Lestat de Lioncourt
—¿Te lamentas?—murmuró con su voz
gruesa, pero amable.
Su presencia siempre es bienvenida en
aquella biblioteca. Disfruta de los libros del mismo modo que yo lo
hago. Me siento comprendido cuando se une a una conversación y
discutíamos sobre los autores más influyentes de éstos últimos
siglos. Ha sido un buen amigo desde que nos conocimos en aquellas
extrañas circunstancias. Él conoce al creador de Pandora, la mujer
que me dio la oportunidad de vivir para siempre, y a su vez pudo
contemplar a Akasha animada, casi humana, con las mejillas sonrojadas
y un espíritu fuerte, tan temible como la última vez que despertó
para terminar convertida en recuerdos y dolor, que algunos admiraban
y otros despreciaban.
—No me lamento...—dije sin moverme
del diván, el cual estaba cercano a una hermosa ventana que daba a
una bulliciosa, y céntrica, calle. Allí podía ver a los jóvenes
discutir sobre los temas más extraños y ridículos, mujeres caminar
apresuradas buscando un taxi, hombres calentando sus manos en los
bolsillos de sus chaquetas y vehículos de toda clase intentando
salir de un pequeño embotellamiento. Era la vida. La misma vida que
yo llevaba contemplando desde hacía siglos, que cambiaba aunque
seguía siendo la misma.
—¿Una túnica?—preguntó riendo
bajo al tomar asiento a mi lado.
Me sonrojé por sus palabras y la
atención a mis ropas. Había decidido buscar unas prendas similares
a las que usé una vez. Desde que me había encontrado con Pandora,
mi creadora y amiga, me sentía nostálgico. Avicus, aquel gigante
venido de Kemet, me comprendía. Podía ver en él la misma
nostalgia, pero también una chispa que iluminaba sus oscuros y
almendrados ojos. Se sentía dichoso, afortunado y esperanzado. No
hacía falta que él me confesara nada al respecto.
—Sólo... sólo quería recordar los
viejos tiempos.
Tomó asiento a mi lado, levantó
ligeramente mi túnica y contempló mi pierna. Aquella pierna
ligeramente diferente a la otra, pero ya no de mármol. La palpó con
cariño, recorriendo suavemente desde el tobillo hacia la rodilla,
mientras yo le miraba con las mejillas encendidas. Me sentía dichoso
por aquel momento de complicidad. No habíamos hablado del
virtuosismo de Fareed, ni de la sensación de volver a correr sin
miedo.
Desconozco el motivo, pero mi corazón
se aceleró rápidamente. Él se inclinó hacia delante, cubriéndome
el cuerpo con el suyo, y me ofreció su sangre. Una sangre, caliente
y espesa, que nos unía en un beso lento y amable.
—¿Ovidio?—preguntó sin mirar el
libro.
—Ovidio...—susurré con los ojos
ligeramente cerrados.
—Recita para mí, Flavius—dijo.
Recité para él, notando su mano sobre
mi muslo y su corazón unido al mío. Un latir sutil y fuerte que se
mezclaba con cada estrofa de cada poema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario