Estaba frente a mí con su rostro de
líneas suaves. Aún no poseía el semblante maduro que le hubiese
dado la edad. Tenía todavía los ojos llenos de una esperanza que
parecía exótica en un mundo como el nuestro, donde se cosecha
miseria y condena. Somos seres que hemos sobrevivido a la muerte y
conocemos íntimamente el crimen y la soberbia. Deseamos la
inmortalidad mucho más que los grandes artistas, los ególatras
dirigentes y los empresarios que amasan fortuna creyendo que el
dinero podrá comprar la eternidad.
Su aspecto era elegante, pero no
sofisticado. Poseía una elegancia que había aprendido con el paso
de los años, imitando quizás a su tutor y a los grandes hombres de
otras épocas. El traje era a medida y su camisa de algodón blanco
realzaba su largo cuello, pues no había corbata rodeándolo. Sus
manos, largas y finas, tenía las uñas cuidadas y descansaban sobre
los brazos del sillón. Sí, era el señorito Blackwood.
Quinn poseía una belleza muy
atractiva. Sus casi veinte años le ofrecían una imagen soberbia,
idílica y atractiva. Podía ver en él lo mejor de un hombre y un
niño. Sentía curiosidad y deseos, poseía una pasión desatada y se
mantenía con una serenidad medida. Era hermoso. Poesía riquezas,
una historia, experiencia, poder, juventud eterna y un corazón noble
que había logrado enternecer al mío.
Allí, sentado en aquel sillón, lo
contemplé durante varios minutos. Teníamos muchas cosas que
contarnos. Había motivos para conversar como aquella primera vez.
Debía pedirle, o más exigirle, que me contara la verdad sobre sus
años lejos de mí. Me había perdido por las selvas, cruzado
desiertos, vivido entre escombros y grandes edificios del más
arrebatador lujo; pero él ¿qué había hecho? No se había puesto
en contacto con mis abogados. Ni siquiera Maharet me había informado
de sus pasos tras marchase para investigar en su gran biblioteca.
Durante meses temí por su vida, lloré por él y por su compañera.
Sin embargo, ella no estaba allí. Mona no se encontraba a su lado
mirándome inquisitiva y seductora. Sólo estaba él. Había entrado
en la sala principal del castillo, tomado asiento y esperado con
calma a que yo apareciera.
¿Dónde quedó su pasión? Ni siquiera
se movió para estrecharme y llorar en mis brazos, como hubiese hecho
el muchacho que yo conocí tan íntimamente. No. Él se comportaba
como aquel viejo fantasma que tantos malos momentos me hizo pasar. Un
ser que todavía, a día de hoy, extraño. Julien fue un enemigo
mordaz, pero necesario. Comprendí que la vida no es tan placentera y
que uno puede encontrar trabas en su camino al éxito, el amor o los
negocios. Con su historia comprendí que debía vivir más, buscar
más y marcharme de New Orleans buscando mis raíces; igual que él
hizo cuando se encontró con la maldad frente a frente. ¿Y no era
Quinn un descendiente suyo? Lo era. Era descendiente de aquel hombre
de ojos azules, como los suyos, y de cabello canoso que una vez fue
similar al que poseía mi joven amigo. Sin embargo, pronto me percaté
que mi hermano, mi amigo, mi compañero y mi pupilo por unas semanas
no estaba allí.
Mi deseo era tan terrible que lo había
imaginado. Imaginé su presencia como si fuese una vieja fotografía
en un lugar en el cual jamás fue tomada. Apreté los puños y deseé
no llorar, pero mis lágrimas aparecieron manchando mis mejillas.
—Desahógate, lo necesitas—escuché
la voz de Amel como si me susurrara al oído, aunque él estaba en mi
interior—. Hazlo, pues sé lo que sientes por esos muchachos.
—¿Está vivo o está muerto?—al
fin le hice aquella conmovedora pregunta, pero él guardó silencio—.
Quien calla otorga—dije apretando los dientes.
—Hay vampiros que se enteraron cuya
conexión no es tan fuerte, recuerda que él es joven. Es más fácil
dar con los más cercanos a la reina, que con aquellos que están más
alejados de mi línea de sangre—explicó—. El tiempo lo dirá.
—Más vale que esté vivo...
Lestat de Lioncourt
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