—Hoy tendremos una larga
conversación—dijo apoyado en la puerta de aquel cuchitril que
habíamos conseguido.
Al fin estábamos en París. Ni el olor
del orín en las aceras, el hedor del mercado cuando se cerraba por
los productos que no se habían vendido o el frío que habíamos
pasado bajo llovizna podían borrar mi sonrisa. Sin embargo, él
parecía perdido. Sus ojos hablaban de miles de sentimientos y yo no
sabía leerlos. Para mí siempre había sido un enigma.
—Te he visto—susurró quitándose
la camisa para arrojarla al suelo con furia—. ¡Las mirabas a
todas! Pensé que dejarías de hacerlo aquí en la gran ciudad, pero
ni las putas se han salvado de tus impúdicas miradas. ¡Ni ellas!
—Nicolas...—dije viendo como pasaba
por mi lado propinándome un empellón, para luego arrojarse a la
cama llorando.
—¡He venido a París para que tú me
amargues aún más la existencia!—gritó con furia mirándome con
deseos de golpearme—. Pensé que...
—Nicolas, sabes lo que siento por
ti—respondí acercándome a él.
De inmediato lo tomé del rostro y lo
besé como el salvaje que era. Él no negó aquel beso, pero tampoco
lo siguió. Se limitó a aceptar mis caprichos como siempre. Acabé
de desnudar su cuerpo para acariciar su delicada silueta. Tenía las
costillas marcadas, pues era extremadamente delgado, y su cadera
sobresalía ligeramente en una pose demasiado erótica.
Él abrió sus piernas y permitió que
“conversáramos” de la forma más habitual. Su cuerpo era mío y
su alma también me pertenecía. Era un amor déspota donde no podía
hacer nada por salvarse. Su corazón estaba destrozado porque sabía
que yo jamás sería fiel, pero aceptaría cualquier muestra por mi
parte de quedarme a su lado.
Lestat de Lioncourt
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