Sus ojos me observaban con una
paciencia infinita. Esos ojos castaños que hablaban de un pasado
trágico. Sólo había visto otro ser con esa mirada infinita deseosa
de ser amado y era Armand, pero él no poseía la bondad y la lealtad
que estaba demostrándome aquel animal. Pensé de inmediato que si
todos fuésemos perros, naciéramos con la lealtad y la bondad que
estos poseen, seríamos menos orgullosos y prepotentes. El amor sería
lo más deseado y no el odio, no existiría la codicia y nos
conformaríamos con ser simplemente felices, aunque sólo fuese con
la presencia de aquellos que nos comprenden y de un puñado de
historias, quizás algo emocionantes, para aullar a la luz de la
luna.
Pensé que él me estaba trayendo
suerte, por eso lo bauticé con Mojo. No me preocupé por buscarle
otro hogar. Era humano ahora, podía hacerme cargo y pasear a su lado
sintiéndome orgulloso. No me rechazó cuando comprendió que yo era
un ser distinto a lo habitual, no sacó sus dientes y tampoco mostró
rechazo. Simplemente movió su cola, giró suavemente su cabeza y
sacó su larga lengua. Ahora también lo hacía. Sabía quien era. Me
había reconocido a pesar del cambio de mi cuerpo. Reconoció el alma
perdida que yo era, el demonio estúpido que siempre he sido.
Decidí sentarme en el bordillo de la
acera, acariciar su cabeza entre sus puntiagudas orejas y escuchar el
tránsito habitual de la ciudad. Se escuchaba todo distinto. Las
luces eran distintas. El paisaje se había convertido en una amalgama
de olores menos indeseables y más complacientes. Observaba el mundo
desde otros ojos menos sobrenaturales y al perder los detalles, esos
que pueden hacerte amar y odiar un lugar, me sentí libre. Sin
embargo, la pena me ahogaba. Yo quería volver a ser el vampiro
Lestat, ese que todos amaban y admiraban a la vez que despreciaban.
—¿Crees que Louis me
perdone?—pregunté tras un largo suspiro—. Oh, bueno... —me
eché a reír cuando me miró confuso, inclinando hacia un lado y
hacia otro su cabeza—. No conoces a Louis. Todavía no te hablé de
mi gran amor y talón de Aquiles, ¿eh?—lo abracé hundiendo mi
cabeza en su pelaje y aspiré su aroma. Era un aroma a animal muy
familiar, el cual me trasladó a otra época donde los perros dormían
a mi lado y se convertían en mejores hermanos que aquellos que tenía
de sangre. Ah, amaba a los animales. Siempre los he amado. ¡Mis
mastines! Cómo lloré su muerte...—. Louis es un idiota, pero más
idiota soy yo—susurré cerca de su oreja—. Él podría
convertirme, ¿sabes?—dije apartándome de él para tomarlo del
rostro—. ¡Qué hermoso eres! Cuando vuelva a ser vampiro y tome
posesión de todo lo que tengo nos daremos la gran vida. No te va a
faltar de nada, amigo. Tu cuenco siempre tendrá los mejores bistec
de toda la ciudad. No, no. Nada de pienso—estallé en carcajadas y
decidí ir a buscar a Louis, mi Louis.
Pero él, mi Louis, no fue tan noble
como Mojo. Él me echó de su lado. Decidió no ayudarme. Y yo, como
es comprensible, me molesté. Quemé su casa. He quemado la casa de
Louis con todos sus malditos libros y quebrantos. ¡Lo he hecho! Y
ahora estoy en otra acera, junto a Mojo, sintiéndome decepcionado de
mí mismo por dejarme engañar. Y solo. Estoy muy solo.
Lestat de Lioncourt
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