No estoy celoso, pero yo también puedo hacer que Rowan pierda la cabeza...
En fin, un relato de Michael y Rowan... unas memorias.
Lestat de Lioncourt
Hacía rato que había oscurecido. Eran
más de las diez de la noche. El reloj era incapaz de detenerse. Las
manecillas estaban prácticamente matando el tiempo. La cena se
enfriaba sobre el delicado mantel de lino, las velas estaban
prácticamente consumidas, la tarta era un complemento dulce que no
apetecía y el champán parecía todavía tener la esperanza de ser
descorchado. Frente a esa cena estaba él, esperando como siempre.
Otra vez. Una noche más las obligaciones habían podido a una cena.
Su espera era innecesaria. No importaba cuál era el motivo,
simplemente era el hecho de haber sucumbido de nuevo a una ilusión
banal. Ella no había regresado a casa, pero ni siquiera había
avisado. Rowan estaba más interesada en el Hospital Mayfair que en
su matrimonio. Siempre fue así. Su mente siempre estuvo perturbada
por el dolor y el pánico a ser una asesina, pero él sabía que no
era cierto. Jamás la juzgó de ese modo.
Él había terminado sus obligaciones,
y ella parecía estar siempre obsesionada con las suyas. A veces
creía que era sólo una excusa. Decidió telefonear, pues tomó la
decisión de ir a buscarla. Pidió que sacaran la limusina del garaje
donde la guardaban y fuesen a por él. No quería conducir, pues ni
siquiera deseaba mirarse al retrovisor.
Eran algo más de las once cuando llegó
al hospital. Aguardó unos minutos, observando la imponente fachada,
para luego ver a Oberon de pie, mordisqueando un donut de glaseado
blanco con un cartón de leche en la otra mano. No hizo caso a sus
ojos curiosos, tampoco a su bata y su indómita figura tan alta como
siniestra.
Hacía dos décadas que había ocurrido
la gran tragedia. Ese hijo, tan esperado, se convirtió en un
monstruo que terminó sembrando el dolor. Realmente el paraíso, ese
Edén que tardó en germinar, estaba siendo destrozado por la
inconsciencia des un monstruo, un ser, que era similar en
características a ese muchacho, ese que bebía inocente aquel cartón
y parecía tan sólo un joven médico que miraba con curiosidad las
acciones de quien era su “abuelo”.
Salió del vehículo, entró en el
hospital ofreciendo un ligero ademán al Taltos y se internó por los
pasillos buscando a su mujer. Se creía en su derecho. Hacía diez
años que ella ya no tenía esas terribles pesadillas. Tardó en
reponerse, pero al fin lo había logrado. Eran diez malditos años de
noches tranquilas. Habían superado todo y conseguido volver a ser un
matrimonio. ¿Por qué ella no lo veía igual? Diez años sin Lasher
sonriendo burlón a los pies de su cama.
Giró hacia la derecha de un profundo
pasillo, se colocó frente a la puerta barnizada de blanco. No llamó.
Tomó el pomo y lo giró. Entró en el despacho, y se quedó allí de
pie observando sus informes. Ni siquiera había prestado atención a
la ligera corriente de aire que había entrado en la habitación.
Tenía el rictus serio y mostraba
cierta preocupación. Usualmente siempre observaba de ese modo sus
interminables semblantes. No se detenía demasiado en cada hoja, pues
sólo firmaba las altas que ya había concedido, así como otros
documentos para pruebas médicas que ella misma había pedido el día
anterior. Ni siquiera se detuvo un instante. Continuaba pasando y
firmando hojas y hojas de informes. A veces ser la directora del
hospital Mayfair era demandante y estresante.
—Oberon, por favor, ve por los
informes de Pediatría—mencionó confundiéndolo. Ni siquiera había
reparado que aquel hombre, el de la puerta, era mucho más fornido y
no tenía ese sutil aroma.
—Está cenando, almorzando o lo que
quiera que sea ese grasiento donut y ese litro de leche—explicó
cerrando la puerta tras él—. Cosa que nosotros deberíamos haber
hecho hace más de una hora—no la miraba serio, pero sí
preocupado. Estaba frente a la mujer que amaba, la misma que tenía
ojeras y el cabello revuelto—. Enfermarás si sigues así.
—Michael, dile a Oberon que suba
ahora mismo. Necesito esos informes con urgencia—respondió sin
prestar mucha atención lo demás—. En diez minutos termino y nos
vamos—continuó apresurada firmando y viendo, con el rabillo de sus
enormes ojos grises, el reloj sobre su escritorio.
—Puedes continuar con eso mañana. O
puedes permitir que Oberon tome tu lugar—respondió acercándose a
ella—. Has logrado que estudie neurocirugía, pediatría y
psiquiatría. Es tan brillante como tú, pero lo sigues usando de
chico de los recados. Rowan... hoy es un día especial y estás aquí
encerrada, ¿esperando a qué?
—Oberon es el jefe de Pediatría, por
ello le pido esos informes—respondió, sin reparar en nada más.
Los pasos acelerados de Oberon por el
pasillo, tras su dosis de energía, sonaron precipitadamente cerca de
la puerta. No llamó, pues él sí quería descansar. Llevaba dos
días sin siquiera cerrar los ojos. Miravelle le esperaba en la
habitación que compartían. Deseaba tener un momento de calma. No
quería ser como su padre, encadenado al trabajo y tan serio, como
gris, para acabar muerto.
Apoyó su frente, junto con su rebelde
flequillo negro, sobre la puerta. Pensó en huir. Podía hacerlo. Sin
embargo, Ryan, y todos los Mayfair, les echaría el guante antes de
salir de New Orleans. Además, no tenía acceso a los bienes de su
padre ni se marchaba de la familia. Odiaba con todo su corazón
aquello. Detestaba saber que aquel lugar sería su lápida, su ruina,
su mundo... el laberinto donde él, un Taltos, sería el Fauno
encarcelado por una bruja.
Se apartó unos instantes, pues con su
agudo oído logró escuchar la discusión. Temía que se elevara el
tono. No quería ver discutir a otra pareja como ocurría con
Morrigan y Ashlar, sus padres, y tampoco quería que esa discusión
terminara como una tormenta sobre él.
—Los informes—dijo entrando, para
dejarlos sobre la mesa. Una vez hecho eso, tomó un bote de su bata,
que no era otra cosa que yogur líquido natural, para beberlo de un
solo trago mientras salía de allí.
Michael sólo los observaba. Primero a
él, luego a ella y por último a los informes. No saldrían de allí
en horas. Estaba empezando a perder la paciencia. Sin embargo, sólo
guardó sus sentimientos y
—No están firmados...—dijo dando
un carpetazo. Se echó hacia atrás en la silla, y se incorporó con
molestia. Llevaba un pantalón gris y una blusa a juego, pero su bata
cubría gran parte de su figura y la hacía imposible de descifrar.
Llevaba unos tacones no muy altos, pero al moverse hacia la puerta
sonaron con fuerza. Había tomado entre sus manos los documentos.
Quería arrojárselos a la cara a Oberon, pues no permitía que no
cumpliese su trabajo.
El Taltos se había escabullido hasta
su dormitorio. Allí estaba Miravelle recostada leyendo una revista
de moda y complementos. Su otra hermana, mucho más salvaje, había
ido al campo de tiro y aún no estaba de regreso. Lorkyn vivía
apartada de ambos, llevaba la administración y las subvenciones. No
quería trato con otros. Miravelle era recepcionista. Ella no quería
trabajo pesado con informes, pero sí atender a otros. Tan distintas
y tan deseables. Oberon había huido para sentir los brazos de su
hermana, la cama bajo su cuerpo y la sensación placentera de al fin,
pese a todo, descansar. Pero Rowan iba hacia allí dispuesta a que
siguiese trabajando. Tras ella iba Michael.
—Puede hacerlo más
tarde...—murmuraba con las manos metidas en los bolsillos de su
chaqueta.
Ella se giró ligeramente, para tomar
contacto visual con Michael, frunciendo el ceño con desaprobación.
Acabó tomando una pluma del bolsillo de su bata, las cuales a penas
se veían en el bolsillo, y se dirigió hacia la habitación del
joven macho Taltos.
Los pasillos parecían interminables,
pero pronto llegaron a la planta indicada y la puerta tras la que se
encontraba Oberon junto a Miravelle. Ambos estaban tumbados en la
cama disfrutando del silencio y del aroma que desprendían. De
inmediato abrieron la puerta y cuando, Oberon, la vio aparecer gruñó
bajo. Estaba en los brazos de su hermana, siendo besado y consentido.
Él quería estar con la hembra y no pasearse ni un minuto más por
los pasillos.
—¿Qué?—masculló—¿Vienes a
darme con el látigo porque no fui un buen esclavo?
—Si hicieras bien tu trabajado no
tendría porque venir a buscarte—respondió seria, entregado los
documentos—. Los necesito firmados, hoja por hoja. Conoces el
proceso no es la primera vez que lo haces, por favor.
—No, no es la primera vez. Sin
embargo, llevo dos días sin dormir y ni siquiera sé ya como firmar
todos esos documentos. ¿Por qué no admites la maldita firma
electrónica? Modernízate. Moderniza este lugar. El trato humano, si
es que lo hay, que quede con los pacientes y no con los informes—ni
movió un músculo. No pensaba moverse. Tenía náuseas y se sentía
agotado. Aquello era el infierno. Deseaba gritarle que era una
explotadora y su compañera, en pediatría, una maldita bruja sin
escoba.
—Oberon, puedo leer tus pensamientos
ahora mismo...—murmuró alzando suavemente sus cejas, para luego
volver a fruncirlas—. Por favor, haz lo que te he pedido—. En su
tono de voz comenzaba a enojarse y desesperarse. Detestaba ese
carácter tan similar al de Mona, por lo que si continuaba de esa
forma perdería la compostura.
—¿Quién te dio permiso a leer mis
pensamientos? ¿Mi padre? Ay, no... espera... que está muerto—dijo
con una sonrisa cínica—. Los tendrás mañana. Son de altas,
Rowan, altas que ya se han dado verbalmente y que los pacientes saben
que podrán salir el próximo lunes. No se necesita ahora mismo.
Puedo hacerlo mañana sábado—se incorporó en la cama, pero no
salió de ella ni de los brazos de su hermana—Además, si no te vas
a casa Michael se buscará a otra que le caliente la cama. ¿Verdad
abuelo?
Michael sólo apretó los puños y
suspiró exasperado. Ella no era la única en esa habitación que
estaba por perder los papeles. Rowan al escuchar aquel comentario,
entró del todo en la habitación, se acercó a él y lo abofeteo.
Terminó por hacer explotar una vena en su nariz, le observó llena
de furia. Había hecho lo último inconscientemente, pero ya no podía
controlar ni su mal carácter ni sus poderes.
—¡Me golpeas porque sabes que es
cierto!—gritó, mientras Miravelle lo abrazaba e intentaba limpiar
su herida.
—Rowan, deja esos informes para otro
momento—dijo tomándola de los hombros por detrás.
—Si no fuera por mi estarías muerto
y congelado como tus padres—hizo una breve pausa para contener su
dolor. La muerte de Ashlar significó algo terrible para todos, al
igual que la muerte de Morrigan. Jamás pudo explicarse. Michael
nunca pudo tener una última conversación con su hija. Aquello fue
terrible para todos. Aún así lo que decía era cierto. Ella se
encargó de los tres y los rescató de aquella isla—Así que ten
mas respeto—concluyó.
—Que bien... ahora amenazas....
Michael, échale un polvo que lo necesita—murmuró con una ligera
sonrisa burlona.
El enfado de Rowan aumentaba, y antes
de hacer alguna locura decidió lanzar los informes a su cara. Un
rostro con unos rasgos tan similares a los de su padre, pero con
algunas facciones de Michael. Sin embargo, era irreverente y
descarado como su abuela y su madre. Morrigan y Mona siempre fueron
dos bestias salvajes decididas a decir lo que pensaban, sin necesidad
de ser sutiles. Deseaba arrancarle la lengua por su mal
comportamiento, por cada una de sus palabras, pero se contuvo.
—Rowan...—la tomó de los brazos,
la atrajo hacia él y la abrazó besando sus mejillas—. Vamos a
casa, pues es tarde.
—Firmarás todos y cada uno por ambos
lados, antes de las siete de la mañana.
—Lo hará, pero permite que
descanse—dijo abrazándolo. Miravelle tenía una voz dulce, una
mirada aún más dulce, y poseía un aura taimada que sus hermanos no
poseían.
—Vámonos—dijo sosteniéndola. No
la dejaría. Michael quería marcharse de una vez.
—Y si no puedes con este trabajo,
será mejor no sigas—le dedicó una fría mirada retirándose por
el pasillo dejando atrás a su marido.
—Lleva dos días trabajando, tiene la
edad de un adolescente prácticamente... no esperes demasiado—decía
con las manos metidas en el bolsillo—. Piensa que necesita unas
vacaciones. Han estado aquí recluidos por casi veinte años. Me
preocupa que puedan enfermar.
Rowan lo ignoró dirigiéndose a su
oficina, pero se detuvo frente a su escritorio tratado de calmar su
furia. Él seguía tras ella. Ambos eran polos opuestos en ese
momento, como casi siempre.
—Podríamos ir a casa, calentar la
comida y tomar un poco de champán... aunque si prefieres tengo
vino—murmuró—Compré un Rioja Gran Reserva del 2009...
Deseaba romper esa tensa calma, cambiar
la conversación, dirigir cada palabra hacia otro punto y sosegar esa
rabia.
—Vamos—respondió derrotada,
tomando su bolso y apagando el ordenador.
Los pasos de ambos sonaron por los
pasillos. Las enfermeras se despedían con una agradable sonrisa.
Aquello parecía más un hotel que un hospital, pues había sido
construido con la idea de auténtico confort. No olía antiséptico,
sino a un agradable aroma mezclado con la fragancia de los Taltos.
Durante el viaje no habló, tan sólo se dedicó a mantenerse a su
lado rodeándola. Deseaba tenerla pegada a él, como hacía tiempo,
encontrando en su mirada pasión y no sólo cansancio y molestia.
Ella recostó su cabeza en el hombro derecho de Michael, cerró los
ojos y entrelazó sus manos con las de él. Michael jugaba con sus
dedos, pero soltó sus manos para rodearla por la cintura, colando
sus manos bajo la bata que aún llevaba. Hacía semanas que
desconocía que ocultaban sus ropas. Más bien hacía más de dos
meses que ni siquiera era capaz de hacer algo más que contemplarla
malhumorada, cansada y agobiada.
—He descuidado mucho mis obligaciones
como esposa Michael. A veces creo Oberon tiene razón, y me dejarás
por otra más joven. Una que te de hijos y no monstruos como yo. He
descuidado hasta inclusive a Hazel.
Hazel era ese milagro genético. Una
niña que al fin habían podido tener entre sus brazos. A él no le
importaba quien era su padre, pues para Michael la niña era suya.
Cuidaba a la pequeña cada día al volver de la empresa que tenía en
la ciudad, la cual cada vez tenía mayores colaboraciones con otras
importantes por todo el país. Sin embargo, sus obligaciones como
padre jamás estaban desatendidas, ni las de dulce y atento esposo.
Ella no era así. El trabajo la absorbía porque era una forma de no
pensar, de no sufrir, de no padecer... Trabajar, para Rowan, era su
medicina y su forma de canalizar el dolor.
—Por ese motivo has terminado
perdiendo el juicio—murmuró recostando su espalda en el respaldo,
permitiendo que sus largas piernas se estiraran sobre la moqueta de
la limusina—. Rowan, siempre te espero... jamás te cambiaría
porque no podría arrancarme el corazón.
Observó el rostro de quien era el
hombre de su vida. Sólo a él le había dado por entero su corazón.
Tenía unas facciones duras, pero hermosas. Era el rostro de un
hombre irlandés, curtido así mismo, pero con unos ojos que aún
levantaban cierta ternura y esperanza. Acabó llevando la diestra a
una de sus mejillas acariciándola. -Michael...—susurró con
sensualidad, para finalmente acabar devorando sus labios como aquel
primer encuentro entre ambos.
Él se perdió por unos segundos en sus
ojos grises, sus manos acariciaron su cintura y subió hasta sus
pechos apretándolos. Sintió que su cuerpo cedía ante el deseo. De
inmediato, sin poder contenerse, la recostó en el asiento y le abrió
la blusa, sacando sus pechos, para mordisquear los pliegues cálidos
de éstos, sus pezones y el canalillo. Sus dedos, hábiles aunque
desesperados, buscaban abrir el botón de su pantalón para bajarlos
y deshacerse de ellos. La quería desnuda bajo su cuerpo. Necesitaba
que la tapicería de la limusina se pegara a la espalda de Rowan y se
convirtiera en una segunda piel, así como la suya.
Rowan estiró la mano torpemente hasta
dar con el botón de cierre de la ventanilla del conductor. No
deseaba oídos indeseados, ni ojos y tampoco murmullos que rompieran
ese momento. Rápidamente agarró la camisa blanca, de impecable
algodón, que llevaba Michael, para tirar de ésta y hacer estallar
todos los botones. Éstos salieron despedidos desperdigándose por
todo el vehículo, los cuales incluso impactaron contra los cristales
de la limusina. Sus manos bajaron por su torso, marcado aún hoy por
el esfuerzo físico que hacía pese a sus problemas de salud, y las
deslizó hasta el borde de su pantalón. Allí abrió el cinturón,
el botón del broche del pantalón y el cierre, para palpar su
miembro por encima de la ajustada y negra ropa interior. Percibió
que ese miembro ya estaba despertando, lo cual provocó que apretara
sus dedos entorno a él y lo acariciara con mayor deseo. Su vagina
se humedecía y calentaba. Sentía un ligero calor que subía de
entre sus piernas hasta sus pezones, los cuales estaban ya duros por
los mordiscos y cuidados de Michael.
Su barba bien cuidada rozaba su torso.
Hundía su lengua entre sus senos, mordía su vientre y subía hacia
sus clavículas. No dudó en agarrar con firmeza su mano derecha con
la suya diestra, para llevarla dentro de su pantalón que había
logrado desabrochar. Dentro, incluso en el interior de su ropa,
despertaba su grueso miembro que tanto anhelaba su contacto.
—Michael... —murmuró, entre
jadeos, masajeando su miembro. Pero acabó sacando sus manos de su
ropa interior y jaló hacia abajo todo lo que le cubría, del mismo
modo que ella retiró su pantalón y bata de médico.
Desnuda bajo su cuerpo, con aquella
estrecha cintura que acentuaba sus caderas y mostraban unos muslos
ligeramente gruesos, pese a su delgadez, se sintió excitado. Pese a
los años ella seguía siendo más joven, tenía un cuerpo cuidado y
mantenía una piel de seda. La deseaba. El calor le hacía sentirse
sofocado. Abrió sus piernas, se acomodó entre ellas y entró
sintiéndola estrecha. De inmediato gruñó satisfecho cerrando sus
ojos. Su mirada azulada se perdió, igual que su mente. Sólo podía
murmurar su nombre inquieto. Más de dos meses sin sexo, disfrutando
del recuerdo tan sólo, y cuando volvió a mirarla lo hizo
desesperado. Sus ojos eran dos bolas azuladas de pasión y sus
caderas comenzaron a moverse, mientras colocaba sus muslos rodeando
sus caderas.
El cuerpo de Rowan reaccionó, pues al
sentir aquella estocada se revolvió entre sus brazos por el placer,
aprisionando dentro de ella su miembro. Ya había olvidado el éxtasis
y ardor tan delicioso del cual era presa al hacerlo con él; y, sin
embargo, tenía un aroma parecido al de un macho Taltos que le hacía
perder la razón. No sabía como negarse y mucho menos como alguien
podría negarse a ello.
Podía mover el cuerpo de su mujer
como desease. Seguía manteniéndose fuerte, buscando permanecer como
cuando era joven. Su musculatura seguía siendo bastante evidente y
ella era delgada, muy delgada. Jamás engordó tras tantos años.
Seguía siendo frágil en apariencia y ligera para mover bajo su
cuerpo, mucho más pesado. Él se movía entre sus piernas como un
macho Taltos. Buscaba llegar al límite y satisfacerse, pero también
acariciaba y mordía de forma tierna deseando que ella siguiese
gimiendo.
—Michael—lanzó un chillido agudo
de placer, al tocar ese punto con el cual perdía la cabeza y el
control. De inmediato rasguñó su espalda, enterrando sus uñas,
gritando por más. Su cabello estaba revuelto sobre el asiento,
rozaban sus senos y se pegaban a su frente. Tenía el rostro
congestionado por el placer y perlado por el sudor.
Él continuó golpeando con su glande
ese pequeño punto. La miraba furioso, con sus ojos encendidos. La
pasión que había contenido siendo amable, con esa paciencia y
caballerosidad, se había roto. En esos momentos seguía siendo el
hombre que buscaba llegar al límite, saborear su cuerpo como si
fuese un Taltos y hundirse en el deseo mientras ella lo rasguñaba.
Se contenía para no dañarla, pero le ofrecía un sexo salvaje al
que la tenía acostumbrada.
El ruido de los testículos golpeando,
cada vez con mayor violencia, podían escucharse con facilidad cuando
ella quedaba sin aire para poder gritar, gemir o pedir aún más. Las
gigantescas manos de Michael estaban sobre sus caderas, apretándolas
con furia y levantándolas de vez en cuando. Pero, por supuesto, sus
manos acabaron en otros lugares más placenteros. Su derecha tomó su
cuello, tras la nuca, para levantar su cabeza y poder besarla. La
zurda buscó meterse entre ambos cuerpos, para acariciar su clítoris
y sentir la tremenda humedad que ella tenía.
En algún momento ambos perdieron la
conciencia. El ritmo era salvaje. Podían parecer prácticamente dos
Taltos copulando en mitad del círculo sagrado de piedras. Ella
gemía. Él gruñía. Pero eran tan sólo dos brujos con un poder
innegable. Podían leerse las mentes, pero en aquellos momentos sus
cerebros habían colapsado.
Cuando la limusina llegó frente a la
mansión donde aún permanecían, esa que había sido reconstruida
por Michael y ocultaba bajo el árbol, aquel imponente árbol, los
restos de los Taltos, ellos llegaron al paraíso. El edén no se
había perdido, sino que se concentró en los asientos de una
limusina. Las piernas de Rowan temblaban, Michael estaba empapado en
sudor igual que ella y el chófer no sabía si comunicarles que
habían llegado al destino. Pasarían largos minutos en los cuales
ambos, Michael y Rowan, intentaron en vano recuperar el aliento y
vestirse lo más decente posible.
Al bajar de la limusina, Michael, la
tuvo que tomar entre sus brazos y cruzar la cancela, caminar por el
pasillo de adoquines hasta la entrada y subir las escaleras hacia el
dormitorio. Pudo tomar el ascensor, pero prefirió no hacerlo. Los
cuadros parecían observarlos meticulosamente. Las pinturas cobraban
vida en esa enorme mansión, los fantasmas seguían rondando y ellos
deseándose. El cariño, la pasión y el evidente deseo los seguía
vinculando. Puede que el amor dure para algunos unos años, pero si
sabe conservar, aunque sea en breves momentos, pueden lograrse
milagros.
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