Santino y Armand conversando... Bueno comprendemos ahora el motivo de Santino, por el cual él, como muchos otros, decidieron ser parte de la Secta de la Serpiente.
Lestat de Lioncourt
—Las escurridizas ratas corrían por
las calles como una jauría, dándose un festín y propagando la
muerte allá donde podías alzar la vista. El hedor era intenso.
Intentaba cubrir mi boca con un pañuelo mientras rezaba. Sabía que
íbamos a morir. Dios había enviado de nuevo una de sus plagas para
castigarnos sin piedad. No habíamos tenido escrúpulos. La vida
había sido vivida opípara para él, por ello nos castigaba. Los
ángeles danzaban sobre nuestras cabezas juzgándonos a todos, y el
demonio codiciaba las almas impías cuyos cuerpos yacían en las
numerosas fosas. Muerte por doquier—hizo un inciso, mientras se
acomodaba en la silla, para mirarme a los ojos como si tuviese algo
de bondad aún en su corazón—. Tan sólo muerte.
Había pedido, o más bien implorado,
que me contase sus motivos. Jamás lo habría hecho cuando nos
conocimos, pero él había cambiado. Ya no éramos maestro y pupilo,
sino dos inmortales que decidieron compartir una partida de ajedrez.
—Mis ojos oscuros se ennegrecían aún
más—cerró sus ojos, se echó en la silla y colocó sus manos
juntas bajo su mentón. Parecía rezar, con esos dedos largos rozando
los escasos vellos de su barba—. Me dolían los pies y tenía
ampollas—prosiguió, para tomar una pose relajada—. Había
caminado por diversas ciudades contemplando la muerte, rezando por
todos ellos y rogando piedad. Dios no escuchaba. No había motivos
para escucharnos. Sabía que nos odiaba por todos los pecados que
habíamos cometido, como el orgullo y la traición a la verdad que él
nos había concedido.
Él había vivido en una época
distinta a la mía. Yo había contemplado los vicios y la virtud de
una vida ostentosa, llena de joyas y lujos. Él contempló las ratas
consumiendo cadáveres, la muerte en las calles, los niños llorando
por sus madres difuntas, la fiebre, los vómitos y la tragedia.
—Mi túnica negra, tan oscura como
pesada, cubría todo mi cuerpo. Roma entera se llenaba de frailes y
monjes, los cuales rogábamos a Dios y curábamos a los
enfermos—afirmó inclinándose hacia delante, para ejecutar un
jaque mate perfecto—. Muchos fueron catalogados de santos, otros
pasábamos desapercibidos. En las fondas pocos bebían y festejaban,
pues la mayoría tan sólo podía beber para olvidar. Ni siquiera se
escuchaban las risas joviales de los niños. Las ratas eran las
únicas felices. Las ratas que iban y venían y prácticamente me
acompañaban allá donde iba.
Recordé entonces esas ratas, las que
solían acompañarlo. Comprendí que por ese motivo eran su único
consuelo. Ellas le recordaban la virtud y la tragedia que había
vivido.
—Algo ocurrió—murmuró sombrío
mirándome a los ojos—. Una noche cambié—dijo—. Mi vida se
truncó y tomé una nueva fe. La sangre se consagró de forma
distinta, Satanás era una serpiente tentadora y las ratas comenzaron
a parecerme compañeras agradables. Seguí rezando, pero de forma
distinta. Sería el azote de Dios y el pecado, como Dios así lo
deseaba. Un inmortal, un vampiro, un monstruo...—su voz se
endureció, así como sus rasgos—. Hijo de las Tinieblas—sentenció.
—Santino...—susurré inquieto.
—Dios me mostró grandes horrores y
yo decidí creer que sería parte de éstos—dijo, incorporándose—.
Armand, hice lo que hice porque era mejor que endurecieras tu alma.
Parecías un ángel y por ello te salvé. Me recordaste la virtud que
una vez creí cierta, pero esa virtud debía endurecerse. Si no lo
hacías, por las causas o motivos que fuesen, morirías.
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