Lestat de Lioncourt
—¿Alguna vez razonas,
madre?—pregunté mirándola a los ojos.
No reconocía a la mujer que se hallaba
en aquel trono. Era más fría y sedienta de poder. Deseaba escuchar
adulaciones absurdas y réplicas baratas que enarbolaran su demencia.
Estaba cansado de escuchar su discurso lleno de fanatismo. Creía
realmente una diosa bajada de los cielos, la cual gobernaba por
encima de los hombres y de su propia malicia. Había dejado morir a
sus hermanas, a sus hijas y a cualquier mujer que alguna vez amó, o
sintió cierto apego. Ella, mi madre, se regodeaba ante su belleza y
juventud.
Había perdido el juicio y la escasa
humanidad que una vez poseyó. Siempre amó tener poder, pero jamás
fue una tirana. Algo en ella había cambiado. La muerte no la tocaba,
del mismo modo que no tocaba a los demonios que la rodeaban. Temía
por mi vida, pero debía presentarme ante ella e impedir que me
convirtiera en algo que no deseaba.
—Quiero lo mejor para ti—dijo
mirándome a los ojos—. Tu padre y yo hemos tomado una decisión.
—¡No me hagas reír!—grité
furioso.
Algunos guardias se echaron sobre mí,
tomándome de los brazos e impidiendo que huyera, me lanzara sobre
ella o hiciese algo estúpidamente ridículo y peligroso. Mi padre, o
quien ella decía que era mi padre, estaba frente a mí mirándome
con cierto desprecio. Para él todos eran inferiores y a la vez
podían llegar a escalar el trono. También amaba el poder, se dejaba
llevar por éste, y desde que Khayman había huido, intentando salvar
lo que quedaba de su alma y su bondad, se había convertido en un
tirano aún peor que mi madre.
—Seth, la muerte no te rozará y
serás un Dios. Hijo mío, pequeño tesoro, he estado desatendiendo a
mi linaje, sin embargo tú eres el príncipe. Serás el heredero de
una tierra fértil que te dará todo lo que tú codicias—dijo
incorporándose del trono para caminar hacia donde estaba.
—Yo sólo quiero sanar a los
hombres...
—Tú querrás lo que yo quiero—dijo
tomándome del rostro.
La noche siguiente, después de mi
llegada a Kemet, fui introducido a La Sangre. Durante los días
siguientes sólo pensaba como huir, alejándome de aquel lugar, para
ocultarme de mi madre y de todos sus hombres.
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