Lestat de Lioncourt
—¿Por qué no me hablas?—decía
mirándome en un rincón de la sala.
Guardaba silencio desde que me había
convertido en vampiro. Analizaba todos los pensamientos y
sentimientos que él, sin pretenderlo, me había ofrecido mediante su
inmortal sangre. Había descubierto quién era en realidad, lo veía
sin la máscara que siempre mostraba a todos y comprobé que era tan
miserable, tan solitario y estaba tan destruido como yo y como París
misma. Había alcanzado sus sueños, pero aún así se sentía
miserable. ¿Cómo debía sentirme yo? Ni siquiera me amaba lo
suficiente para haber pensado primero en mí, en su amante fiel y
desesperado por encontrarse entre sus brazos, sino en su madre o en
sus propios caprichos.
Deseaba llorar desconsolado. Me había
arrebatado el símbolo de mis creencias, pues había dejado de creer
en Dios para creer en su luz, en sus palabras y en su estúpida
sonrisa. Y ahí estaba, mirándome con cierto desprecio y exigiéndome
que le hablara. ¡No iba a hacerlo! Me había propuesto ofrecerle el
mismo castigo que él, con su miserable codicia, había tenido hacia
mí.
—Nicolas, algún día tendrás que
dirigirte a mí—decía clavando aquellos ojos azules, tan hermosos
y funestos, en los míos—. No deberíamos acabar así...
Acabé echándome a reír. ¿Cómo
debíamos acabar? Tal vez quería que me arrodillara frente a él y
le rogara amor eterno, pero él ni siquiera me amaba. Sólo me
despreciaba. Veía en mí la locura, el odio, la insensatez de un
burgués que pudo tener el mundo a sus pies y lograr que los nobles
como él, tan arruinados como inútiles, quedaran humillados frente
al populacho. Corría la revolución como la pólvora por las calles
de París, Francia iba a ser libre de los nobles y reyes, pero allí
estaba yo sujeto a la sangre azul de un idiota que siempre juró
amarme. Todos esos juramentos valían tan poco como su título en
esos momentos, pues ni siquiera iba a ser marqués. El título
pasaría a su hermano mayor, mucho más robusto y estúpido, y éste
a su descendencia. Él no tenía nada, salvo la inmortalidad y esas
joyas atesoradas en algún lugar a las afueras de la ciudad.
—Me odias...
—¿Y tú no me odias a mí?—dije
rompiendo mi silencio, pues me empezaba a cansar—. Cobarde,
asqueroso miserable, ¿pretendías que muriera ignorante? Todo lo he
compartido contigo y tú no eras capaz siquiera de decirme que no me
amabas—sus ojos se abrieron como si le faltara el aire y sus
mejillas se colorearon—. Vete al infierno, del cual no debiste
salir.
Tras esa conversación, tan escueta,
decidimos ignorarnos hasta que el teatro, aquel maravilloso teatro,
quedó a mi merced. Quería representar el odio y la amargura, la
oscuridad y el dolor, que yo sentía. Deseaba que todos ardieran en
mi infierno.
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