—He aprendido lo peor de ti. Aprecio
que hayas sido tan buen maestro—decía envolviendo mi cuerpo con
aquella hermosa y colorida alfombra.
Louis permanecía de pie inmóvil,
impotente, con las lágrimas sanguinolentas corriendo por sus
mejillas. Olía a sangre, mi sangre, y podía percibir la maldad de
aquel pequeño cuerpo que me tocaba sin piedad. Sentía como me
ataba, empujaba, golpeaba con la punta de sus encantadoras botitas y
aspiraba su perfume tan femenino como perverso. Mi muñeca, mi hija,
mi dulce ángel asesino y mi dama de muerte había asestado una
jugada magistral.
No podía moverme. Me encontraba
aturdido y aparentaba estar muerto. No podía hablar. Sentía mi
mandíbula desencajada. Mi piel se había secado. Creo que me reduje
a piel, similar a un pergamino maltrecho, pelo dorado, huesos y ropas
manchadas. Estaba por decir adiós al mundo. Todo lo que había amado
me estaba destrozando. No había amor en aquel pequeño y cruel
corazón. Sus hermosos ojos azules tenían una mirada dura y cruel.
Su pequeña boca se apretaba con rabia.
—Ayúdame, Louis—dijo tirándole
una cuerda—. Ayúdame a atarlo.
Él se secó las lágrimas con los
puños de encaje de su camisa. Cuando se inclinó sobre mí murmuró
algo, pero estaba tan débil que no pude apreciar lo que decía. Creo
que Louis tan sólo rezaba. Todavía le quedaba fe y bondad en su
corazón, aunque a veces lo negaba. Era una bestia salvaje que
recorría las calles sediento de sangre, pero se arrodillaba ante los
altares y pedía perdón a Dios por todos sus crímenes. Siempre tan
encantador y perjudicado por su fe, sus propios demonios y el
recuerdo de su hermano.
Aquellos minutos me parecieron eternos.
Igual que el trayecto hacia el pantano. Todo me pareció un sueño
terrible. Olía las flores depositadas sobre mi cuerpo, como si
realmente alguna vez me hubiese amado, así como el olor de los
caballos que relinchaban tirando del carruaje. Cuando caí al
pantano, en aquellas aguas llenas de fango e insectos, escuché el
movimiento del caimán acercándose a mí. Creo que ahí lloré, pero
también lloró Louis. Escuché sus lamentos mientras se apartaba.
¡Mi Louis lloraba por mí! Pero también lloraba por él. Lloraba
porque se veía desamparado. Él jamás hubiese permitido aquello, si
bien ahí estábamos en ese trágico trance entre la vida y la
muerte, el odio y el amor, la desesperación y la libertad ingrata...
—Estamos huérfanos—sentenció
Claudia desde la orilla.
—Lo has matado—chistó sin rabia,
pero sí con tristeza.
—Admito que quizás estaba
equivocada, pero no me arrepiento...
Lestat de Lioncourt
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