Sentí que debía desaparecer sin dejar
rastro. Necesitaba hablar conmigo mismo y los eternos silencios.
Quise contemplar la huella que había dejado en el mundo, comprender
mis deseos más internos y rememorar los sueños de juventud que
quedaron truncados. Caminé por lugares que jamás hubiese sospechado
que mis pies pisarían, contemplé el mundo derrumbándose una y otra
vez, suspiré por los deseos más inocuos e inocentes que jamás
trascendieron más allá de mis sueños y descubrí que ya no
quedaba la esencia real de la belleza. Quería recuperar ese
concepto, pero me encontraba perdido.
Quedé devastado. Mis últimas
correrías pasaron factura a mis pesadillas. La lógica quedo
aplastada por las sensaciones y emociones. Juré que había visto
cosas imposibles, creí tocar las puertas del cielo y tocar la
campana de los infiernos. Busqué refugio en la música y hallé,
como no, nuevamente el rock como hilo conductor. Mi furia, mi rabia,
mi risa irreverente y mis guiños de amante ocasional quedaron
reducidos a silencio, pensamientos y reflexiones tan extrañas como
terribles.
Una voz me calmaba. Alguien ahí fuera
me buscaba. Sin embargo, sonaba como un viejo amigo. Deseaba que no
parara, pero a la vez me irritaba. Decía conocerme bien, pero yo
desconocía de dónde provenía. Me sentía como un barco de papel en
medio de una tormenta en mitad del mal. Sabía que zozobraba y que el
vampiro que yo había sido, el monstruo que era, estaba siendo usado
como si fuera una marioneta. Mis viejos libros, las memorias de otros
tantos y el reducto de informes que David me dejó leer, iban y
venían a mi mente. La palabra «belleza» me taladraba el cerebro
junto a un balbuceo fugaz en miles de idiomas.
Creo que he llorado más que nunca. Me
he sentido completamente derrotado. La miseria de mi vida se acumuló
como cartas no leídas, pero que amarilleaban y pedían ser
respondidas. Entonces, de buenas a primeras, me vi de nuevo en
acción. Tuve ideas locuaces, insensatas y temibles. Me alcé como un
coloso. Exhibí mi irreverencia y decidí malgastar mi tiempo en una
tarea que podía conducirme a la muerte. Era eso. Deseaba eso. Saber
que podía morir. Tener conocimiento de una muerte terrible y seguir
vivo. Quería llegar al límite que creí que ya había cruzado. Esa
sensación de peligro me daba la vida.
Ahora camino por los viejos bosques que
una vez me vieron crecer, dar mis primeros pasos y tropiezos,
mientras pienso en todo lo que he vivido. Aguardo el momento de poder
contaros de nuevo todo lo que estoy viviendo y los conocimientos que
he adquirido. Me llaman príncipe, pero yo me siento el mismo rebelde
sin causa. Aunque asumo que el poder me sienta bien, aunque prefiero
no tener que imponer normas porque me encanta quebrarlas.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario