Cuando la contemplas ves a una mujer
menuda con andares de hombre, pero con un toque femenino que no puede
controlar pese a todo. Tiene unos ojos grises que pueden cambiar el
mundo. Jamás entenderé del todo al ser que tengo ante mí, quien me
dio la vida y yo le ofrecí otra bien distinta. Era severa como
madre, pero se convirtió en una columna firme cuando me sentía
perdido, hundido y acabado. De joven, cuando tan sólo era un
muchacho mortal, la veía como una de esas princesas que solían
estar encerradas en altas almenas esperando a su príncipe. Pero el
príncipe no iba a venir a por ella. Sólo vendría la muerte. Una
muerte que estaba cada vez más próxima.
En estos momentos la contemplo casi
desnuda, con una ligera túnica de algodón blanco pegada a su
figura. Usa una pequeña concha para rociarse agua caliente de las
termas de éste lugar. Ha vivido aquí todo este tiempo. Durante mis
años de furia en la cual quería destruirme en mitad de mi terrible
depresión. Disfrutó de la soledad y la compañía de otras mujeres,
las cuales conversan con ella como si fueran ángeles. Jóvenes
músicos tocan para ellas, sonríen como dulces querubines en mitad
de una iglesia y ellas conversan sobre temas de actualidad. Pero,
ahora que he venido a verla, la contemplo a solas. No le importa que
la observe como un animal salvaje. No es mi presa, pero lo parece.
Pobre de aquel que transforme a alguien
de su familia en vampiro. El vínculo se vuelve más fuerte y a la
vez más tirante. No puedo vivir sin ella, pero tampoco a su lado.
Ella es libre. Va y viene. No tiene dueño. Jamás tuvo un líder
claro al cual seguir. Aún así ha aceptado que yo sea el Príncipe
de los Vampiros. Ella me trajo aquí, me acompañó ante Sevraine, su
corte de amazonas de la Sangre, Gremt y los fantasmas de Raymon, el
amigo de la Talamasca de Marius, y Magnus, mi padre vampírico. Me
pidió que la llevara entre mis brazos, a expensas de mis locuras y
torpezas, confiando plenamente que la traería hasta las
profundidades de ésta isla volcánica cuyas ciudades son
subterráneas y llenas de esplendor de otros siglos. Me enseñó más
que todo lo que yo había visto en mucho tiempo, me llenó de
información que me arrancó el aliento y me sumergió en una catexis
descontrolada.
Ahora él ve con mis ojos y mis ojos
ven más de lo que jamás han visto. Lo siento cerca. Noto a Amel
junto a mí en todo momento. Sin embargo, ella se baña casi desnuda
frente a mí. No me teme. Sigo siendo su hijo. Pese a todo soy el
joven que corría por la nieve e intentaba sobrevivir. Soy el mismo
hijo que sobrevivió a todos sus vástagos y casi la mato durante el
parto. El mocoso que lloraba cuando se caía y que no levantaba, sino
que miraba pacientemente como lo hacía por mí mismo porque esa era
su lección, su don para mí. Nadie me iba a levantar si yo no lo
hacía. Me hizo fuerte. Creó a un hombre intrépido y decidido. Ella
hizo de mí el hombre que no pudo ser. Sin embargo, ¿cómo es mi
madre? Siempre descubro algo nuevo de ella y eso me asusta, pero
también me atrae.
Muchos dicen amar a sus madres, pero
pocos harían lo que yo he hecho por ella. Tal vez fue sólo un
arrebato, aunque creo que fue más bien un sueño que no quería
perder. Me convertí en su padre, pero jamás he llegado a ser severo
con ella. Siempre me abierto mis brazos para que venga hasta a mí. Y
eso hago, llevo un rato con los brazos abiertos y ella ríe de esa
forma tan peculiar. Hace que se vea como una jovencita cuando lo
hace. Parece la risa de una niña. Y, sin embargo, es esa mujer
indomable que te arrancaría el corazón si pretendes interponerte en
su camino. Dual y hermosa. Ella es mi madre. Me siento orgulloso de
ella, pues sé que tengo parte de su encanto y poder.
—Madre, el hijo pródigo ha venido a
verte.
Lestat de Lioncourt
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