Lestat de Lioncourt
—Todavía no puedo creer que esto
haya pasado—dijo abrazándose así misma.
Su figura se vislumbraba a duras penas.
La habitación estaba a oscuras y sólo las luces de la ciudad
incidían sobre ella. Tenía el cabello suelto, algo desacomodado, y
vestía un hermoso vestido de fiesta en color rojo pasión. Parecía
una rosa salvaje en mitad de un inmenso jardín. ¿Y no era eso Rose?
Una rosa de sangre del hermoso Jardín Salvaje. Su piel tenía un
aspecto lozano, pues había consumido sangre hacía tan sólo una
hora. Podía percibir aún el aroma de su víctima, una mujer de unos
cuarenta años que ya no tenía fuerzas para vivir.
Me encontraba de pie, tras ella, con
los brazos cruzados a la altura de mi torso. Mi cabello estaba algo
más arremolinado que el suyo. Había estado corriendo por la ciudad
tras unos asaltantes. No los maté, pero sí los dejé al borde de
esa delgada línea en la cual decides que debes enmendar tus errores,
revisas tus fracasos y caes en el abismo de una verdad dolorosa.
—¿Hubieses deseado haber continuado
siendo humana?—pregunté con cierto temor.
—Jamás. Fue algo necesario, aunque
me hubiese gustado ser madre—repuso girándose suavemente hacia
mí—. ¿Nunca lo llegaste a pensar?
—Fareed podrá
solucionarlo—expliqué—. No es algo que no podamos hacer.
En ese instante rompió a llorar y
corrió hacia mí. Pude escuchar su llanto, pero también olerlo. Era
como una pequeña lluvia salvaje que provoca la extraña sensación
que algo se rompe. Sin embargo, me tomó del rostro y besó mis
labios logrando que olvidara el dolor, el miedo, la preocupación y
el llanto. Ella acabó aferrada a mí con firmeza, mientras yo la
tomaba de la cintura.
Mi padre había salvado su vida en dos
ocasiones. Ella, sin saberlo, había salvado la mía. Había salvado
mi vida de una soledad que me aplastaba, del frío del laboratorio,
de mi miedo a la oscuridad y los sitios cerrados. Ella había logrado
que cualquier lugar fuese un paraíso.
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