—Siempre has sido un
irresponsable—decía caminando por la sala—. Terriblemente
rebelde. Nunca has pensado en mis sentimientos o en la preocupación
de tu madre—comentaba mientras yo le seguía con la mirada—. Creo
que ni me estás escuchando... —dijo deteniéndose.
Hacía calor. Fuera los campos estaban
floreciendo. Había logrado que se plantaran viñedos y esperaba que
en septiembre me dieran alguna sorpresa satisfactoria. Las estrellas
iluminaban todo. Podía verlas y contarlas a la perfección. Tan
lejos de París, del mundo ruidoso y rutilante, provocaba que
sintiera cierta nostalgia de las abarrotadas ciudades, pero en
realidad me encontraba en paz escuchando cada una de sus palabras.
Era una sinfonía de sentimientos, una amalgama de colores porque el
dolor puede verse, casi palparse, en la expresión de su verde y
hechizante mirada. Ese discurso podía haberlo dado cualquiera. Desde
Marius hasta David, incluso Benji o Armand. No importaba realmente
quien de todos ellos lo hiciese, pues tenía razón. No solía pensar
en los sentimientos de los demás al verme expuesto a mis fechorías,
a mis estúpidos sueños y baratas fantasías, pero así era yo.
Había aprendido a jugar con la muerte desde que era un muchacho, a
cazar estrellas con una carcajada y desear ser el foco de atención
de todos. Gozaba la salvaje sensación que provocaba en otros, la
humillante derrota que podía traer en mis manos para aquellos que no
dieron nada por mí y recordaba vivamente ese momento para siempre.
Otras cosas pueden que se me olviden, pero no esas sensaciones tan
deliciosas.
Sin embargo, cuando él pronunciaba
esas palabras era como escuchar la verdad más cruda y terrible.
Quizás era su expresión tan humana, esas mejillas sonrojadas por
haber bebido algo de sangre y sus manos delicadas moviéndose
ligeramente. Cuando me miraba lo hacía con un ruego, como si
realmente creyese que yo pudiese ofrecerle un milagro. Sabía que si
yo decidía algo, si hacía algo o comentaba cualquier cosa, lo hacía
con todas las consecuencias y no me detenía, ni flaqueaba o
reprochaba nada.
—Louis, ¿tú me amas?—pregunté.
—¡Por supuesto! ¡Qué
tontería!—gritó.
—No te pregunto por un amor que surge
de la admiración, como puede ser el de Gregory. Tampoco por un amor
que brota de un sentimiento paternalista como el de Marius. Te pido,
o más bien te ruego, que me digas qué clase de amor tienes hacia
mí—hice que mis palabras detuviesen sus pasos, se quedase frente a
mi escritorio francés y se apoyase como si le faltase aire.
—¿Tras tantos siglos te atreves a
decirme eso?—dijo achicando los ojos—. ¡Bien! Creo que ya debo
de irme.
—¡Louis!—grité impulsándome de
detrás del escritorio, para tomarlo entre mis brazos y detener sus
pasos acelerados hacia la puerta—. Louis...
—Suéltame—masculló intentando
enfocarse en su rabia, pero no en los sentimientos que me tenía. Yo
lo conocía bien. Amel podía decirme ahora todo lo que sentía.
Cuchicheaba sobre el amor, la belleza y la singularidad de mi creado.
No hacía falta. No necesitaba que estuviese contándome nada de eso.
Era innecesario—. ¡Suéltame! ¡Estoy cansado de tus juicios!
—Y yo cansado de perderte—susurré
girándolo, para besar sus mejillas acariciando su rostro. Observaba
su belleza. Veía en él algo que otros no podían siquiera
vislumbrar. Louis era una de mis mejores creaciones—. Yo te amo. Te
amo.
—Si me amas, ¿por qué juzgas mis
sentimientos? Te he dicho siempre que te amaba—dijo intentando
apartarse de mí.
—Pues por el mismo hecho de
siempre...
—Porque eres un imbécil—respondió
frunciendo el ceño, para luego dejar escapar un ligero suspiro
exasperado.
Noté que mi madre estaba en la puerta
escuchándonos. No había entrado para no interrumpir. Ella guardaba
silencio aguardando su turno de reproches y halagos. Todos querían
verme. Querían decirme que me amaban y necesitaban. Eso ya lo habían
hecho durante varias noches. Yo sólo quería abrazarlos a todos
largamente, quedarme dormido durante unas horas y permitir que ese
amor, el amor que ahora sentía por todos y hacia todos, se hundiera
en mi alma y no se desvaneciera.
Lestat de Lioncourt
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