—Podrías decirme el motivo por el
cual estamos aquí—dijo mirándome de reojo—. No tengo tiempo
para malgastarlo en tus juegos—cruzó sus brazos a la altura de sus
pechos y observó la ruinosa mansión que teníamos frente a
nosotros.
—Madre...—susurré con una enorme
sonrisa—. ¿Recuerdas cuando deseábamos ver fantasmas y los
perseguíamos para hacer algo juntos?—era una excusa que nos
mantenía unidos, aunque nunca tuvimos la suerte de poder observar
con claridad algún hecho inusual. No fue hasta mucho más adelante
cuando logré sentir, ver y escuchar fantasmas y espíritus.
—Ya no busco estas cosas...—respondió
cansada—. ¿Me has hecho venir hasta aquí para visitar una mansión
en ruinas? ¿Quieres jugar conmigo a los cazadores de misterio? ¿No
tienes un amigo que hace estas cosas? No cuentes conmigo. No pienso
entrar en un edificio que está a punto de unir su tejado con los
cimientos.
Ciertamente no era algo que hiciésemos.
Habíamos olvidado esos juegos. Terminamos alejándonos y permitiendo
que el silencio, el tiempo y la distancia sepultaran parte de nuestro
pasado. Sin embargo, me atraía aquella mansión. Me imaginaba la
belleza de otra época, tan sureña e irreal, surgiendo de entre la
maleza y las baldosas rotas. Podía sentir que había algo allí
latiendo, esperando ser descubierto, pero ella parecía negarse en
rotundo.
Ambos vestíamos ropas cómodas.
Llevábamos botas militares muy similares y algo pesadas, pero los
pantalones eran unos tejanos simples y unas camisas de algodón. Su
camisa era color caqui, la mía era roja. Siempre amé el color rojo,
al igual que le sucedía a Marius. Era un color muy llamativo que me
traía viejos y buenos recuerdos. Roja era la capa que me ofreció
Nicolas, roja la túnica de Marius cuando me envolvió entre sus
brazos y roja la chaqueta que llevaba cuando fui nombrado príncipe.
—Regresaré con las mujeres—anunció—.
Esta noche habíamos decidido visitar un cine cercano, inmiscuirnos
entre mortales y caminar por Roma—hablaba, pero yo no prestaba
atención a sus palabras. Eran sus labios los que me atraían, tan
carnosos y sensuales, así como sus pechos rebosando en la pequeña
copa de su sujetador—. Deseo volver junto a Servaine y las demás.
Llévame—me ordenó mirándome a los ojos—. Lestat, te estoy
hablando.
Estiré mi mano derecha hacia el primer
botón abierto de su camisa, deslicé mis dedos por la suave tela y
llegué al siguiente desabrochándolo. Su camisa se abrió un poco
más, tan sólo un poco, mostrando el canal de entre sus senos. Ella
me miró sorprendida, aunque no parecía molesta. Continué con el
tercero y acaricié el borde de su ropa interior, simple y cómoda,
provocando que suspirara. Su pulso se aceleró, así como su
respiración, y cuando llegué al cuarto me agarró de la muñeca con
su diestra.
—¿Qué crees que estás
haciendo?—preguntó ligeramente ronca.
De improvisto para ella, como también
para mí, mi única respuesta fue besarla. Mi lengua se introdujo
entre aquellos suaves y carnosos labios, acariciando su lengua y
hundiéndola palpando cada parte de su boca. Intentó zafarse de mis
actos salvajes, pero sólo logró que la retuviera con mis brazos.
Para sofocarla corté mi lengua con mis puntiagudos colmillos,
provocando de ese modo que mi sangre se colara en su boca.
La reacción no tardó en hacerse
efectiva. Sus manos pasaron por encima de mis caderas, pegándome a
ella, mientras yo desabrochaba su camisa y sacaba sus pechos de la
copa de su simple sujetador. Dejé de besarla para hundir mi rostro
entre sus cálidos senos, rocé mis labios sobre sus duros pezones y
mordí el derecho para succionar unas gotas de sangre.
—Demonio... —balbuceó.
Estábamos lejos de la ciudad, era un
páramo desierto cercano a una carretera poco transitada. Nadie nos
vería. Era noche cerrada. Los insectos zumbaban a nuestro alrededor.
El verano llenaba el campo de un encanto casi sagrado. No muy lejos
había un trozo de pantano, como en muchas zonas de aquella maldita
ciudad llamada Nueva Orleans, y sus densas aguas creaban una música
única con sus anfibios y escaso movimiento.
Me aparté contemplando sus senos al
aire, tan duros como cálidos, mientras metía mi mano diestra en el
bolsillo trasero de mi pantalón. De allí, con cuidado, saqué una
caja metálica pequeña con unas ampollas. Al principio eran
inyecciones, pero ahora se podía ingerir como si fuera un pequeño
aperitivo. Poseían un poco de sangre, para ser ingeridas con
facilidad, y duraban aún más sus efectos. ¿Y cuál eran sus
efectos? Si han leído Príncipe Lestat sabrán cuales eran, sin duda
alguna, pero si no lo saben se lo aclaro: deseo sexual, erecciones y
un placer desenfrenado.
—Lestat...—estaba molesta,
posiblemente furiosa, porque había llevado aquello conmigo. Era
símbolo de premeditación. Sin embargo, acabó sonriendo mientras me
quitaba una de las ampollas, para después ingerirla.
Entonces, como si lo hubiésemos
decidido de forma fría y racional, comenzamos a desnudarnos. Los
efectos no tardaron. Rápidamente mi miembro se endureció aún más
y mis manos se movieron rápidas por su cuerpo. Tenía un cuerpo
suave, curvilíneo y casi juvenil. No parecía haber parido tantas
veces y en tan poco tiempo. Sus caderas, ligeramente anchas, me
incitaban. Acabé lanzándome sobre ella tirándola sobre la hierba.
Una vez allí, con ella bajo mi cuerpo, abrí sus piernas para palpar
sus labios vaginales, no sin antes acariciar suavemente el escaso
vello de su monte de venus, hundiendo dos de mis dedos en su sexo.
Ella emitió un breve gemido. Su cabeza
se echó hacia atrás, sus hombros se clavaron en la tierra y sus
manos se hundieron en mis salvajes cabellos. Mi mano se movía
rápida, pero certera. Mi pulgar estimulaba su clítoris y el
corazón, junto al índice, se introducía en aquel estrecho
orificio. Ella buscó mi boca y me besó, lo hizo sin reparos ni
remilgos. Allí no éramos madre e hijo, sino dos amantes
desesperados por recuperar el tiempo perdido.
Me tomó del rostro y me miró a los
ojos. Tenía una mirada salvaje muy hermosa, pero a cualquiera le
hubiese dado cierto temor. Me sonrió y se lamió el labio inferior
saboreando quizás el momento. Sus caderas se movieron de forma
contraria, pero con el mismo ritmo que mi mano. Con mi zurda me
mantenía ligeramente despegado de ella, pues me apoyaba cerca de su
costado derecho contra el suelo.
—Con tu lengua—dijo agarrándome
bien la cabeza, para guiarme hasta sus muslos y entre sus piernas.
Dejé de estimularla con mis dedos,
para hacerlo con mi lengua. Cumplía esa orden con cierta ansiedad.
Era la primera vez en mucho tiempo que cumplía una orden de mi
madre. Lamía su clítoris acariciándolo con la punta de mi lengua,
girándola entorno a éste, para luego introducirla en su pequeño
orificio. Incluso llegué a succionar sus labios vaginales y su
clítoris, así como mordisquearlo con cuidado. Ella gemía tirando
de mis cabellos. Mi nombre sonaba muy erótico y especial. Sin
embargo, me incorporé masturbándome frente a ella.
Ella se arrodilló de inmediato, apartó
mis manos de un manotazo y comenzó a lamer cada milímetro de mi
sexo. Finalmente mordió mi glande, sin llegar a provocar sangrado
alguno, para acabar engullendo hasta hacerme sentir su aliento sobre
la espesa mata de cabello rubio que coronaba mi miembro. Su lengua
era una delicia, pero aún más sus labios. Eché mi cabeza hacia
atrás, coloqué mis manos sobre sus estrechos hombros y comencé a
mover mis caderas. Cuando me sentía en el paraíso, justo cuando
creí que llegaría al nirvana, acabé entre la hierva y las escasas
piedras. Ella se arrojó sobre mí para penetrarse y cabalgar como
una amazona.
Nuestros nombres se unían, se
mezclaban con los gemidos y ambos comenzábamos a sudar pequeñas
gotitas sanguinolentas. Su rostro tenía un hermoso rubor en sus
mejillas, marcando así sus pómulos, y sus ojos grises brillaban con
lujuria. Podía escuchar con claridad el golpeteo de sus nalgas con
mis muslos, de mis testículos con sus labios vaginales y como sus
uñas arañaban mi torso.
Allí, rodeados de la nada, frente a
esas ruinas y cerca del pantano, llegamos al límite. Eyaculé dentro
de ella, marcándola como mía, y ella rodeó con placer mi miembro
con los músculos de su vagina. Su sexo cálido y húmedo quedó
relleno con mi esperma. Ella se levantó con las piernas temblorosas,
entonces vi como aquel líquido blanco escurría entre sus muslos.
Podía haber dejado que se marchara, pero decidí tirarla del mismo
modo que ella hizo conmigo.
—No tan rápido—susurré
colocándome sobre ella.
Estaba sorprendida, pero no intentó
marcharse. Si bien, pudo hacerlo quizás porque mi mano la detuvo.
Mis dedos se hundieron de nuevo, manchándose con mi espesa semilla,
la cual llevé a su boca. Ella decidió lamerlos emitiendo sutiles
gemidos. Yo aún estaba algo duro, pues el miembro masculino en los
vampiros siempre posee cierta erección, por eso volví a meterme en
ella. Sus muslos me rodearon rápidamente, pero yo salí pronto de su
interior y me quedé de pie.
—Con tu lengua—hice mía sus
palabras y ella se echó a reír.
Se levantó para volver a arrodillarse,
pasando su lengua por todo mi miembro y acabando por saborear lo que
ella había provocado. Después, tras acabar limpiando hasta la
última gota, se retiró para vestirse y yo hice lo mismo.
—La próxima vez que quieras tener
sexo, Lestat, sólo tienes que decirlo—comentó acercándose a mí,
para abrazarme—. Ahora llévame con las demás mujeres.
—Sí, madre—dije tras besar su
frente y despejar su rostro, el cual aún tenía el rubor del sexo.
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario