Estoy cansado de escuchar a cientos
quejarse de sus vidas. Muchos alzan sus brazos y braman al aire por
sus propias equivocaciones. Nosotros decidimos los pasos que vamos a
dar, pues elegimos que camino tomar. Hemos trazado nuestras huellas
sobre el mundo y no podemos dar marcha atrás. Las decisiones,
equivocadas o no, han formado al hombre o la mujer que eres. No
puedes odiar lo que ya es parte de ti, pero sí puedes intentar
cambiar para que esos errores, los que tanto te han hecho llorar como
madurar, sirvan para algo más que para sentir dolor, desesperación
o tristeza.
He arriesgado mi vida para rescatar
trozos de mi pasado y sentimientos que creo de un valor incalculable.
A veces he cometido los mismos errores varias veces. He confiado
demasiado en mí o en otros, pero no me arrepiento. Si volviese a
nacer viviría cada error y cada victoria como el primer día, como
si fuese algo totalmente nuevo, aunque supiese el resultado. Si
cambiara alguna coma en mi historia, en éste hermoso libro que llevo
narrando durante siglos, modificaría el resultado y dejaría de
tener las experiencias y las vivencias que tanto me han costado
lograr.
De todas las decisiones que he tomado
creo, sin duda alguna, que la más importante fue salir a cazar esos
lobos. Pude haberme negado y rechazado las plegarias de los pobres
pastores. Sin embargo, la comida era escasa, los bienes preciados y,
aunque los lobos estaban en su derecho a sobrevivir como nosotros,
tuve que darles caza. Recuerdo la sangre caliente empapando mis manos
y el horror de contemplar a mis mastines muertos, arrojados en el
suelo sin una gota de vida, con su pelaje ensangrentado y su
bondadoso hocico destrozado. Fue terrible el camino a casa, pero me
endureció. Cambió algo en mí y germinó un deseo insaciable de ser
libre, como esos lobos, y vivir antes de morir. No quería condenarme
a estar recluido en un lugar como aquel, una prisión de altos muros
de piedra, que era lo que ahora llamo hogar.
He regresado al punto de partida. Es
como si hubiese tenido una mala tirada de dados y me hubiesen enviado
al inicio del juego. No me arrepiento. Me encanta jugar. He apostado
muy fuerte, como ven, y no he salido perdiendo. Ahora todos me llaman
príncipe y jalean mi nombre. Hay eternas colas de jovencitos que
quieren verme cuando decido aparecer para todos y dar mis famosos
discursos. Me aplauden, halaban mis correrías y suspiran gritando
que me aman. No me aman, me adoran. Me adoran como adoraron en su día
a las estrellas del celuloide o a Dios mismo.
Sé bien que el verdadero amor se halla
en el corazón de aquellos que han soportado mis caprichos, que han
intentado que mi camino fuese más fácil y cuando me abrazan,
notando sus duros cuerpos contra el mío aún más fuerte y terrible,
noto esa bondad que no hallo siquiera en mis víctimas. Hablo de mi
madre, de Louis, Armand, Marius o David. Por supuesto hablo de Rose o
Viktor. No se confundan. Los amo a todos ustedes, pero he aprendido
que aquellos que más me aman son los que han soportado de primera
mano mi estupidez e irracionalidad. Incluso aún amo a Nicolas,
aunque sea un recuerdo amontonado sobre cientos de escombros.
Los lobos me llevaron a Nicolas, él me
habló de París y París fue mi tumba, mi resurrección, mi
esperanza y mi despegue. Arman fue mi primer impedimento, pero
también el primer error que cometí. Debí escucharlo y comprender
el dolor que tenía marcado a fuego en su piel. Busqué la verdad
junto a mi madre, ambos como un dueto mortal unido en la oscuridad y
la insaciable sed, hallando tragedia, verdades a medias y secretos
insospechados en Marius. De no haber sido por él no hubiese sabido
de los Padres Inmortales, aunque tuve que abandonarlo. Decidí que
haría mi propia aventura y busqué un lugar nuevo, donde creí que
los vampiros todavía no poseían un territorio claro. Busqué lo
salvaje. Y en lo salvaje, en un Jardín Salvaje y hermoso, a solas
encontré a quien me haría famoso por su dolor y sus miserias, pero
también por mis aciertos y discursos para nada encantadores. Louis,
mi Louis. Él siempre será mi Louis. A partir de allí los amigos y
los malos momentos se han ido uniendo. Ahora puedo decir que soy
parte de todos, pues Amel es parte de mí. Los conozco a todos,
siento un amor inmenso por ellos, pero sé que quienes más me aman
son quienes me han ayudado a levantarme.
Lestat de Lioncourt
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