Muchas veces me he preguntado qué
hubiese sido de mí de haberme quedado en Auvernia. Tal vez habría
terminado asimilando que mis días de juventud acababan, que debía
convertirme en un hombre decente y el cazador seguiría buscando sus
aventuras en el bosque y no en la taberna. Me convertiría quizás en
un hombre achacado por la humedad, el frío, la miseria y la condena
de mi sangre noble. Puede que no hubiese sobrevivido a la revuelta
social, cultural y económica que vivió mi país. Es posible que mi
vida hubiese sido, finalmente, algo deleznable.
Sin embargo, también me cuestiono si
hubiese sido posible quedarme en París. Viví parte de aquella
revolución. La sangre joven y fuerte se agitaba en los cafés donde
la política era una tertulia que acaparaba la filosofía, música,
interpretaciones teatrales, religión e incluso la vida común. Todo
era política y podía convertirse en un símbolo de las nuevas ideas
que se imponían a las antiguas, las que se veían sólo sustentadas
por una corona que pendía de un hilo. Disfruté del pan duro y el
vino amargo en las calles, gocé de escuchar a los intelectuales
apoltronados en las sillas de rincones oscuros de aquellos lugares,
viví la luz de la mañana clavándose en mis ojos claros y
penetrando en mis huesos cansados. Escuchaba el murmullo del mercado,
me inspiraba en la sonrisas descaradas de las jovencitas que me
seguían el juego y disfrutaba de los besos clandestinos de Nicolas.
Quizás hubiese muerto de alguna
enfermedad, de hambre o por alguna reyerta. Tal vez habría
sobrevivido a todo junto a Nicolas. Puede que nos dividiéramos de
forma distinta y alcanzáramos nuestras metas por otros caminos. No
lo sé. Las posibilidades son miles, pero no ciertas. Lo real, lo
tangible, es sin duda alguna lo que yo he vivido y que no me ha
avergonzado jamás.
En estos momentos, junto a mi madre,
comparto el silencio de su presencia. Ella se mueve sosegada por las
salas que una vez fueron frías, lúgubres, húmedas y que veía como
lápidas a sus sueños. Sin embargo, ella estaba allí observándolo
todo. Eran mis raíces, pero no las suyas. Me preguntaba si ella
había regresado a Italia con algún motivo, el cual podía guardar
por siempre celosamente, similar a los míos aquí. Ella viajó por
todo el mundo con mi abuelo, tuvo una esmerada educación y
finalmente se vio presa de un matrimonio por conveniencia. Ella
poseía el dinero y la cultura, mi padre tierras empobrecidas y un
título.
Recuerdo a mis hermanos. Los he estado
recordando todo este tiempo. Viktor, mi hijo, me recuerda a ellos y a
mí. Veo en él la ilusión y la fuerza que una vez tuvo mi juventud,
la cual aún conservo como algo más que un mero recuerdo. Me
pregunto si mi madre puede ver en él mi reflejo, el cual me llenaba
de orgullo, como algo más que unos meros rasgos genéticos. No he
querido preguntárselo por miedo al silencio.
Prefiero observarla como si fuese un
animal salvaje. Camina de una forma que no he visto a ninguna otra
mujer. Tiene una fuerza superior a la de un hombre cuando pisa, pero
con un erotismo que pocas mujeres han podido dominar. Es fiera y
elegante. Tiene algo que yo no tendré y es el misterio, una historia
que no quiere contar y que tan sólo sé trozos como si fuesen una
ópera inacabada. Aún así, me encanta. Amo recordar nuestras
conversaciones, así como enloquezco cuando ella vuelve a mi lado y
decide abrirse a mí.
Mi madre es única, pero supongo que
todos opinan lo mismo de las suyas. ¿No es así? ¡Qué se yo!
Simplemente la amo.
Lestat de Lioncourt
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