He discutido mil veces con él y aún
creo que tenemos cientos de temas pendientes. Es como un tira y
afloja que jamás termina. Ambos nos miramos con dureza, decimos
palabras hirientes y después nos arrepentimos porque nos alejamos.
Salimos derrotados. Perdemos por completo la oportunidad de ser
felices por una discusión que ni siquiera sabemos como comenzó. Sin
embargo, cuando se encuentra sentado en la biblioteca, ojeando alguno
de los libros de poesía que yo mismo le he regalado, veo en él el
hombre del cual me enamoré perdidamente en mitad del caos de una
taberna.
Vi en él la desesperación de Nicolas,
su afán destructivo y como incitaba a todos a terminar con él.
Recordé que no pude librar de sus demonios a quien fue mi amado
violinista, mi amigo y compañero de correrías, el amor de mi
juventud reciente y el único ser que me ha visto llorar frustrado
arrojado en el suelo de nuestra cochambrosa boardilla. A su lado me
sentía ave y podía surcar los cielos parisinos, subirme en los
tejados como un maldito gato y escuchar su violín a mi lado
arullando el hambre atroz que ambos poseíamos. Siempre supe que
nuestra historia tendría un final trágico, pero jamás pensé que
sería tras un largo silencio, un portazo y tanto odio. Nicolas no
aceptó la vida que yo le ofrecí, pero tampoco la Sangre le dio la
felicidad que él deseaba hallar. Quiso encontrar esa luz que se
hallaba en mi interior y, sin embargo, se perdió por el camino.
Louis era similar. Poseía esas
facciones sensuales y carnosas que siempre me han atraído en los
hombres. Tenía unos ojos verdes que me recordaban a la esperanza, a
Dios mismo y toda su corte influyendo irremediablemente en la fortuna
humana, pues él buscaba la fe y la fe estaba en él pese a
encontrarse presa de mil demonios. Por mi parte yo ya no creía en
nada. La bondad y la malicia siempre fueron meras palabras y argucias
de unos y otros. Jamás soporté las plegarias a los santos y las
mentiras de los versículos bíblicos. Cuando comprendí la escritura
y pude leer cientos de libros, algunos prohibidos, supe que jamás
aceptaría un camino hacia el cielo. Si existía Dios estaba
condenado y el Demonio me aguardaba con los brazos abiertos, cosa que
por un tiempo pensé que así sucedía. Sin embargo, eso es otra
historia. La historia fundamental es la nuestra. París fue la
semilla, pero él terminó siendo el fruto.
Adoro ver como su ceño se frunce, sus
ojos brillan como un felino acorralado y se alza poderoso con toda la
furia posible. Me excita ver sus labios abiertos en una exclamación
de rabia, pero también sé que esa rabia terminará abofeteándome y
clavándose en mi corazón. No tengo remedio. Pero eso es lo que me
gustó de él. Pese a estar vencido frente a todos, incluso frente a
sí mismo, tenía un poder dormido que le avivaba y le ofrecía un
aspecto distinto.
Creé a un hermoso monstruo porque lo
amaba. Amaba cada expresión, palabra y acto. Quería al filósofo
maldito que se hallaba en su alma, medio dormido y medio despierto,
buscando el camino a casa. Pero no hay ninguna casa. No hay hogar
para nosotros. Aunque he intentado hallar uno, darle un
emplazamiento, sé que no puedo vivir aislado en un castillo como los
viejas leyendas románticas de vampiros. No puedo reinar desde la
lejanía. Tampoco sé si deseo ser el príncipe o monarca que todos
quieren que sea. Sólo deseo danzar como un demonio alrededor de
Louis, escuchando sus quejas y jactándome de todo lo que dice como
si insuflase en mí un poco de vida. Me gusta hallar el límite del
amor y el odio, cruzarlo y volverlo a pisar con un beso desgarrador
como un grito de muerte.
A veces soy capaz de doblegar mis
instintos y me aproximo a él, manso como un cordero, para rogar
disculpas mientras aparto sus cabellos hacia un lado, beso su cuello
y le rodeó como si fuese lo último que pudiese hacer en éste
mundo. Pero en otras ocasiones el portazo es más placentero. Pues sé
que él acabará regresando a mí con cualquier excusa. Temo el día
que eso no ocurra, pero sigo haciéndolo. No se puede enseñar trucos
nuevos a un perro ya demasiado viejo.
Lestat de Lioncourt
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