Louis me ha dado ésto. Me ha dicho que es un viejo escrito. Ha pedido que lo publique y lo muestre. Son sus sentimientos más puros.
Lestat de Lioncourt
El dolor aún llena mi alma. Es como si
todavía pudiese cruzar el mundo para abrazarte. Aún creo que puedo
hallarte, contemplar tus hermosos ojos azules y perderme en tu
diminuta sonrisa. Parecías una azucena fragante envuelta en caros
vestidos de satén azul. Siento que el vacío jamás podrá llenarse.
Puedo recordar la primera vez que te
vi. Estabas sola, abandonada a tu suerte, enferma, aferrada a una
esperanza vacía y a un cadáver que se pudría. El olor de la muerte
te envolvía. Tus mejillas estaban pálidas, casi cenicientas, y tu
cabello era un nido de piojos. Sin embargo, eras hermosa. Era capaz
de apreciar la belleza de tus rasgos, la bondad de tu alma, el latido
de tu corazón y tu sangre moviéndose por cada vena. Hice lo que
cualquier vampiro hubiese hecho en mi lugar: alimentarme.
Yo, el mártir y filósofo. Yo, que aún
creía en Dios y sus castigos. Yo, que había visto condenado mi
mundo con las llamas del infierno. Yo, Louis de Pointe du Lac, te
intenté arrebatar la vida con un impulso cruel, despiadado y sin
sentido. Un pequeño placer que se convirtió en mi mayor pecado.
Él decidió torturarme, o quizás fue
para consolarme. No lo sé. Jamás comprendí bien los motivos que le
impulsaron a tomarte entre sus brazos, como si fuese un ángel de la
guarda, y llevarte lejos de la clínica donde te habían llevado con
un hilo de vida. El carruaje paró frente al hotel donde nos
hospedábamos. La noche era fría, desapacible y despiadada. Las
estrellas no iluminaban el mundo, las nubes colapsaban y la lluvia
lavaba las lágrimas que yo había derramado. Él me buscó, me
atrajo a sus brazos y me ofreció la visión más terrible. Tuve que
ver como tú volvías a la vida, pero con otro semblante y otro
destino.
Te arrebató la inocencia. Aunque por
algún tiempo quise creer que aún la conservabas. Intenté pensar
que jamás serías como él, como yo o como cualquier otro de nuestra
maldita especie. Deseé que fueses para siempre mi pequeña, mi hija.
Jamás quise soltarte. Juro que jamás lo hubiese hecho. Nunca pensé
dejarte atrás. Eras mi corazón y ese corazón se quebró
convirtiéndose en pedazos, sombras chinescas y humo. Las lágrimas
se precipitaron por mis mejillas cuando tú te perdiste de mi lado,
cuando el mundo decidió castigarte y cuando lo más sagrado, esa
vida que dio aquel que tanto odiabas, llegaba a su fin.
Aún creo que puedo escuchar tu risa.
Puedo apreciarla con todo lujo de matices y detalles. Tu nariz se
arruga, tus labios se curvan y tus ojos iluminan la estancia como si
fuese un rayo de luz. Mi amor, mi pequeño ángel... mi niña.
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