Lestat de Lioncourt
Había estado deambulando durante
largas horas en aquel despacho. Aún había viejos volúmenes que
pertenecieron a Julien Mayfair, mi antepasado y el de muchos Mayfair
que aún continúan mezclando su linaje y extendiéndolo por diversos
estados del país. Admito que siempre he sentido su presencia y no me
incomoda. Jamás he rechazado su compañía. Es un espíritu que
camina por las estancias recordándolas como en el fulgor de su
época. Puedo aspirar el cacao recién hecho, palpar el denso humo de
su pipa y, ocasionalmente, ver su silueta en la ventana observando el
jardín donde yacen los Taltos.
Hacía mucho que no me dedicaba a
indagar en los viejos y pesados ejemplares. Algunos ya acumulaban
polvo. Los libros son pacientes y esperan, aunque sea durante años.
En uno de ellos había una fotografía. Logré dilucidar que era
Evelyn Mayfair, la bisabuela de Mona, ofreciendo su angelical sonrisa
a la cámara. Todavía era una niña delgaducha y no la mujer
curvilínea que llegó a ser, según me han contado en un millar de
ocasiones. Tímida, o quizás despreocupada con el mundo, no hablaba
demasiado y pasaba largas jornadas en profundo silencio.
Tras la imagen había una dedicatoria.
Estaba algo borrosa. La tinta se había emborronado. Sin embargo, con
un poco de esfuerzo y mis gafas de cerca pude leer la poesía que
yacía oculta. Era uno de esos poemas extraños que ella solía
murmurar. Era lo poco que hacía. Murmuraba poesías. Uno de sus
poemas nos salvó a todos. Julien lo aprendió y lo recitó para que
se grabara a fuego en mi alma.
Girasoles
ciegos entorno al alma,
que
atormentada busca la lluvia ácida,
en
medio de la gris y polvorienta ciudad.
¿Dónde
asesinaron a la esperanza?
Guarda
tus espaldas cuando todo está en calma
porque
pronto verás a la muerte en crisálida,
esperando
salir para batir sin piedad
sus
alas oscuras contra el hilo de tu vida.
Rojo
carmesí en los labios de la mentira,
tan
hermosos como los de la mujer que amabas.
Tan
rojos como la manzana que ayer mordiste,
y que
ahora se atora en tu garganta.
Vigila
tus pasos por el mundo de la ira
porque
tú eres el ángel con el cual conversaban,
con
aquellas almas que sin duda sorprendiste
alzando
la vista hacia los turbios cielos.
Mira tu
cuerpo en el suelo, tú eras a quien esperaban.
22 de
Abril 1920
La
mansión se hallaba en calma. Pero las paredes empezaron a crujir y
la música a sonar estrepitosamente. Era la pieza favorita de Julien.
El aroma del tabaco y el cacao se mezcló alzándose como una columna
de humo en el escritorio, él apareció sentado con su mejor bata y
la pipa en los labios. No dijo nada. Tan sólo parecía mirarme con
amargura. Esa fotografía narraba la muerte de Lasher, pero también
la forma en la cual él siempre se despedía. Era una oda a la
esperanza marchita durante tantos años.
—Mon
fils—dijo con un tono de voz sosegado—. Pronto volverán los
malos tiempos a la familia. Vigila a Mona.
—Está
en el hospital—respondí—. Está siendo atendida por Rowan.
—No...
—respondió antes de esfumarse.
Minutos
más tarde sonó el teléfono. Mona se había escapado. No sabían su
paradero. Sin embargo, algo me decía que tenía que ver con el
poema. Ella se moría. Ella era quien estuvieron esperando. La
pequeña pelirroja que una vez conocí, que se convirtió ante mí en
una mujer atractiva y salvaje, languidecía en una camilla de
hospital, pero había reunido fuerzas buscando quizás un poco de
esperanza.
—Quinn...—murmuré
saliendo de la habitación, bajando aceleradamente las escaleras y
dirigiéndome hacia la cochera.
Ella
estaba en Blackwood Farm. Lo demás es historia.
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