo, mucho más pesado. Él se movía entre sus piernas como un macho Taltos. Buscaba llegar al límite y satisfacerse, pero también acariciaba y mordía de forma tierna deseando que ella siguiese gimiendo.

—Michael—lanzó un chillido agudo de placer, al tocar ese punto con el cual perdía la cabeza y el control. De inmediato rasguñó su espalda, enterrando sus uñas, gritando por más. Su cabello estaba revuelto sobre el asiento, rozaban sus senos y se pegaban a su frente. Tenía el rostro congestionado por el placer y perlado por el sudor.

Él continuó golpeando con su glande ese pequeño punto. La miraba furioso, con sus ojos encendidos. La pasión que había contenido siendo amable, con esa paciencia y caballerosidad, se había roto. En esos momentos seguía siendo el hombre que buscaba llegar al límite, saborear su cuerpo como si fuese un Taltos y hundirse en el deseo mientras ella lo rasguñaba. Se contenía para no dañarla, pero le ofrecía un sexo salvaje al que la tenía acostumbrada.

El ruido de los testículos golpeando, cada vez con mayor violencia, podían escucharse con facilidad cuando ella quedaba sin aire para poder gritar, gemir o pedir aún más. Las gigantescas manos de Michael estaban sobre sus caderas, apretándolas con furia y levantándolas de vez en cuando. Pero, por supuesto, sus manos acabaron en otros lugares más placenteros. Su derecha tomó su cuello, tras la nuca, para levantar su cabeza y poder besarla. La zurda buscó meterse entre ambos cuerpos, para acariciar su clítoris y sentir la tremenda humedad que ella tenía.

En algún momento ambos perdieron la conciencia. El ritmo era salvaje. Podían parecer prácticamente dos Taltos copulando en mitad del círculo sagrado de piedras. Ella gemía. Él gruñía. Pero eran tan sólo dos brujos con un poder innegable. Podían leerse las mentes, pero en aquellos momentos sus cerebros habían colapsado.

Cuando la limusina llegó frente a la mansión donde aún permanecían, esa que había sido reconstruida por Michael y ocultaba bajo el árbol, aquel imponente árbol, los restos de los Taltos, ellos llegaron al paraíso. El edén no se había perdido, sino que se concentró en los asientos de una limusina. Las piernas de Rowan temblaban, Michael estaba empapado en sudor igual que ella y el chófer no sabía si comunicarles que habían llegado al destino. Pasarían largos minutos en los cuales ambos, Michael y Rowan, intentaron en vano recuperar el aliento y vestirse lo más decente posible.


Al bajar de la limusina, Michael, la tuvo que tomar entre sus brazos y cruzar la cancela, caminar por el pasillo de adoquines hasta la entrada y subir las escaleras hacia el dormitorio. Pudo tomar el ascensor, pero prefirió no hacerlo. Los cuadros parecían observarlos meticulosamente. Las pinturas cobraban vida en esa enorme mansión, los fantasmas seguían rondando y ellos deseándose. El cariño, la pasión y el evidente deseo los seguía vinculando. Puede que el amor dure para algunos unos años, pero si sabe conservar, aunque sea en breves momentos, pueden lograrse milagros.  

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Lestat de Lioncourt