Vayamos por partes... ¡Él no me tiene paciencia y con Daniel sí! ¿Por qué? ¿Qué tiene él que no tenga yo? ¡Una explicación!
Lestat de Lioncourt
—A veces creo que te calmo como si
fueses una esposa exigente—dijo en un murmullo—. Y tendrías todo
el derecho a exigirme todo lo que quisieras.
—Disculpa—respondí tras una breve
carcajada.
Me encontraba tumbado en el diván, con
los pies cruzados por los tobillos, mientras buscaba en mi Ipad
alguna canción apropiada. Él tenía el cabello manchado de pintura.
Había estado pintando. Posiblemente otra vez lirios. Desconocía
porque insistía en ir a las viejas casas ruinosas, meterse en sus
desiertas y destartaladas habitaciones, para pintar aquellas selvas y
esas flores. Insistía.
Sinceramente, me preocupaba. Sentía
que él estaba en peligro y no yo. Él y su ocupada mente. Podía ver
la preocupación en sus ojos. Siempre me impresionó su mirada, el
sosiego de su voz y la paciencia inagotable que había tenido
conmigo. No comprendía porque había sido así conmigo, pero no con
otros. Tal vez se sentía en deuda, pero en esos momentos, en los
cuales nos quedábamos a solas, sabía que me amaba.
Me había recuperado. Volvía a
escribir. Investigaba por mi cuenta los sucesos que estaban
ocurriendo en todo el mundo. Mis manos se movían rápidas sobre el
teclado del ordenador, me dejaba llevar por la música y el ritmo
desenfrenado de la sociedad brasileña. Amaba aquel lugar.
—¿Por qué?—preguntó
escrutándome.
—En ocasiones careces de tacto, pero
sé que jamás lo harías a propósito—me incorporé, fui hacia él
y me tumbé junto a su cuerpo en el sofá contrario.
Una música salvaje sonaba de fondo.
Los tambores, timbales, trompetas y distintos instrumentos de
percusión y viento sonaban, la canción era en portugués y hablaba
de dioses que ni él ni yo creíamos. Hundí mi rostro en su cuello,
notando el aroma a pintura impregnada en su melena, mientras sus
brazos me rodeaban.
—¿Cuándo admitirás que tienes
miedo?—dije.
En esos momentos no tuve respuesta
alguna, pero no me importó.
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