—¿Por qué?—preguntó de
improvisto entrando en la habitación.
Había estado inmerso en mis propias
dudas y temores. Amel y yo conversábamos en silencio. Dialogábamos
observando viejas cartas que Eleni me había hecho llegar. Eran
cartas de mi puño y letra. Me interesaba reiteradamente por aquel
violinista que lo fue todo para mí, mi viejo amigo de desgracias y
mi amante desafortunado que abandoné en París. Aún me siento
culpable, pues es una cruz que siempre llevaré tatuada a fuego en mi
alma y la cargaré hasta el último de mis días. Sin embargo, el
apareció con el rostro bañado en lágrimas, manchando así su
elegante blanca camisa de puños de encaje.
—Porque soy un demonio, un maldito
demonio y disfruto torturándote—respondí con rotundo sarcasmo;
sin embargo, y esto puedo asegurarlo por la vieja tumba de mi padre,
no sabía qué me estaba recriminando.
—Bastardo...—siseó aproximándose
a una de las estanterías, para empezar a arrojarme todos los pesados
volúmenes que había logrado apilar con afanoso tesón.
—¡Para!—grité incorporándome,
mientras esquivaba “Sueño de una noche de verano”—. ¡Sé
puede saber qué demonios ocurre!
—¡Todo! ¡Todo ocurre!—dijo
golpeándome el torso—. Todo... —susurró sin fuelle, permitiendo
que lo abrazara.
Noté entonces que en sus manos había
un viejo relicario. Reconocí de inmediato a su propietaria. Era una
de las pertenencias de Claudia. Había decidido que todas esas
reliquias se las quedase Talamasca. No quería que él tuviese que
revivir ese terrible momento una y otra vez. Jamás se lo perdonaría.
Nunca aceptaría ese terrible momento de angustia y desesperación.
—Estaba en mi cama... tú lo dejaste
allí... admítelo... ¡Te gusta hacerme sufrir!—gritó intentando
separarse de mí.
—Yo no fui—susurré.
—Seguro que fue ella. Fue ella,
hermoso. Fue tu hija hermosa. Fue la hermosa niña muerta que tú
recuperaste de entre las ánimas por la fuerza de tus
palabras—murmuró Amel—. Fue ella—repitió—. Díselo... Dile
la verdad.
—Fui yo. Admito que fui yo. He sido
un torpe, Louis—dije tomándolo del rostro—. Amor mío, pensé
que sería un hermoso detalle. Creí que ya no habría dolor en los
recuerdos...—él me miró sin verme, pues tenía los ojos
ensangrentados por las lágrimas sanguinolentas.
—Te odio—musitó tembloroso.
—¡No has sido tú! Lestat, deberías
prevenirlo... Sabes que ella es mala... —susurró mi nuevo y
perenne amigo—. Oh, ya. No quieres que suceda lo de aquella vez...
entiendo... Se lo dirás a Talbot.
—Louis, perdóname—susurré
acariciando su rostro con la punta de mis temblorosas manos. Él notó
mi nerviosismo, pues el pánico llenó mi alma de viejos demonios.
—Deshazte de esto—dijo dejándome
el relicario entre las manos mientras se apartaba—. Hazlo esta
misma noche.
Él se marchó dando un fuerte portazo,
provocando que cayesen aún más libros de la estantería. Después
suspiré apoyándome en mi escritorio observando el desastre mientras
escuchaba el sutil tarareo de Amel.
—No tararees esas notas...—reconocía
aquella melodía. Eran algunas de las partituras favoritas de
Claudia. No quería tenerlas presente.
—Sólo te aliento a que busques a
David—murmuró.
Aquella misma noche entregué a mi
viejo amigo David Talbot el relicario y puse en conocimiento de todos
lo que había sucedido. Los espíritus se disgregaron buscando a
aquel demonio de pequeño tamaño y hermoso rostro. Si bien, de ello
hace más de dos meses y no ha ocurrido nada grave. Al parecer tan
sólo puede dañarnos con sus recuerdos, esos recuerdos que también
poseemos nosotros llenos de dolor y amargura.
Lestat de Lioncourt
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