El amor de Louis es incondicional. Yo me siento agotado. Hice mal con Claudia, pero intento que no sea así con Rose.
Lestat de Lioncourt
“Te he mirado durante muchas mañanas.
Dormías profundamente. Te acurrucabas contra mi pecho y decidías
olvidar el dolor de saberte maldita. Eras como una muñeca. Tus
pequeños dedos jugaban con mis ondulados cabellos negros. Eras vida
dentro de las tinieblas. Mi dolor se evaporaba. Me comportaba contigo
como un padre, pero con el amor de una madre. Un amor incondicional.”
Cualquier padre me comprenderá cuando
digo que mi amor era superior a sus desprecios, lágrimas y
quebrantos. No me importaba ver el odio transformando su pequeña
carita de ángel. Esa cara que tomaba entre mis manos, secaba las
lágrimas y me perdía en sus ojos claros diciéndole que la amaría
siempre, que jamás dejaría de ser mi corazón y la única cosa a la
cual me ataba la vida. Una vida en la muerte. Una muerte dulce y
terrible que provocaba que me obsesionara con la sangre, la belleza
de la danza de una vela y la literatura romántica. Me perdía en los
libros y poesías que compartíamos, ella tocaba el piano y yo me
sentía animado. Olvidaba los lloros y las pataletas, también sus
deseos perfidos de matar a nuestro creador. Lestat era algo más que
mi hacedor. Él era mi compañero, mi amigo, mi único guía y el
amor que le tenía era inmenso. Siempre oculté ese amor. Intentaba
despreciarlo, como ella lo hacía, pero era imposible.
Tal vez es culpa mía. No supe encajar
que nuestra familia estaba desestructurada, perdida, abandonada en un
pantano más profundo y oscuro que aquel que guardó el cuerpo de
Lestat por algunas noches. Sin embargo, todavía sueño con ella.
Puedo verla. No la contemplo como ese fantasma que me odiaba, sino
como la niña que una vez fue. Esa pequeña flor inocente. Ese lirio
que aparecía en plena noche ofreciéndome sus besos en mis mejillas,
sus pequeños brazos entorno a mi cuello y sus palabras dulces para
calmar mi alma desesperada. Ella era mi hija. Siempre será mi hija.
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