Tanto él como yo la amamos demasiado. Es como una segunda oportunidad de hacer lo correcto.
Lestat de Lioncourt
En otros tiempos creí que ser débil
era un privilegio. Pensaba que era, sin lugar a dudas, un pequeño
beneficio. Si quería acabar con mi vida sólo tendría que exponerme
al sol y dejar de sufrir. En mi pecho siempre había un pequeño
dolor, un dolor que se extendía por mi alma y me torturaba. Mis ojos
de esmeraldas, que para mucho es símbolo de esperanza y para mis
víctimas de muerte, brillaban en la oscuridad, igual que los ojos de
un gato pardo, esperando que ella apareciese frente a mí, hiciese un
leve ademán y me pidiese bailar con ella.
Deseaba bailar con la muerte vestida de
niña de seis años, con encantadores rizos, elegante vestido de
satén y encaje color pastel, mejillas sonrosadas y labios carnosos.
Jamás la amé como a una mujer, pero sí como a una hija y una dulce
compañía. Era el veneno más dulce que jamás he probado. Sorbo a
sorbo me dejé llevar y bendije sus mentiras.
Hoy pienso que fue un error. Cometí un
pecado atroz. Deseaba tener la esperanza, aunque mínima, que ella me
amaba. Sin embargo, aprecié en algunas ocasiones su desprecio,
burlas crueles, mentiras sutiles y el perfume de una mujer
embaucadora que me enloquecía. Ella se comportaba como una mujer,
pero yo no podía dejar de contemplarla aferrada a su muñeca,
pidiendo que cantara una nana y despejara su frente de pequeños, y
encantadores, rizos dorados.
En estos momentos puedo sentir el aire
agitando mi pelo. Mis brazos se extienden como las alas de un ave.
Puedo recorrer el mundo como si fuese Peter Pan buscando la estrella
que me lleve a mi refugio, mi País de Nunca Jamás, donde encerrarme
en mi cinismo y en mis libros a la luz de las velas. Sé que aún soy
el ser que siempre fui, un hombre retorcido con unos ojos llenos de
lágrimas que nunca derramé. Llevo en mi pecho su nombre, su
recuerdo, el sabor de sus últimos besos y la promesa que jamás debí
cumplir. Estuve a punto de morir.
Por eso, cuando supe de Rose, comprendí
porque Lestat la había salvado. Algo en él intentaba llenar el
hueco, esa parte paternal y bondadosa, que siempre niega tener. Rose
era una niña, como Claudia, pero no estaba enferma, ni moribunda,
sino desamparada. Él le dio sus brazos y la hizo una mujer. Y
cuando, ya era una mujer, yo la salvé de un calvario en el que se
vio envuelta por un estúpido tropiezo.
Moría en una cama, igual que mi
pequeña Claudia, con tan sólo dieciséis años y toda una vida por
delante. Febril buscaba a Lestat, aunque ella creía que únicamente
era su “tío Lestan”. La habían condenado a estar encerrada en
una institución, la juzgaban como si fuesen una fulana y una
drogadicta. Jamás probó las drogas, se mantuvo pura esperando al
príncipe azul que se pareciese a su tío, y era bondadosa. Sólo
robó un coche, el de sus “tías”, para dar una vuelta con sus
amigas. Ella pagó caro ser un tanto rebelde. Sus hermosos ojos
brillaban angustiados, pero la institución brilló en plena
oscuridad gracias a las sofocantes llamas que yo provoqué con mi
mente. Fuego. Un fuego que acariciaba los muros, salvaba a otras
muchachas y a ella misma. Allí las maltrataban, negaban alimentos y
medicinas, y ella, nuestra pobre rosa salvaje, se marchitaba.
Jamás amaré a alguien como a Claudia.
Mi hija siempre será Claudia. Sin embargo, admito que aquel febril
ángel me recordó a ella. Quizás ella expíe nuestras culpas al
haber sido malos padres, pues consentimos demasiado y estuvimos
sordos ante las verdaderas necesidades de nuestra pequeña.
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