Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 21 de junio de 2015

Siempre nos quedará discutir...

—Podrías decirme el motivo por el cual estamos aquí—dijo mirándome de reojo—. No tengo tiempo para malgastarlo en tus juegos—cruzó sus brazos a la altura de sus pechos y observó la ruinosa mansión que teníamos frente a nosotros.

—Madre...—susurré con una enorme sonrisa—. ¿Recuerdas cuando deseábamos ver fantasmas y los perseguíamos para hacer algo juntos?—era una excusa que nos mantenía unidos, aunque nunca tuvimos la suerte de poder observar con claridad algún hecho inusual. No fue hasta mucho más adelante cuando logré sentir, ver y escuchar fantasmas y espíritus.

—Ya no busco estas cosas...—respondió cansada—. ¿Me has hecho venir hasta aquí para visitar una mansión en ruinas? ¿Quieres jugar conmigo a los cazadores de misterio? ¿No tienes un amigo que hace estas cosas? No cuentes conmigo. No pienso entrar en un edificio que está a punto de unir su tejado con los cimientos.

Ciertamente no era algo que hiciésemos. Habíamos olvidado esos juegos. Terminamos alejándonos y permitiendo que el silencio, el tiempo y la distancia sepultaran parte de nuestro pasado. Sin embargo, me atraía aquella mansión. Me imaginaba la belleza de otra época, tan sureña e irreal, surgiendo de entre la maleza y las baldosas rotas. Podía sentir que había algo allí latiendo, esperando ser descubierto, pero ella parecía negarse en rotundo.

Ambos vestíamos ropas cómodas. Llevábamos botas militares muy similares y algo pesadas, pero los pantalones eran unos tejanos simples y unas camisas de algodón. Su camisa era color caqui, la mía era roja. Siempre amé el color rojo, al igual que le sucedía a Marius. Era un color muy llamativo que me traía viejos y buenos recuerdos. Roja era la capa que me ofreció Nicolas, roja la túnica de Marius cuando me envolvió entre sus brazos y roja la chaqueta que llevaba cuando fui nombrado príncipe.

—Regresaré con las mujeres—anunció—. Esta noche habíamos decidido visitar un cine cercano, inmiscuirnos entre mortales y caminar por Roma—hablaba, pero yo no prestaba atención a sus palabras. Eran sus labios los que me atraían, tan carnosos y sensuales, así como sus pechos rebosando en la pequeña copa de su sujetador—. Deseo volver junto a Servaine y las demás. Llévame—me ordenó mirándome a los ojos—. Lestat, te estoy hablando.

Estiré mi mano derecha hacia el primer botón abierto de su camisa, deslicé mis dedos por la suave tela y llegué al siguiente desabrochándolo. Su camisa se abrió un poco más, tan sólo un poco, mostrando el canal de entre sus senos. Ella me miró sorprendida, aunque no parecía molesta. Continué con el tercero y acaricié el borde de su ropa interior, simple y cómoda, provocando que suspirara. Su pulso se aceleró, así como su respiración, y cuando llegué al cuarto me agarró de la muñeca con su diestra.

—¿Qué crees que estás haciendo?—preguntó ligeramente ronca.

De improvisto para ella, como también para mí, mi única respuesta fue besarla. Mi lengua se introdujo entre aquellos suaves y carnosos labios, acariciando su lengua y hundiéndola palpando cada parte de su boca. Intentó zafarse de mis actos salvajes, pero sólo logró que la retuviera con mis brazos. Para sofocarla corté mi lengua con mis puntiagudos colmillos, provocando de ese modo que mi sangre se colara en su boca.

La reacción no tardó en hacerse efectiva. Sus manos pasaron por encima de mis caderas, pegándome a ella, mientras yo desabrochaba su camisa y sacaba sus pechos de la copa de su simple sujetador. Dejé de besarla para hundir mi rostro entre sus cálidos senos, rocé mis labios sobre sus duros pezones y mordí el derecho para succionar unas gotas de sangre.

—Demonio... —balbuceó.

Estábamos lejos de la ciudad, era un páramo desierto cercano a una carretera poco transitada. Nadie nos vería. Era noche cerrada. Los insectos zumbaban a nuestro alrededor. El verano llenaba el campo de un encanto casi sagrado. No muy lejos había un trozo de pantano, como en muchas zonas de aquella maldita ciudad llamada Nueva Orleans, y sus densas aguas creaban una música única con sus anfibios y escaso movimiento.

Me aparté contemplando sus senos al aire, tan duros como cálidos, mientras metía mi mano diestra en el bolsillo trasero de mi pantalón. De allí, con cuidado, saqué una caja metálica pequeña con unas ampollas. Al principio eran inyecciones, pero ahora se podía ingerir como si fuera un pequeño aperitivo. Poseían un poco de sangre, para ser ingeridas con facilidad, y duraban aún más sus efectos. ¿Y cuál eran sus efectos? Si han leído Príncipe Lestat sabrán cuales eran, sin duda alguna, pero si no lo saben se lo aclaro: deseo sexual, erecciones y un placer desenfrenado.

—Lestat...—estaba molesta, posiblemente furiosa, porque había llevado aquello conmigo. Era símbolo de premeditación. Sin embargo, acabó sonriendo mientras me quitaba una de las ampollas, para después ingerirla.

Entonces, como si lo hubiésemos decidido de forma fría y racional, comenzamos a desnudarnos. Los efectos no tardaron. Rápidamente mi miembro se endureció aún más y mis manos se movieron rápidas por su cuerpo. Tenía un cuerpo suave, curvilíneo y casi juvenil. No parecía haber parido tantas veces y en tan poco tiempo. Sus caderas, ligeramente anchas, me incitaban. Acabé lanzándome sobre ella tirándola sobre la hierba. Una vez allí, con ella bajo mi cuerpo, abrí sus piernas para palpar sus labios vaginales, no sin antes acariciar suavemente el escaso vello de su monte de venus, hundiendo dos de mis dedos en su sexo.

Ella emitió un breve gemido. Su cabeza se echó hacia atrás, sus hombros se clavaron en la tierra y sus manos se hundieron en mis salvajes cabellos. Mi mano se movía rápida, pero certera. Mi pulgar estimulaba su clítoris y el corazón, junto al índice, se introducía en aquel estrecho orificio. Ella buscó mi boca y me besó, lo hizo sin reparos ni remilgos. Allí no éramos madre e hijo, sino dos amantes desesperados por recuperar el tiempo perdido.

Me tomó del rostro y me miró a los ojos. Tenía una mirada salvaje muy hermosa, pero a cualquiera le hubiese dado cierto temor. Me sonrió y se lamió el labio inferior saboreando quizás el momento. Sus caderas se movieron de forma contraria, pero con el mismo ritmo que mi mano. Con mi zurda me mantenía ligeramente despegado de ella, pues me apoyaba cerca de su costado derecho contra el suelo.

—Con tu lengua—dijo agarrándome bien la cabeza, para guiarme hasta sus muslos y entre sus piernas.

Dejé de estimularla con mis dedos, para hacerlo con mi lengua. Cumplía esa orden con cierta ansiedad. Era la primera vez en mucho tiempo que cumplía una orden de mi madre. Lamía su clítoris acariciándolo con la punta de mi lengua, girándola entorno a éste, para luego introducirla en su pequeño orificio. Incluso llegué a succionar sus labios vaginales y su clítoris, así como mordisquearlo con cuidado. Ella gemía tirando de mis cabellos. Mi nombre sonaba muy erótico y especial. Sin embargo, me incorporé masturbándome frente a ella.

Ella se arrodilló de inmediato, apartó mis manos de un manotazo y comenzó a lamer cada milímetro de mi sexo. Finalmente mordió mi glande, sin llegar a provocar sangrado alguno, para acabar engullendo hasta hacerme sentir su aliento sobre la espesa mata de cabello rubio que coronaba mi miembro. Su lengua era una delicia, pero aún más sus labios. Eché mi cabeza hacia atrás, coloqué mis manos sobre sus estrechos hombros y comencé a mover mis caderas. Cuando me sentía en el paraíso, justo cuando creí que llegaría al nirvana, acabé entre la hierva y las escasas piedras. Ella se arrojó sobre mí para penetrarse y cabalgar como una amazona.

Nuestros nombres se unían, se mezclaban con los gemidos y ambos comenzábamos a sudar pequeñas gotitas sanguinolentas. Su rostro tenía un hermoso rubor en sus mejillas, marcando así sus pómulos, y sus ojos grises brillaban con lujuria. Podía escuchar con claridad el golpeteo de sus nalgas con mis muslos, de mis testículos con sus labios vaginales y como sus uñas arañaban mi torso.

Allí, rodeados de la nada, frente a esas ruinas y cerca del pantano, llegamos al límite. Eyaculé dentro de ella, marcándola como mía, y ella rodeó con placer mi miembro con los músculos de su vagina. Su sexo cálido y húmedo quedó relleno con mi esperma. Ella se levantó con las piernas temblorosas, entonces vi como aquel líquido blanco escurría entre sus muslos. Podía haber dejado que se marchara, pero decidí tirarla del mismo modo que ella hizo conmigo.

—No tan rápido—susurré colocándome sobre ella.

Estaba sorprendida, pero no intentó marcharse. Si bien, pudo hacerlo quizás porque mi mano la detuvo. Mis dedos se hundieron de nuevo, manchándose con mi espesa semilla, la cual llevé a su boca. Ella decidió lamerlos emitiendo sutiles gemidos. Yo aún estaba algo duro, pues el miembro masculino en los vampiros siempre posee cierta erección, por eso volví a meterme en ella. Sus muslos me rodearon rápidamente, pero yo salí pronto de su interior y me quedé de pie.

—Con tu lengua—hice mía sus palabras y ella se echó a reír.

Se levantó para volver a arrodillarse, pasando su lengua por todo mi miembro y acabando por saborear lo que ella había provocado. Después, tras acabar limpiando hasta la última gota, se retiró para vestirse y yo hice lo mismo.

—La próxima vez que quieras tener sexo, Lestat, sólo tienes que decirlo—comentó acercándose a mí, para abrazarme—. Ahora llévame con las demás mujeres.


—Sí, madre—dije tras besar su frente y despejar su rostro, el cual aún tenía el rubor del sexo.

Lestat de Lioncourt

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