Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

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viernes, 7 de octubre de 2016

No eres un dios

Khayman fue duro, pero le dijo la verdad... 

Lestat de Lioncourt


—Mírame, mírame...—susurró en un ruego amargo.

Su voz estaba quebrada. No era el líder que dirigía un gran ejército junto a mí, sino un hombre. El dios se había derrumbado y sólo quedaba el humano, el ser decrépito e iluso que todos somos en realidad. Me aproximé a él con tristeza sin amagos, sin deseos de destruirlo aún más de lo que ya estaba, y quedé en pie frente a su mirada cargada de preguntas tristes y sin respuesta.

—¿Qué ves?—preguntó apretando los puños.

—A un hombre que no sabe dominar su reino y que ha sido eliminado del poder por su consorte. Un hombre que por mucho que luche contra los amantes de su mujer, contra cientos de hombres ahí fuera, será minúsculo y olvidado—respondí antes de poner mis manos sobre sus hombros—. Un ser que jamás perdonaré por haberme hecho cometer semejantes vejaciones a dos inocentes—le aseguré mirándolo a los ojos, tal y como él quería. Aquellos ojos tan oscuros como los míos, tan apesadumbrados como la noche misma en la cual tuve que asumir que yo sólo era una marioneta, un peón, un idiota que había besado el suelo por donde caminaba un tirano—. No eres un dios. Nunca fuiste un dios.

—Hay espíritus que nos siguen y atormentan—dijo colocando sus manos sobre mis muñecas, justo encima de mis brazaletes de oro. Él me los había regalado, como un tributo por mi buena labor en las guerras. Si bien, sabía que era algo más. Enkil me amaba, pero yo había empezado a detestarlo con todo mi corazón.

—Porque tu mujer los ha ofendido desde que pisó Kemet—aseguré—. Ha prohibido que nos alimentemos de los muertos para que sus espíritus queden libres, como también ha perseguido a las hechiceras pelirrojas y las ha humillado frente a su corte de idiotas—dije sin miedo, sin pudor. Sólo sentía vergüenza de haber transgredido dos almas, dos cuerpos, dos mentes brillantes a cambio de no morir—. Soy un cobarde, pero aún tú lo eres más—sentencié apartándome de él con asco.


Esa misma noche me atacó aquel violento espíritu y él intentó salvarme. Quizá lo hizo porque mis palabras habían removido su conciencia. No lo sé. Simplemente sé que él me debía demasiadas cosas y aquella noche las pagó con creces.  

jueves, 6 de octubre de 2016

De Atenas a la guerra

Este es el Khayman que todos recordábamos, ¿verdad?

Lestat de Lioncourt 




No recuerdo bien los motivos por los cuales Atenas se convirtió en el epicentro de mi vida. Me convertí en un insoportable urbanita que merodeaba por los locales más sofisticados, vestía a la moda y se cepillaba el cabello durante horas frente a un elegante espejo. Solía acudir a las abarrotadas cafeterías antes que el sol terminase de ocultarse, me sentaba en el exterior y leía el periódico durante al menos una hora. Después pagaba la cuenta con una generosa propina, me marchaba a mi apartamento, revisaba si había algo entretenido en la televisión y después me marchaba a conducir a toda velocidad por las autopistas cercanas. Ese era yo. Lo fui durante mucho tiempo.

Olvidé tantas cosas por el camino. Algunas muy importantes. Si bien, jamás podía dejar de sentir profundo amor y admiración por Maharet. Nos habíamos encontrado más de una vez, llegando a convivir algunos años, pero nada más. Ella era demasiado contemplativa, pero yo, por el contrario, era demasiado nervioso e impulsivo. Amaba la velocidad, la música estruendosa de los locales más llamativos y conversar con desconocidos. Me alimentaba de vez en cuando, como si fuese un ritual solemne, sólo para no olvidar qué sabor poseía la sangre y el calor que le confería a mis manos, mejillas y corazón.

Meses anteriores al revuelo del concierto de Lestat, eso era todo.

Una noche salí a caminar a pie, dejándome llevar por la bucólica sensación que algo me faltaba. Decidí que llenaría ese hueco, de recuerdos insatisfactorios u olvidados, por un poco de diversión canalla. Me propuse seducir a un joven americano de hermosos ojos verdes, piel clara y cabellos rubios alborotados. Sonreí con cierto toque coqueto y comencé a conversar con él sobre música, lugares interesantes de Atenas, grandes autores de la literatura y vampiros. El muchacho me habló de una novela de vampiros que estaba siendo toda una revelación.

Cuando me la tendió noté que estaba escrito en inglés, como era normal, y me costó algunos minutos recordar cómo demonios se leía en ese idioma. Al pasar de las páginas, al leer sobre las diferentes sectas, comprendí que era real. Esa novela no era un disparate como las demás. Mis manos temblaron, mis ojos oscuros brillaron como pequeñas canicas y se lo regresé.

Eché a correr por las calles espantado, pero a la vez con una esperanza nueva tras otra. Había jóvenes vampiros que tenían inquietudes, que deseaban dejarse ver más allá de los locales para inmortales, y sentí que era un revulsivo. Pero entonces supe que esta época de descreídos, de luchas contra fuerzas invisibles creadas para amedrentar a la población, era perfecta para ella. Había demasiada inocencia y podía revelarse como la solución al dilema. Respiré agitado, me froté el rostro y rogué un milagro. Si bien, lo único que encontré tras varios meses, que se convirtió en un estallido social en todos los sentidos, fue una canción de rock que me hizo delirar. ¡Una canción hecha para Akasha! Lestat, uno de los protagonistas de la dichosa novela que me habían prestado, era el causante de una nueva oleada de criminalidad entre los nuestros, de cierta esperanza y de una fiebre injustificada de hacerse notar ante la población humana.


Entonces la sentí. Sentí como iba despertando, activándose como una bomba de relojería, y me sentí vivo. Por primera vez en muchos siglos volvía a sentirme vivo. Podría volver a ser Khayman, el guerrero, que lucharía contra la tiranía buscando la ansiada paz y verdad.  

martes, 19 de julio de 2016

Ambición

Esto me da una idea de por qué Enkil era como era... ¡Ah! ¡No estaba celoso porque Akasha me hiciese caso sino porque temía perder su poder! 

Lestat de Lincourt 



—Harás que nos lleve a la ruina. Los dioses caerán sobre nosotros con numerosas plagas—dije entrando en la sala del trono.

Sólo estaba él. Había mandado a los guardias a marcharse. Los esclavos que estaban a su lado, agasajando con dátiles su tentadora boca y abanicando su esbelta figura bronceada, no dirían nada de lo que allí sucedería porque temerían por sus vidas, o más bien por perder la cabeza de un corte rápido con una de nuestras khopesh.

—Me ha dado un varón—respondió algo perdido en sus pensamientos.

Eso era todo. Tenía un heredero digno a ojos de todos aunque en privado era esclavo de pasiones muy diferentes a las que la mayoría podía llegar a pensar. Él era la meretriz digna de un guerrero cansado y sediento. Aquel gobernante sereno de ojos frívolos era sin duda el amante más apasionado, pese a lo dócil, que podía tener un hombre.

—¡Ni siquiera lleva tu sangre!—exclamé furioso.

Había oído los próximos planes de Akasha. Ella se los había comentado a su verdadero amante, el padre de su hijo, mientras ambos se bañaban con leche de burra y pétalos de rosas. Estaba extasiada de poder y descontrolada por el deseo por eso tenía la lengua tan suelta.

—¿Importa?—preguntó incorporándose para descender los tres escasos peldaños del trono para caminar hasta mí. Sus esclavos lo siguieron raudos, pero él los detuvo. Quería mirarme como un igual y no como el rey de todo lo que alcanzaba la vista.

—Enkil, nos va a matar a todos—dije apretando los puños para no empujarlo o golpearlo—. Hará que los dioses del Nilo se ponga en contra nuestra y nos den años de hambruna.

—No seas mal agorero—musitó riendo bajo. Sus manos rápidamente se colocaron sobre mis fuertes hombros, más robustos que los suyos, para luego acercar su boca a la mía como si fuera a besarme, pero se detuvo. Amaba ese juego. Me tentaba para intentar que pensara en algo más que la guerra, el pueblo y los heridos espíritus. Siempre lo hacía y me estaba empezando a cansar.

—Ahora desea ir contra las poderosas hechiceras pelirrojas—contesté tomándolo de las muñecas para quitar sus manos de mi cuerpo.

—Está en su derecho—dijo tensándose mientras forcejeaba para liberarse—. Son nuestras tierras—añadió con rabia cuando logró soltarse.

—¿Qué?—dije con sorpresa—. Esas tierras pertenecen a los espíritus y nosotros las estamos deseando ocupar—respondí mirándolo serio—. Si vamos allí la muerte nos perseguirá y nos acabará alcanzando. Deja a esas mujeres en paz—advertí con miedo. Temía las consecuencias de nuestros actos, pero él parecía ajeno a todo.

—No—respondió.

—Enkil, esa mujer está haciéndote perder el juicio. ¡Y ni siquiera la amas!—acabé explotando, como era habitual.

—¿Cómo crees eso? ¿Por qué crees que no amo a mi mujer?—preguntó con los ojos vidriosos porque estaba a punto de romper a llorar. Esa escultura perfecta, aunque varios centímetros más bajo que yo, con la piel tostada y los labios carnosos era tan tentadora como venenosa. Esas preguntas no debieron jamás ser pronunciadas porque eran como el aguijón de un escorpión: me habían picado ofreciéndome su veneno.

—No me buscarías a mí en mitad de la noche para cabalgar algo más que tu caballo—tomé su rostro entre mis manos apretando mis dedos y él al fin rompió a llorar—. Pero algún día, por no cumplir los deseos del único que calma tu corazón y sacia tu vulgar sed, perderás todo. No tendrás reino, no tendrás amante, no tendrás nada a lo que aferrarte y finalmente caerás como caen los dioses que olvidan que hay otros más fuertes e ingobernables.

—Eres un insolente... —dio un paso atrás, pero no pudo bajar la mirada. Estaba contaminado. Quería saber si aún le amaba o la profecía era un hecho.

—Y tú una ramera que se ha vendido al poder—dije soltándole el rostro para luego golpearle con fuerza. Un sonoro bofetón hizo que todos sus esclavos miraran con suma curiosidad mis manos y mi mirada fúrica—. Un príncipe jamás debe olvidar que le debe su trono al pueblo y a los dioses—susurré antes de marcharme.

Esa misma noche vino a mi dormitorio buscando mis caricias. Se subió a mi cama, mordió mis pezones y lamió mi vientre hasta más allá de mi ombligo. Pude notar su boca rodeado mi glande y su lengua acariciando el meato. Mis manos se aferraron a sus mechones y mis caderas se movieron serpenteando sobre el lecho. Después de un buen rato dejándole luchar contra mi erección únicamente con su boca decidí tirarlo al suelo, penetrarlo con fuerza y susurrarle las palabras más sucias y dolientes que conocía.

—No eres rey, eres ramera—dije—. Una ramera que tiene miedo de ser derrocada, de tener que malvivir sin su trono... Una puta bien entrenada que busca amoríos entre los hombres de su ejército, pero que no es capaz de ser fiel ni a su gran amor ni a su pueblo—musité mientras jadeaba. Él llegó al orgasmo y yo salí para dejar que mi semen manchara su rostro—. Te mereces mi desprecio porque te lo estás ganando a pulso, pero de momento ten lo que tanto deseas.

Él comenzó a llorar encogido en el suelo. Sabía que me estaba perdiendo. “El Bejamín del Diablo” estaba surgiendo como el rugido de un animal salvaje.   

martes, 23 de febrero de 2016

El gran dolor

Maharet dejó esto escrito en sus archivos y yo lo transmito. 

Lestat de Lioncourt


El dolor te convierte en una persona fuerte o te llena de miseria. La soledad puede seguir fortaleciendo ese lecho de espinas que es el mundo, el cual puede rodearte y atraparte de improvisto, o transformarse en una pesadilla. Yo jamás estuve sola. Nunca me imaginé una vida solitaria cargada de dolor. La venganza jamás ha sido para mí la solución a mis problemas, pues siempre he pensado que sólo generan desconfianza ante otros y es síntoma de debilidad. Me gusta responder al dolor con paciencia, al odio con calma y las falsas acusaciones se matan con una verdad tras otra, aunque sea incómoda o mil veces pronunciada.

Todavía intento encontrar una solución a todo lo que ha ocurrido desde el momento de la muerte de mi madre. Una mañana cálida de primavera cayó desplomada frente a nosotras. Su delgado cuerpo perdió el último aliento antes de tocar el suelo. Los espíritus se arremolinaron a su lado, como un millar de avispas, esperando que se alzara como cuando un niño cae y sus padres desean ver como se levanta por si solo. Pero no lo hizo. Jamás pudo levantarse. Sus cabellos, tan similares como los nuestros, quedaron regados por el suelo junto a la cesta repleta de flores y pequeños ramilletes de hierbas que había recogido.

Al día siguiente reunimos a todo el poblado. Íbamos a consumir su cuerpo como mandaba la tradición. Puede parecer algo terrible para una persona “civilizada” de estos días tan extraños donde se mata por un líquido negro que contamina la poca vida que permanece intacta, donde se talan cientos de árboles para generar papel que se malgasta, el mismo mundo que ama más la tecnología que un abrazo sincero de una madre. Ese mismo mundo “civilizado” jamás comprenderá del todo porque nosotros debíamos consumir sus restos. Sentíamos que ella, al ser consumida, permanecería con nosotros. Su espíritu quedaría repartido y liberado a la vez, sus restos no serían contaminados por la tierra y sus huesos descansarían en una pequeña urna. Pero no pudimos hacer nuestro ritual porque la reina lo había prohibido. Ella una forastera, ajena a nuestras tradiciones, había impuesto unas nuevas leyes y había lanzado una ofensa sobre todos nosotros.

Desde ese día vivo un tormento, pero sobre todo desde que logré recuperar a mi hermana tras perderla durante siglos. Ser convertidas en monstruos, parias de la luz y aisladas del contacto de nuestros amados espíritus, no fue suficiente. Nos dividieron tras dejar a mi hermana muda y a mí ciega. Nos dejaron incomunicadas, nos lanzaron al mar y nos enviaron cada una a una corriente distinta. Sé que Khayman nos convirtió en lo que somos, vampiros, porque él pensaba que debíamos luchar contra la injusticia que se nos había hecho.

Khayman, el mayordomo real, era conocido como el Benjamín del Diablo. Era un ser terrible en mitad de la guerra y hacía todo lo que su rey y su reina ordenaban. Incluso nos llegó a violar y fruto de ello nació una niña. Sin embargo, su corazón era puro y valeroso. Él sabía que había ofendido a los dioses, a los espíritus, a su honor y orgullo como hombre. Decidió alejarse del dominio de la reina, hizo oídos sordos a su rey y se convirtió en proscrito para salvarnos a ambas.


Ahora vivo con él y con ella en mitad de la selva. La reina ha muerto, pero las consecuencias siguen destruyéndonos. Mekare parece aún perdida pues observa sin ver, se alimenta por instinto y parece más muerta que viva. No logro comunicarme con ella y Faared dice que está en una especie de coma, como un trance que nunca se quebrará, y eso me hace daño. Sigo en pie porque sé que debo permanecer al lado de mi hermana y de mi gran amor, mi guardián, mi Khayman… Sigo en pie porque La Gran Familia nos necesita. La Gran Familia humana nos necesita. 

miércoles, 10 de febrero de 2016

Caída en desgracia

Khayman tenía razón y en estas memorias podemos verlo. 

Lestat de Lioncourt

—Deberías escucharte—dije saliendo de entre las sombras—. Escuchar todas esas estúpidas palabras que pronuncia asustado por su fuerte carácter. Te domina, te oprime como está oprimiendo a tu pueblo, y tú la mantienes en su trono mostrando sus encantos a cualquier hombre. ¿No tienes coraje? ¿Dónde está en guerrero que tan bien conozco en los campos de batalla? ¿Dónde? ¿Ha muerto en las arenas y no lo sabía?—pregunté sin poder contener mi rabia. Quizá fui demasiado directo, pero no podía callar más. Callarme sería darle la oportunidad de cambiar las tornas y mostrarme como un ingrato.

—Ten cuidado con esa lengua, no vaya a ser cortada—respondió rápidamente.

Su aspecto imponente era sólo en apariencia y gracias a las numerosas joyas que mostraba en sus brazos. El oro siempre te da grandeza, como el lino y los tocados. Sus ojos rasgados, bien maquillados, mostraban el temor de un rey que sabía que iba a ser destruido y convertido sólo en una pieza de un juego macabro. Era joven, algo más joven que muchos de sus generales. Tenía alrededor de veinticuatro años. Llevaba cinco años reinando y en esos años habíamos ganado grandes zonas para nuestro pueblo y nuestros dioses.

—Eres un traidor—murmuré entre dientes.

—¡El traidor eres tú al hablar así!—se exasperó.

—¡Yo sólo me preocupo por las tradiciones que ella injustamente está aniquilando!

Había tenido que momificar a mi padre y su ceremonia tardó casi un mes. Su cuerpo fue envuelto como mandaba la nueva tradición. Conseguí que fuera una ceremonia pomposa, llena de símbolos, y lloré sobre su sarcófago durante horas porque sabía que no era el modo en cual debía enterrarlo. Mi último adiós fue una súplica a su espíritu y a la propia tierra.

—¡Los muertos necesitan encontrar su camino y para ello precisan de sus cuerpos, de su corazón y de su espíritu! ¡No puedes obligar que regrese una tradición que impedía ese proceso!—repitió la sarta de incoherencias que ella había propagado como un veneno, un terrible veneno, por nuestro pueblo.

—Temes a esa mujer—sentencié.

—No—se atrevió a negar mientras tomaba asiento.

Estábamos a solas y frente a frente, en una pequeña habitación donde nos reuníamos cada atardecer. Él y yo, a solas, sin más testigos que las esculturas y los diversos muebles que decoraban cada rincón con pomposidad y belleza.

—¡Enkil!—grité.

—Si me amas, Khayman, debes hacer lo que te mando. Por favor, te lo imploro. Haré lo que desees si guardas bien tu lengua y cierras tus ojos ante lo que ocurre. No quiero que mi pueblo caiga en su tiranía, pues he impedido que algunas leyes salgan adelante—sus palabras no tuvieron ya efecto en mí. Mi amor estaba destruyéndose día a día.

Nunca imaginé que dejase de amarlo, que no lo quisiera rodear entre mis brazos y que, frente a él, sólo sintiera lástima y asco. Un asco terrible que retorcía mi alma y la encerraba muy lejos de los viejos sentimientos que una vez le ofrecí.

—Ya ha caído en su tiranía—susurré.

—Créeme que no... Por favor, amigo mío—dijo con voz apagada. Parecía cansado, como si no hubiese dormido en días.

—¿Sólo soy tu amigo?—pregunté ligeramente molesto, aunque no todo lo molesto que debía haberlo estado.

—Mi amigo, mi amante, mi compañero en el campo de batalla y en la vida. Eres mi amante, mi sol, mi luna, mis estrellas y la arena misma del desierto. Khayman, por favor—de nuevo rogó. Un rey no ruega, un rey es un Dios e impone su ley. Él ya no sabía imponerse, pues sólo sabía rogar.

Se levantó de su asiento, arrodillándose frente a mí, mientras colaba sus manos entre mis prendas subiendo estas por mis muslos. Quería que cayera en el pecado de sus dedos, con aquellas eróticas caricias tan acertadas. Mi miembro fue rodeado por sus manos, para luego sentir como levantaba por completo mi corta falda y comenzaba a lamer el inicio de mi sexo. Yo sólo apoyé mi mano en su cabeza afeitada. Pese al placer mi mente no se nublaba, ni permitía que los aciagos pensamientos se olvidaran. 


—Te destruirá. Antes o después se deshará de ti y tú caerás en el olvido. Nadie te recordará—dije tomando su rostro entre mis manos, abarcándolo con cuidado aunque deseaba golpearlo. Estaba ciego. No veía el problema real que caía como guillotina sobre nosotros.  

miércoles, 6 de enero de 2016

Lamento haberte dejado

Khayman confesó lo siguiente. Son notas que estaban donde Maharet.

Lestat de Lioncourt


—Un hombre no es grandioso por lo que posee, sino por lo que ha hecho. Yo quiero ser grandioso. Quiero ser mucho más grandioso que mi madre. Por favor, ayúdame a escapar.

Las arenas oscuras parecían más terribles. La noche bañaba todo y el silencio era estremecedor. Sus palabras hacían eco en mi corazón. La maldición estaba cayendo sobre él, como cayó sobre mí. Ese diablo que nos hizo dioses, ese ser que nos convirtió en monstruos, estaba a punto de entrar en él.

No debí ir a verlo, pero era el niño que yo sujeté entre mis brazos y que juré proteger. Enkil había aceptado que su descendencia tuviese la sangre envenenada, aunque a él no le importaba porque no era su hijo. Todos sabíamos que nunca tuvo hijos con Akasha, sino con sus amantes.

—Estoy maldito y oculto en el desierto, Seth.

Repliqué aferrado a mi dolor, a mi mala suerte. Si le ayudaba, si sólo sabían que le había ayudado a huir antes de ser un demonio, lo matarían. Deseaba abrazarlo, pero las rejas eran demasiado estrechas unas con otras.

—Eres el líder de los rebeldes.

Murmuró intentando contener sus lágrimas. Un príncipe no llora. Un príncipe es regio. Él se había criado como tal, aunque fuese lejos de Egipto, en la tierra de la cual procedía su madre.

—De los proscritos, dirás, y te volverás uno de nosotros si te escapas. Tu madre es muy poderosa.

Metí mi mano entre las rejas y acaricié su rostro. Joven, aún era joven. ¿Qué edad podía tener? Apenas diecisiete, quizás dieciocho. Era un hombre joven y condenado. Pero era alto y parecía mayor. Mi joven muchacho, al cual juré servir como a su padre y a su madre, estaba condenado.

—Es mi madre. No me matará.

Aseguró, pero ¿quién podía estar seguro? Nadie.

—Seth... dejó morir a su madre, a sus hermanas y a sus hijas.

Me alejé adentrándome en las sombras, intentando no escuchar más.

—Pero yo soy su único hijo varón.

Sentí una pena terrible, pero no quería que le quitara la vida como venganza. Si me lo llevaba sería peor.

—Si huyes, no me busques. Si huyes, hazlo lejos de mí. Si vienes conmigo estarás muerto en el próximo amanecer.


martes, 24 de noviembre de 2015

Mi reina

Nebamun y Akasha tuvieron demasiados idilios... Las intrigas palaciegas siempre me dejarán con cierto sabor agridulce, pues no se pueden revivir y muestran algo que, por supuesto, impacta aún en cada uno de nosotros.

Lestat de Lioncourt


Después de tres arduas semanas de duros enfrentamientos, en los cuales expuse mi vida y honor, llegué a palacio acompañado del resto de generales y guerreros. Habíamos perdido algunos hombres, sus mujeres sollozaban aferradas a sus descendientes y otras, las menos, parecían orgullosas de saber que sus hijos habían muerto derramando su sangre por la fuerza y primacía de un imperio que se levantaba peldaño a peldaño, poco a poco, dirigiéndose hacia el sur y el norte de la tierra.

Habíamos impuesto nuestra superioridad, pero eso no implicaba que mi corazón estuviese tranquilo. Gracias a ella había subido algún peldaño en el ejército, aunque también me estaba convirtiendo en la cabeza de turco que pronto podría rodar, posiblemente en mitad del palacio, gracias a la afilada cimitarra de Khayman.

—Debemos reunirnos para el próximo cerco a esos bastardos incultos, los cuales hacen llorar a nuestros dioses con sus atrocidades—expuso Enkil caminando a paso ligero por el pasillo central del palacio.

Algunas mujeres corrieron a recibirnos lanzando pétalos de lirios para que él los pisara, pero era algo que no le interesaba. Aquellas mujeres, las flores y cualquier palabra amable era insoportable para el Rey. En esos momentos sólo pensaba en otro derramamiento de sangre para mantener dichosa a su Reina, la cual yacía en su habitación desesperada por ser complacida.

—Mi señor, puedo pedir que se haga té y traigan dátiles para conversar sobre la situación de las tierras limítrofes—expuso Khayman—. Si bien, le recomiendo un baño reconfortante. ¿Desea que llame a las lavanderas? Ellas traerán perfumes nuevos que aún no ha probado—su voz era dulce, casi pegajosa, y su tono de voz muy cómplice. Había una amistad demasiado fuerte entre ambos, pero a mí no me interesaba en lo más mínimo.

—De acuerdo—contestó parándose y, por supuesto, deteniendo a la comitiva—. Pueden descansar unas horas, pues antes de la caída del sol deseo conversar con ustedes en los jardines del palacio. Comeremos asado, hablaremos de la situación en la frontera y tomaremos diversas decisiones sobre los salvajes que rondan las montañas—dijo sin girarse hacia sus leales generales, entre los que me encontraba—. Disuélvanse y disfruten de sus mujeres, pues ellas estarán gustosas de darles un recibimiento más que merecido.

Khayman se inclinó suavemente y marchó, a paso rápido, hacia los baños donde solía pasar algunas horas Enkil. Allí, entre los vapores de las perfumadas aguas calientes, discutían durante horas sobre política, religión, poesía y jugaban a sus distintos e íntimos juegos. Todo el mundo lo sabía, inclusive el menos avispado de la corte. Enkil caminaba tras él, con parsimonia, mientras las mujeres regaban pétalos para que murieran aplastados bajo sus polvorientas sandalias.

Los restantes generales, esos guerreros fieles y bravos, se marcharon deseando beber cerveza y concebir hijos con sus mujeres y, por supuesto, amantes. Yo, por el contrario, era demasiado joven y no estaba dispuesto a perjudicarme demasiado con la bebida. Caminé durante algunos minutos por el jardín, escuchando el murmullo de la fuente y meditando sobre el nuevo nacimiento en la corte. Akasha había sido madre nuevamente, pero ésta vez no era una mujer.

Las pequeñas, como no, se encontraban en el jardín corriendo una tras otra bajo la supervisión de sus tías y nodrizas. Niñas que no solían ser atendidas por su madre, pues ella se sentía decepcionada porque los dioses no le habían obsequiado un varón, tal y como ella deseaba, porque sabía que llevaría su imperio mucho más lejos del serpenteante Nilo.

Eché a caminar hacia su dormitorio. Ella estaba allí echada observando a la criatura como si fuese uno de nuestros dioses. Lo contemplaba acariciando su piel ligeramente oscura, sus rasgos profundos, sus labios carnosos y blandos, así como esas manos torpes que aún no eran siquiera capaces de atrapar los dedos de su madre. Sólo tenía unas semanas de vida. Ya lo había sostenido en una ocasión, mucho antes de mi partida de aquel lugar.

Ella no me miró siquiera, siguió jugando con el pequeño obviando mi presencia. Me acerqué tomándolo sin siquiera pedir permiso y lo contemplé como un padre puede contemplar a su hijo. Sabía que era mío. Jamás respondía a mis dudas. Sólo yo entraba en su recámara, los juegos con otros soldados acabaron cuando ella probó mi fuerte deseo hacia sus torneadas caderas, turgentes pechos y cálidos muslos.

—Responde a mis dudas—dije—. Aunque no son dudas—comenté notando como el pequeño me observaba. Parecía reconocerme. Nos habíamos encontrado en seis ocasiones, aunque hacía más de tres semanas que no nos tropezábamos. Era inteligente, o al menos eso parecía, y reconocía mi olor, como cualquier animal reconoce los aromas familiares, mientras estiraba sus rechonchos brazos buscando mi atención.

—Beb—comentó incorporándose—. Llévate a mi querido descendiente, mi adorado Seth—dijo levantándose de la cama, completamente desnuda salvo por las numerosas joyas que cubrían sus brazos y cuello—Cuéntale lo grande que llegará a ser para que se duerma. Pues será igual de fuerte y temerario como su padre, llevando éste reino hasta más allá de lo que puede bañar el sol.

La mujer, una anciana, se apresuró hacia donde yo me encontraba arrebatándome al niño y saliendo de allí. El pequeño se echó a llorar, pero fue rápidamente calmado con un sólo gesto de aquella mujer. Era como si tuviese un poder mágico, casi hipnótico, sobre la criatura.

—Mi reina... —dije extendiendo mis manos, con las palmas hacia arriba, en su dirección—. Dime.

Ella no respondió. Caminó hacia mí y me arrebató la cimitarra, para arrojarla lejos de mi cinto, haciendo lo mismo con el resto de mis ropas. Me desnudó para besar mis pectorales, acariciando mis caderas marcadas y llevando sus dedos, pequeños y ágiles, sobre mi miembro. Sus labios, carnosos y sensuales, se pegaron a los míos y su beso avivó el fuego que creía escondido en algún lugar de mi alma.

Rápidamente me condujo hacia una pequeña alberca de leche tibia de burra. Allí, rodeados de lavanderas, nos introdujimos mientras ellas verían sobre nuestras cabezas la leche perfumada con flores recién recolectadas. Sus besos eran cada vez más sensuales y, como no, mi apetito despertaba. Sus piernas me rodearon por la cintura y sus manos bajaron hasta más allá de mi vientre. Los sensuales masajes de sus dedos provocaron que mi miembro se endureciera, logrando que echara hacia atrás mi cabeza y olvidara mis innecesarias preguntas.

Con cuidado, aunque apasionada, introdujo mi miembro en su pequeña obertura, la cual estaba ligeramente estrecha tras la cicatrización del parto. Cuando me sentí envuelto en su sexo, pequeño y húmedo, cerré los ojos satisfecho y abrí mis labios emitiendo un largo gemido. Ella se movía suave, como las pequeñas olas de un mar contra la costa, mientras mis manos la tocaban con deseo apretando sus pechos. Sus pezones comenzaron a manar leche, la cual no había sido ingerida por Seth. Abrí los ojos contemplando los hilos blanquecinos, más espesos que la leche que nos vertían aún sobre nosotros. Ella me miró con lujuria y sonrió tomando ambos senos, llevando uno a mi boca y dándome a probar su leche. Era cálida y espesa, también nutritiva y ligeramente pastosa. Después hizo lo mismo con el otro pecho, dejando que me deleitara con sus pezones gruesos de color café que contrastaba, como no, con su piel suavemente más clara.

—Aliméntate mi guerrero—dijo apretando mi sexo dentro de su vagina, pues contrajo sus músculos—. Repón fuerzas, pues quiero que empieces una nueva guerra en ésta bañera.

Aquello me alentó, provocando que la apartara de mí para pegarla contra el borde de aquel delicioso paraíso, para luego, sin miramientos, penetrarla con violencia. Mis testículos golpeaban con fuerza, aunque su sonido quedaba opacado por el movimiento salvaje del agua contra el borde del suelo. Los elegantes azulejos de mosaico que cubrían el lugar, generando hermosas visiones de paisajes mundanos. Ella echó su cabeza hacia atrás, colocándola sobre mi hombro derecho, mientras mis manos se aferraban a sus pechos. Apretaba con fuerza mis dedos provocando que algunos chorros de leche se escaparan, y logrando que ella gimiera desesperada. Sus manos quedaron pegadas al borde y sus cabellos negros, tan largos como ondulados, se pegaron a su rostro ocultando sus mejillas sonrojadas.

Las lavanderas nos observaban con detenimiento, pero sin alarma. Sobre todo cuando en un gesto rápido las invité a hundirse en la bañera para acariciar a ambos, provocando que el placer fuese aún más intenso. Sus manos lavaban con unos suaves trapos nuestros tensos músculos, la leche cálida nos envolvía y ambos nos dejábamos la garganta entre sucias palabras de deseo, amor y necesidad.

Decidí salir de ella mucho antes de eyacular mi simiente en su vagina. Las lavanderas se apartaron ayudándome a incorporarla, sacándola de la bañera mientras su vientre se encogía y sus piernas temblaban. La recostaron sobre una sábana de lino teñido de rojo y comenzaron a secar su sexo, preparándolo para mi llegada. Salí decidido, pero no la penetré. Aparté a las mujeres y la incorporé, metiendo mi miembro en su boca y ofreciéndole mi simiente.

—Disfruta mi reina del sabor de tu guerrero, el cual no ha podido dejar de pensar en ti—murmuré tras eyacular.


Mi sexo salió de su boca, y ella tragó mi semilla. Sus ojos, cansados, me miraron insatisfechos. Sabía que deseaba tener más hijos varones, pues las fiebres y cualquier pandemia podía llevarse a su único hijo varón. Un hijo que era mío y no de Enkil, al igual que la hija menor que aún no caminaba.  

martes, 10 de noviembre de 2015

Distintas formas de luchar

Gregory es casi tan viejo como el mundo. Desde los inicios de Egipto está con nosotros, convirtiéndose en una biblioteca viviente.

Lestat de Lioncourt


En un segundo la vida puede cambiar. En lo que malgastamos con un pestañeo alguien puede morir, nacer, lograr un increíble triunfo que no aparezca en los medios, un político puede caer en desgracia, una empresa quebrar o un científico encontrar la cura para una terrible enfermedad que se haya convertido en pandemia. Un segundo es la espada que corta el tiempo, la verdad, la mentira, los sentimientos más profundos del ser humano, la sociedad y cada trozo de lo que somos. Es la medida de tiempo con la cual los enamorados cuentan la distancia de sus corazones, cuerpos y almas.

Todo cambió para mí hace miles de años. Han transcurrido billones de segundos. He visto imperios caer, levantarse y olvidarse. Conozco el secreto de la vida, pero a la vez desconozco en plenitud su significado. Reconozco bien el llanto de un niño recién nacido, de un enfermo y de la maldad. Comprendo la importancia que poseen todos y cada uno en éste mundo, incluso aquellos que no merecen nada.

Hace siglos me planteé qué hacer con mi vida. Tenía siglos por delante, un mapa increíble en blanco. Decidí viajar, conocer y experimentar; pero de todo uno se cansa. Opté por encontrar un lugar cómodo donde descansar, echar raíces y crear una máscara única que me diese la posibilidad de ser feliz. Quería hacer algo más que vivir. Muchos sólo viven, pero respirar no es lo único que pueden hacer. Tomé absurdas decisiones, con terribles consecuencias, hasta que comprendí que había un negocio que podía reportarme beneficios y paz espiritual.

Conozco bien el mundo de los negocios porque ha sido parte de mí, como un pedazo de mi cuerpo, ya que he sido siempre un hombre inquieto. Sí, me considero un hombre y no un monstruo. Aún poseo sentimientos y virtudes que tienen como capacidad muchos mortales. La salud siempre ha estado en riesgo. El ser humano ha jugado con ella en guerras homenajeando a Dios, sea cual sea el nombre que le dieran en esos momentos y con sus diversas lenguas. Recuerdo a los nazis utilizando a gente joven, sana y fuerte para sus violentos virus y terribles consecuencias. Todavía oigo la radio hablando de los crímenes de guerra de numerosos lugares del mundo, pues aún hoy se cometen actos así de bárbaros. El ser humano ha aprendido a luchar con virus, creando nuevas armas, para matar a otros. Por eso creé una empresa farmacológica para generar curas eficientes, a bajo costo y de rápida distribución. Aún así los grandes gobiernos son reacios y todavía, aún hoy, tengo patentes que no me permiten sacar a la luz.


Decidí ser el salvador del mundo, creando una nueva guerra, sin necesidad de derramamiento de sangre y mentiras terribles. Yo soy Gregory, el vampiro que fue amante de la Reina Akasha, fiel y leal servidor de su ejército de inmortales, general de un batallón de almas sedientas de muerte y empresario arrepentido por una lucha llena de mentiras, falsos ídolos y lágrimas.  

jueves, 8 de octubre de 2015

Iguales y distintos

Seth es de esos hombres firmes en lo que piensa y siente. Lamento muchísimo que Akasha no le escuchara, pero me alegro que lo convirtiera en lo que es.

Lestat de Lioncourt 


—La primera vez que te sostuve entre mis brazos me juré que tendrías tanto poder como el sol, la lluvia y las estrellas. Guiarías nuestro pueblo convirtiéndote en una leyenda viva—dijo caminando por su habitación.

La contemplaba desde la distancia, agarrado por dos de sus imponentes guardias, mientras intentaba defenderme. Quería huir. No necesitaba grandeza mayor que salvar a cientos gracias a mis ungüentos, conocimientos en cirugía y nutrición. Deseaba ayudar incluso a los desarrapados, no convertirme en un tirano sediento de poder.

—Eras un niño tan pequeño, apenas levantabas un palmo del suelo, cuando tuve que decirte adiós—explicó girándose para mirarme directamente a los ojos. Intentaba conmoverme con su historia, pero no estaba decidido a aceptar que ella guiara mi vida. Yo era un hombre adulto, aunque aún era joven, y merecía equivocarme por mí mismo—. Eres mi orgullo, hijo.

—Si tan orgullosa estás, madre, déjame marchar. Permite que cure enfermos y salve vidas—expliqué entre lágrimas.

—Te falta ambición—murmuró tras un largo suspiro.

—Y a ti corazón...

Ella abrió sus ojos impactada por mis palabras, apretó los puños y se dejó caer en el diván cercano. Pude notar que se conmocionó. Quizás herí sus sentimientos, pero ella hería los míos. Estábamos matándonos uno al otro.

Ahora, cada vez que contemplo a Fareed, me pregunto si yo he hecho lo mismo con él. He inculcado mi deseo sobre sus hombros, presionándolo para ejercer junto a mí mis caprichos. Sin embargo, todos mis miedos se despejan cuando escucho sus carcajadas de alegría al descubrir un nuevo método para colaborar con la sanidad humana, el desarrollo de fármacos en las empresas del grupo farmacológico de Gregory o demuestra su interés en las charlas sobre enfermedades raras e incurables en la actualidad.


Hice bien en huir del lado de mi madre. No deseaba quedar perjudicado por su ambición. Estaba ciega y erraba. Sin embargo, en algún punto de mi corazón, o de mi alma, agradezco profundamente el haberme convertido en lo que soy. De no ser por ella no habríamos salvado a cientos de humanos, decenas de vampiros y mejorado el futuro para ambas especies. Si bien... siento que algo me impide amarla como a cualquier madre y eso me hace sufrir. He perdonado sus errores, pero quizás no estoy aún dispuesto a admitir que tenía parte de razón. Vivir eternamente es un regalo maravilloso, aunque difícil de aceptar y digerir.  

lunes, 5 de octubre de 2015

Recuerdo con amor

Thorne es uno de esos vampiros sinceros y amables que sólo quieren amar y recordar.

Lestat de Lioncourt


Logré que me perdonara. Ella, la bruja que me convirtió en su protector y amigo, una mujer distinta. Era bondadosa, con un corazón demasiado vulnerable, llena de esperanzas y principios. Su mayor orgullo era su familia, a la cual protegió y defendió siempre. Me consta que amaba a su hermana como una prolongación de sí misma. Ella me habló de Mekare con una ternura, un amor y un cuidado similar al que yo había tenido hacia mis hermanas, las cuales llevaban años muertas. Un hombre de apariencia ruda, atado a una espada, se convirtió al fin en un protector afable que se divertía acariciando los telares de aquella mujer de cabello pelirrojo.

Su piel era como la leche, la nieve fresca y las sábanas limpias. Amaba acariciar sus mejillas y sorprenderme por lo cálidas que podían estar tras alimentarse. Muchas veces la vi sonrojarse ante mis inquietudes, también sentí sus abrazos reconfortantes cuando la pena me ahogaba. Me enseñó a mostrar mis sentimientos, sin tapujos, porque ello me hacía más fuerte.

Decidió que debíamos dividirnos. Ella tenía que seguir su camino en éste mundo y no me podía enseñar nada más. Comentó que mejoraría como hombre, vampiro y guerrero si caminaba solo, aprendiendo a conquistar nuevas enseñanzas, y que, algún día, volveríamos a encontrarnos. Fue una promesa que cumplimos.

Dormía profundamente cuando Akasha atacó al mundo. Tomé la decisión de ocultarme, por miedo a ser destruido. Ella me avisó que si alguna vez ella atacaba, ya que era probable, y no debía interceder. Era su lucha, no la mía. La lucha de su hermana y el hombre que la creó, un vampiro egipcio que estaría por siempre vinculado a ella más allá de la sangre. Ese vampiro era Khayman, el Benjamín del Diablo, y padre de su única hija que fue semilla que dio frutos. ¡Oh! ¡Qué maravillosos frutos! Había descendientes de la pelirroja y el mayordomo egipcio por todo el mundo. Conocí a muchos. Fue un placer jugar con ellos a ser humano y lo hice en su compañía, después de nuestro encuentro fortuito junto a Marius.

Marius es un gran amigo, pero reconozco que Khayman fue un gran hermano. Aprendí de él la belleza de un mundo que desconocía. Me habló de los secretos de Kemet. Amé su voz profunda, sus abrazos sinceros y las canciones que me enseñó mientras tallábamos cerca del fuego. Del mismo modo que amé profundamente a la descendiente más fuerte y hermosa de todas, a la que más se parecía a ella. Sí, hablo de Jesse. Amé a Jesse y la amaré siempre.


Hoy estoy frente a su tumba, como muchas veces en éstos meses, con un hermoso ramo de flores silvestres de floristería. He limpiado la poca hojarasca que ha caído sobre la lápida y he llorado. Admito que lloro y me gusta hacerlo, pues es la libre expresión de mis sentimientos. Estoy aquí, pues los siento cerca, y converso con ellos como en esas noches tranquilas en medio de la jungla.  

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Amistad en Kemet

Khayman y Enkil tenían un vínculo especial. Lástima que todo se destrozara.

Lestat de Lioncourt


Sentado fuera de la tienda, con sus enormes ojos negros enfocados en las estrellas, se preguntaba si su nombre perduraría tanto como esas luces, las cuales solía creer que eran los viejos reyes guiándonos, las almas de aquellos que amábamos y que ya no estaban para aconsejarnos. Él las contemplaba con deseo y codicia. Siempre deseó ser poderoso y tener al ejército bajo su mando. Fue un hombre tenaz y atento, pero también torpe en su forma de tratar al resto. Demasiado dócil, demasiado atento... Enkil se endureció cuando la conoció a ella, absolutamente manipulado por sus consejos poco prácticos, convirtiéndolo en una sombra ruin y amenazante.

Tomé asiento a su lado en silencio. Tenía un vaso de cerveza entre mis manos, observaba las dunas amontonándose frente a notros, y las estrellas que turbaban su mente soñadora. Quise hablar, pero no logré decir nada. Tan sólo suspiré y eché hacia atrás mi larga cabellera negra. Esperé que él me diese alguna indicación, pero sólo colocó su mano derecha sobre mi muslo izquierdo, apretándolo ligeramente, sin dejar de mirar al frente. Noté su inquietud y su necesidad.

De un trago acabé mi bebida y dejé el vaso cerca de mis sandalias, después giré mi rostro hacia él y él hizo el mismo gesto hacia mí. Nos miramos. Sus ojos estaban inquietos y parecía fatigado. Teníamos que hallar a las brujas y llevarlas frente a su esposa, la cual era quien gobernaba realmente. Noté como me suplicaba ayuda y lo único que le ofrecí, como un fugaz consuelo, fue un beso largo y entregado.


Callé sus lágrimas en un beso y un abrazo, como si eso fuese suficiente. Sin embargo, él terminó ocultándose en mi pecho llorando amargamente el haber cambiado las leyes funerarias, pues incluso él veía un pecado terrible momificar y conservar los restos de los nuestros. Aún así, por eso mismo hemos pasado a la historia. Una historia tan extensa como las raíces de la semilla que poco después plantaría, en el vientre de una de las brujas pelirrojas.  

lunes, 7 de septiembre de 2015

Ella, la reina

Akasha era una mujer muy poderosa, pero no dejaba de ser una mujer. Comprendo que tuviese sus debilidades, como todos. Ella tenía sus deseos y sus necesidades. Y él, Gregory, una pasión que no podía ocultar.

Lestat de Lioncourt


Aún puedo escuchar con claridad el zumbido de los insectos cerca del agua. La arena negra y fértil cubría gran parte de la orilla. El calor sofocante del día había acabado y, al fin, había llegado la noche cargada de eternas estrellas que parpadeaban con la belleza que ya parece devaluada. Era hermosa aquella estampa tan salvaje, la cual no he vuelto a tener. No recuerdo noches como aquella.

A mis espaldas estaba el esplendoroso palacio. Allí, en su cuna, lloraba un niño. Había nacido mientras yo estaba fuera, en una misión de exploración hacia el sur. Teníamos nuevo territorio conquistado, pero no estaba celebrándolo. Un nudo en mi garganta evitaba que pudiese pasar la cerveza, el pato asado, los dátiles y las uvas. No era capaz siquiera de poder pensar en algo más que en aquel llanto tan fuerte, tan enérgico y tan inocente.

Ella salió fuera, como hacía siempre en las noches más cálidas, y quedó a pocos metros con sus ojos clavados en mí. Ojos profundos, oscuros, llamativos y femeninos. Unos ojos que me hablaban de poder y tragedia. La contemplé durante varios minutos sin decir nada. Dejé que el tiempo pasara muriendo lentamente entre nosotros, pues quería que ella hablase primero.

—Tengo un heredero—dijo con orgullo.

Las mujeres no le servían. Ellas sólo serían consorte de un inútil mayor a Enkil, su supuesto padre. Era un guerrero táctico, un hombre dispuesto a morir, pero no sabía hacer feliz a su reina. Era incapaz de ofrecerle algo más que joyas y poder. Pero él, aquel niño que lloraba como si fuera un mesías, era distinto.

—¿Cuánto hace que nació?—pregunté apretando mis puños.

Había estado fuera por más de cinco meses, tiempo más que suficiente para su nacimiento. Si bien, sabía perfectamente que ese niño se había gestado en nuestras tórridas noches de pasión. Las mismas noches en las que me juré no regresar de nuevo a su lado.

—Un mes—susurró caminando hacia mí con la misma elegancia, feminidad y poder que lo había hecho siempre.

Sus pechos estaban llenos, pues se encontraban inflamados por la leche. En ésta ocasión no permitiría que otra amamantara a su criatura. Veía en ella orgullo y amor. Un amor distinto al codicioso amor por el trono. Tenía la figura menuda otra vez, con sus amplias caderas y su estrecha cintura. Volvía a ser la reina erótica y grandiosa que todo el mundo temía y amaba a la vez.

—¿Es mío?


Soltó una carcajada ante mi pregunta. Esa fue la única respuesta que tuve al respecto. Después, como si nada, me abrazó rodeándome por el cuello y besando mis labios. Estaba perdido.  

sábado, 5 de septiembre de 2015

La reina

Gregory se convirtió en su amante, aunque tenía otro nombre digno de su pasado y su poder. Akasha se entregó a él convencida que él sería leal y le arrancaría parte de la soledad en la cual reinaba. 

Lestat de Lioncourt


Los tiempos no eran los que ahora corren. El mundo se paralizó en una larga y fértil etapa en la cual el territorio no había sido explorado, el mundo aún permanecía salvaje y las fronteras eran meras leyendas. Los grandes conquistadores avanzaban buscando privilegios y honores, los reyes estaban sedientos de poder y el pueblo ovacionaba a sus guerreros como horas orgullosas de sus logros. Era el inicio de los grandes imperios, el temor de los dioses aún aguijoneaba el corazón de cientos de culturas y la guerra era algo más que un negocio fértil.

En las oscuras tierras cercanas al Nilo, en el norte del continente africano, se hallaba el inicio de Kemet, del imperio del Antiguo Egipto, en sus primeros comienzos cuando el sol calentaba y no quemaba, cuando las inundaciones no se controlaban y se tragaban miles de vidas mientras llenaban los sacos de los graneros meses más tarde. El Nilo, profundo y salvaje, bañaba las orillas de un floreciente reino que empezaba a consolidarse.

Los primeros reyes de Egipto no fueron ellos, pero sí consolidaron ciertas leyendas. Si bien, eso ocurriría años más tarde. En aquellos días tan sólo eran mortales con un despliegue de sirvientes sin precedentes, cambiando las costumbres más arraigadas por otras que pasarían a ser parte de la eternidad y se incorporaría a las leyendas de sus grandes construcciones.

En esos tiempos yo era un hombre joven, aunque no demasiado. Hacía tiempo que no era considerado un niño. Llevaba algo más de dos años en la guardia real. Era leal a mis reyes, había luchado en algunas batallas y, pese a mi juventud, lograba deshacerme de mi torpeza. Pronto comencé a escalar posiciones, logrando ser conocido por mi fiereza y buen hacer. Si bien, el más temible de todos era Khayman, el noble y leal mayordomo del rey. Era su mano derecha, aunque más bien era su brazo derecho y su propia arma. Jamás vi a un ser más valeroso y temible. Si bien, mi gran pasión era la reina.

Había logrado ver a Akasha en alguna que otra ocasión. Ella había pasado junto a mí, sin siquiera demostrar interés en mi presencia. Era hermosa. Su cabello era negro y caía como seda sobre sus hombros ligeramente desnudos. El lino se pegaba a su piel como si fuese un pliegue más, adaptándose a sus curvas y turgentes pechos. Conocía ciertos secretos de palacio, los cuales me fueron desvelados en las largas noches de guardia, que no creía veraces.

Ella, nuestra reina, era profundamente desdichada en su matrimonio. Enkil ni siquiera compartía habitación con su mujer, la cual había venido de lejanas tierras para unirse a él y convertirse en reina de Kemet. Por lo tanto, ni siquiera era capaz de yacer con ella entre las sábanas de seda, bordados de oro y lino. Por ello, por su desesperado deseo de encontrar satisfacer sus caprichos más íntimos, decidía entregarse a cualquier hombre atlético, joven, leal y poderoso en la batalla. No los elegía al azar, aunque había numerosos candidatos que entraban en su habitación bebiendo del manjar que únicamente debía probar el rey.

Enkil estaba enterado de todo. Sabía bien quienes de sus hombres habían entrado en la cama de su esposa. Nunca decía nada. No lo impedía. Él parecía no estar interesado en disputas con los hombres que se involucraban con su mujer, pero sí vigilaba a los favoritos y más aclamados por los gemidos de su reina. Cuando alguno destacaba por encima del resto, convirtiéndose en algo más que un amante pasajero, acababa muerto. Por supuesto él no se ensuciaba las manos. Era el amante del rey, su mayordomo, quien degollaba al pobre infeliz que acababa cabeza abajo flotando en el río.

No había cumplido los diecisiete años cuando fui llamado por ella. El corazón bombeaba con fuerza y sentí que era el momento idóneo para huir, pero deseaba contemplarla sin el revuelo de aquellas mujeres. Quería saber qué tenía que decirme. La fama la precedía, pero su belleza deslumbraba aún más. No importaba lo que pudiesen opinar los más ancianos sobre el cambio de costumbres, pues yo admiraba su tenacidad y sus ambiciosos planes. En ella vi a una mujer fuerte, algo no muy común en nuestra sociedad. Las mujeres eran habitualmente meros objetos de los líderes más fuertes, pero ella no actuaba como una consorte. Ella era quien realmente gobernaba sobre el valle del Nilo.

Al entrar en su recámara hallé a una mujer rodeada de hombres que la agasajaban con ramos de uva negra, dátiles y algunos dulces pequeños que se ofrecían en bandejas de plata. No estaba en su cama, sino recostada sobre algunas pieles de animales que habían cazado sus amantes. La carne de esos pobres infelices, los animales que ahora no eran más que decoración, se había servido en distintos banquetes para conmemorar el triunfo del ejército sobre los pueblos cercanos. Conocía la historia de cada una de las pieles, sobre todo la de aquel enorme león cuya cabeza usaba como improvisado almohadón.

Los hombres que la rodeaban eran hermosos, de ojos profundos y piel tostada. Había alguno de piel negra, los cuales parecían estar bruñidos y ser hermosas estatuas de alabastro negro, pero eran los menos. Allí predominaban los rasgos más exquisitos. Incluso había algún esclavo cuyos rasgos eran muy extraños, y casi extraordinarios, entre los nuestros. Ella disfrutaba de los agasajos de aquellos hombres, pero también de sus miradas codiciando su curvilínea figura.

Ella llevaba un vestido ceñido de lino, ligeramente plegado, así como unas joyas de oro puro como brazaletes, collar en forma de serpiente y una tobillera con pequeñas piedras preciosas colgando de éste. Su cabello negro parecía aún más hermoso bajo aquella tenue luz, pues las cortinas estaban ligeramente echadas.

No me fijé en nada más. Los demás detalles de la sala eran poco importantes en ese momento. Sobre todo cuando noté que los hombres se marchaban y nos dejaban a solas. Lo hicieron porque ella lo pidió. Se marcharon los hombres que abanicaban su cuerpo, así como los que servían frutas y dulces. Nos quedamos a solas, sobre todo cuando las dos enormes hojas de la puerta se cerraron y el silencio nos envolvió.

—Has captado mi atención, Nebamun—dijo con una voz suave, pero firme.

Fue la primera vez que escuché su voz. Mi corazón se agitó aún más. Sentí que debía huir, pero no de ella. Quería correr a sus brazos y besar sus senos, los cuales parecían escaparse de aquella sutil tela.

—¿En qué sentido?—pregunté intentando no parecer impertinente—. Es un honor, pero desearía saber los motivos.

Ella se incorporó mientras se reía. Parecía una niña jugando con mis nervios. Sin embargo, no permitía que notara que por un momento me sentí intimidado. El movimiento de sus caderas era hipnótico, pero aún más la profundidad de aquellas gemas oscuras que tenía por ojos. Sus pasos, cortos y femeninos, la llevaron hasta donde me hallaba. Sus manos se colocaron en mi torso desnudo y se deslizaron por mi vientre marcado.

—Como hombre leal al reino, ¿harías cualquier forma por complacerme?—preguntó con sus labios cerca de mi boca.

Estaba de puntillas y sus pechos rozaban la parte baja de mi torso. Intentaba ponerse a mi considerable altura, pero era imposible. Ella era de una estatura más baja, así como de una constitución menuda. Podía cubrirla con mi cuerpo con una facilidad terrible. Me imaginé mis manos agarrándola y sentí que se quebraría como una rama seca.

—¿Desea que la acompañe o tiene determinada alguna misión para mí?

Mis palabras sólo provocaron en ella una ligera risotada, después contemplé como se retiraba en silencio. Sólo dio dos pasos hacia atrás, colocó sus manos sobre el pequeño broche de esmeralda en forma de escarabajo, lo abrió y dejó caer sus prendas. Bajo estas había una mujer exuberante. Ella ya había dado a luz ya a dos hembras, las cuales no se hallaban muy lejos acompañadas de sus cuidadoras, aunque eso no era impedimento para tener un cuerpo delicioso. Me sentí tentado y actué sin pensar.

Me lancé a sus senos lamí sus pezones. Pude oler su perfume, el cual se elaboraba a base de lirios, que me cautivó y aún tengo presente. Acabé por succionar su pezón derecho y noté que salía leche de éste, ofreciéndome un caliente chorro, provocando que perdiera el control. Mis manos acariciaban sus caderas, viajando hasta su espalda y deslizándose hasta sus nalgas que apreté con violencia.

—Domíname—dijo—. Hazme tuya—indicó colocando sus manos sobre mis hombros—. Quiero sentir tus fuertes brazos rodeándome.

La acaparé contra mi cuerpo y la recosté nuevamente sobre las pieles. Mi figura era intimidante, pero ella parecía disfrutar de mis mordidas, besos lascivos y caricias toscas. La codiciaba. Olvidé por completo que ella era mi reina, que podía pedir que me decapitaran en cualquier momento, y me hundí en los placeres de mis más oscuras fantasías. Mi miembro cobró forma bajo mi falda de lino y mis escasas prendas que usaba como ropa interior.

Ella gemía abriendo sus piernas, pidiendo que llenara el hueco que su esposo no era capaz, convirtiéndola en un objeto de placer. Pero no era sólo un objeto. Para mí ella era un sueño que lograba acariciar. Alguna noche pensé en ella, en su cuerpo bajo el mío y en esos gemidos que ahora llevaban mi nombre. Por unos segundos me planteé que sólo deliraba en mi tienda, pero no era así. Ella era real y yo también.

Besé su rostro, el cual empezaba a perlarse por el calor que su cuerpo empezaba a tomar, para luego devorar sus labios. Sabía a dátiles. Unos dátiles deliciosos que habían alimentado su menuda figura. Mis manos, ásperas y grandes, apretaban con fuerza sus senos. Podía sentir la leche manchando mis manos, dejando que algunos hilos de leche salpicaran las pieles y corrieran por su vientre hasta su ombligo, así como hasta sus costados y canal entre sus pechos. Mi lengua rápidamente se apuró a lamer esa leche, tan cálida como espesa, mientras bajaba hasta sus piernas.

Abrí sus muslos, notando que sus piernas temblaban y, con desesperación pero sin nerviosismo, abrí los labios de su sexo y comencé a lamerlo. Primero lentamente, acariciando su clítoris con la punta de mi lengua, para luego hundirla saboreando este. No tardé demasiado en hundir dos de mis dedos con las yemas hacia arriba. Los movimientos eran rápidos, golpeando la zona exacta de su punto de placer, provocando que gimiera aún más, se retorciera y jalara de mis largos cabellos. Mis ojos se clavaron en sus labios carnosos y sentí que debía callarla, pero en ese momento llegó a su primer orgasmo humedeciendo las pieles de aquellos fieros animales.

Me aparté mirándola completamente sofocada. Lo hice deshaciéndome de mi ropa y ofreciéndole mi sexo. Ella, con ciertas dificultades, se incorporó y se lanzó a mis caderas. Colocó sus manos sobre éstas y yo coloqué las mías sobre su cabeza. Su lengua humedecía cada pedazo de mi sexo, apretando éste con sus carnosos labios y dejando que invadiera toda su boca. Sin cuidado la aparté, justo cuando creí que era suficiente. Hice que cayera sobre las pieles.

Ella me miró deseosa de seguir aquel juego, pero yo disfrutaba contemplándola tan sumisa. Me incliné besando su boca, mordiendo sus labios y tirando de éstos. Lo hacía con el miembro rodeado por mi mano derecha, jalándolo suavemente. Me masturbaba para ella, demostrándole cuan duro y grande podía ser.

Después de besarla, sin mucho cuidado, la empujé recostándola de espaldas, levantando sus caderas y penetrándola con fuerza. Ella gemía como las mujeres de las calles. Sus senos rozaban las pieles y sus caderas se movían con destreza. Jamás había estado con una mujer con tanta experiencia, pero ella parecía no haber gozado de ese modo con otro hombre. Tras varios minutos llegué al cielo. Pude sentir como llenaba su vagina con mi esperma y provocaba que ella cayera agotada sobre el enorme león.

—Te espero mañana, por la noche. Mi cuerpo te esperará impaciente—dijo mientras me apartaba de ella.

A penas era capaz de hilar algunas palabras, pero ella ya empezaba a exigir un nuevo encuentro. Aquello me preocupó, aunque recordé que al rey no le importaba la visita de otros hombres. Y, por supuesto, fui. No fue nuestro último encuentro. Estos se sucedían uno tras otro. Sólo cesaron cuando ella quedó gestando al primer y único primogénito varón, el cual no era más que un niño de escasos meses cuando aquel demonio atacó.



jueves, 3 de septiembre de 2015

Reyes

Gregory me ha narrado lo siguiente y yo lo transmito.

Lestat de Lioncourt

—Recuérdame porqué te soporto.

Su voz reverberó con la belleza de sus ojos, de mirada profunda, y de sus labios, carnosos y sensuales. Llevaba un vestido de lino blanco, con algunas joyas de oro con piedras preciosas engarzadas.

Ellos creían estar a solas, pero yo estaba oculto a un lado de la entrada de acceso al trono. Vigilaba. Para mí el trono, sus conversaciones y miradas, no tenían secreto. Ellos se desnudaban cada día mientras aguardaban a los escribas, así como el resto de la corte. Faltaban pocos minutos para la primera reunión de la mañana.

Dentro, ellos dos, sentados en el trono. Observándose como quien observa un cuadro fastuoso, increíble, pero inmerecido para sus ojos. Tenían una belleza mágica y cruel. En ella veía erotismo, crueldad, necesidad, sabiduría, deseo y odio a nuestras viejas tradiciones. Había cambiado el mundo y seguía haciéndolo, sin importarle nada.

—Necesidad—respondió él.

—No, no es necesidad—susurró.

Él era un hombre delgado, pero con cierta musculatura. Su rostro era mucho más fino que el mío. Recuerdo su piel ligeramente tostada, sus labios suavemente finos y su mentón ligeramente filoso. Tenía un rostro hermoso. Reconozco que era hermoso. Enkil tenía una belleza masculina muy distinta a la mía, pero cualquiera que lo hubiese visto aceptaría que no era un rostro vulgar.

—Entonces, si no es necesidad, ¿por qué me soportas?—preguntó.

—Podría pedir que te asesinaran, tener a otro consorte y ser feliz. Alguien que realmente me abrace en las noches y me hable de amor. No alguien como tú. Nunca me has mirado como una mujer. Tan sólo soy...

Uno de esos amantes era yo. Temía por mi seguridad. Aún era un hombre muy joven y apenas me podía considerar un buen guerrero.

—Alguien que quiero, admiro, respeto y acepto a mi lado porque ambos queremos éste trono.

Sonaba sincero, aunque no sabía si era cierto. Pero si él lo decía, de esa forma tan firme, debía ser cierto.

—¿De qué vale un trono si no somos felices?—susurró con cierta amargura.

—Poder, grandeza...

—Cierto—chistó.

—Tienes amantes, ellos te hacen feliz—le recordó sin apatía, sin burla u odio.

—Tú los matas—dijo Akasha.

—Por miedo—respondió.

—Yo no mato a Khayman—contestó herida.

Khayman, el mayordomo real, era un hombre de confianza que a todos nos provocaba temor. Enkil lo adulaba y reía ante cualquier comentario suyo. Podía verlos siempre por los pasillos. Aquella conversación me confirmó ciertas sospechas.

—Porque es complaciente contigo, amable con nuestros hijos y eso es suficiente para ti.

—Tú amas a Khayman—reprochó sintiéndose herida. Ella sí lo estaba. Deseaba ser amada por su esposo, pero no lo era.


—Pero te quiero a ti—dijo Enkil—. No te amo de forma romántica, pero acepto que nuestras conversaciones forman parte de mi día a día, de mi felicidad, de mis necesidades...  

jueves, 20 de agosto de 2015

Codicia

Seth ha narrado algo a David y éste me lo ha transcrito. Creo que todos ustedes querrán leerlo y por ello os lo comparto.

Lestat de Lioncourt


—¿Alguna vez razonas, madre?—pregunté mirándola a los ojos.

No reconocía a la mujer que se hallaba en aquel trono. Era más fría y sedienta de poder. Deseaba escuchar adulaciones absurdas y réplicas baratas que enarbolaran su demencia. Estaba cansado de escuchar su discurso lleno de fanatismo. Creía realmente una diosa bajada de los cielos, la cual gobernaba por encima de los hombres y de su propia malicia. Había dejado morir a sus hermanas, a sus hijas y a cualquier mujer que alguna vez amó, o sintió cierto apego. Ella, mi madre, se regodeaba ante su belleza y juventud.

Había perdido el juicio y la escasa humanidad que una vez poseyó. Siempre amó tener poder, pero jamás fue una tirana. Algo en ella había cambiado. La muerte no la tocaba, del mismo modo que no tocaba a los demonios que la rodeaban. Temía por mi vida, pero debía presentarme ante ella e impedir que me convirtiera en algo que no deseaba.

—Quiero lo mejor para ti—dijo mirándome a los ojos—. Tu padre y yo hemos tomado una decisión.

—¡No me hagas reír!—grité furioso.

Algunos guardias se echaron sobre mí, tomándome de los brazos e impidiendo que huyera, me lanzara sobre ella o hiciese algo estúpidamente ridículo y peligroso. Mi padre, o quien ella decía que era mi padre, estaba frente a mí mirándome con cierto desprecio. Para él todos eran inferiores y a la vez podían llegar a escalar el trono. También amaba el poder, se dejaba llevar por éste, y desde que Khayman había huido, intentando salvar lo que quedaba de su alma y su bondad, se había convertido en un tirano aún peor que mi madre.

—Seth, la muerte no te rozará y serás un Dios. Hijo mío, pequeño tesoro, he estado desatendiendo a mi linaje, sin embargo tú eres el príncipe. Serás el heredero de una tierra fértil que te dará todo lo que tú codicias—dijo incorporándose del trono para caminar hacia donde estaba.

—Yo sólo quiero sanar a los hombres...

—Tú querrás lo que yo quiero—dijo tomándome del rostro.


La noche siguiente, después de mi llegada a Kemet, fui introducido a La Sangre. Durante los días siguientes sólo pensaba como huir, alejándome de aquel lugar, para ocultarme de mi madre y de todos sus hombres.  

martes, 11 de agosto de 2015

Tú y yo

Maharet y Khayman no merecían un final así, tan trágico y violento, pero reconozco que se tuvieron el uno al otro hasta el final. Eso me da cierta paz. Parece increíble, pero me da paz.

Lestat de Lioncourt


—Te juro que no quería hacerlo—decía aferrado a mi cintura.

Recuerdo cuando él me abrazaba entre sus brazos, sosteniéndome con una firmeza inusitada para mí. Me defendió del dolor, la miseria, el horror y la tragedia que caía sobre nosotros como una pesada lápida. Nos conocimos dentro del odio, pero floreció entre nosotros la llama de la esperanza que fue nuestra hija Miriam. Ella nos unió, así como también lo hizo La Sangre y el deseo de justicia. No era venganza, sino justicia. Una justicia que sumiera a nuestras almas en una paz innegable. Todavía lo recuerdo. En aquellos momentos esa imagen permanecía firmemente aferrada a mi memoria, igual que él a mis prendas. Sus toscos dedos de guerrero, los cuales siempre fueron ásperos y grandes, se aferraban con fuerza a las faldas de mi vestido. Me arrugaba la tela, pero no me importaba. Podía notar su miedo, la vergüenza, el desánimo, la tristeza y el dolor que yacía en su torturada mente. Estaba volviéndose loco. Mi amable guerrero, mi guardián, era un gigante terrible e imposible de frenar en su demencial recorrido por el mundo.

—Te creo—susurraba acariciando sus largos cabellos negros—. Khayman, deja de llorar. Si no lo haces yo también lloraré—decía arrodillándome junto a él.

Tomaba su rostro entre mis manos, abarcándolo a duras penas, mientras rozaba sus mejillas duras y sus labios carnosos. Veía en sus profundos ojos negros un vacío inmenso y una pena imposible de arrancar. Podía verlo con claridad gracias a Fareed, pues él me hizo recobrar la vista aunque fue para ver como mi mundo, el mundo que yo había ayudado a mantener a salvo, se convertía en una bola de fuego y llanto.

—Te amo, te amo, te amo... —repetía rodeándome.

Empapaba mi ropa con sus lágrimas de sangre y provocaba que yo también llorara. Ambos abrazados, en presencia de mi hermana perdida en su universo de caos y sueños, nos consolábamos intentando hallar una solución al miedo y el odio, a la muerte y el desastre.


—Khayman, mi Khayman. Mi adorado guardián. Yo también te amo—susurraba cada noche, como si fuese una oración que nos salvara del horror.  

sábado, 8 de agosto de 2015

Milenario asesino

Cyril debería reunirse, aunque no puedo obligarlo.

Lestat de Lioncourt


Acepto que estoy condenado. Condenado a entenderme mientras la sociedad fluctua, cambia, se convierte en un enjambre peligroso y yo tengo que soportar el molesto zumbido del tráfico. Estoy aquí, yaciendo en la inmortalidad de un sueño peligroso, mientras las luces alójenas y de neón estallan contra la oscuridad e impactan en mi silueta. He visto diferentes épocas, he sentido el calor de la masa ingente que camina como animales hacia el matadero, y acepto que todas tienen su encanto. Aprecio muchísimo la sangre tentadora llenando mis venas, la violencia poética de cazar a la presa, el dolor del momento en el cual me separo de mi víctima, la mentira de su muerte y su propia existencia, la piedad con la cual observo el escenario de mi propio crimen y cualquier símbolo que comulgue con ese momento exacto en el cual destrozo una vida para prolongar la mía.

Todavía recuerdo como era cuando tan sólo era un muchacho delgado y optimista. Apenas era un niño cuando el ejército cambió mi vida. El mundo que se encontraba a mi alrededor se convirtió en un paraíso carmesí poco después, floreciendo en mí el deseo ingenuo de vivir para siempre a costa del sacrificio de mis enemigos. Pero ahora no son enemigos. Cualquiera es una presa idónea. Me dejo guiar por los corazones más oscuros, aunque también disfruto de la misericordia y la bondad. Soy un ser que no desprecia nada. En la muerte hay arte.


Mi nombre es Cyril. Pocos me recuerdan. Soy un vagamundo sin nombre incluso para los miembros de mi ancestral tribu. El pacto con el diablo acabó hace tiempo, pues la reina yace en las profundidades de un pasado terrible y emborronado por sus propias mentiras. Ahora no tengo rumbo fijo. Amel me incita a reunirme con todos, pero ¿no soy un alma libre? Debería poder elegir si quiero llegar pronto a la cita o jamás aparecer por el baile.  

martes, 28 de julio de 2015

Tú, yo y los lirios

Gregory era un hombre noble y un gran guerrero. Fue amante de Akasha, como otros muchos, y se reveló contra ella. Ahora nos trae uno de sus peores pensamientos, de sus sensaciones más terribles, y a la vez un recuerdo que no se puede borrar.

Lestat de Lioncourt


Estaba frente a al espejo, observando su rostro una vez más. Desnudo, como en algunas ocasiones, observaba los estragos que el sol había causado en su piel. Volvía tener el bronceado habitual, el cual marcaba cada uno de sus rasgos y músculos. Allí, observando la oscuridad de sus ojos almendrados, suspiró. Miles de recuerdos se agolparon rápidamente, convirtiéndose en una vorágine de sensaciones imposibles de controlar. Tuvo que apoyarse en el borde del lavabo y respirar profundamente. Jadeó cerrando los ojos, inclinando la cabeza y encogiendo sus hombros.

Recordó. Un chispazo iluminó el pequeño rincón de los recuerdos y su cerebro se activó. Fue como un relámpago en mitad de la oscuridad. Ella vino a él, sensual y peligrosa, con una sonrisa seductora provocando que cayera nuevamente a sus pies como si aún estuviera viva, como si aún fuese real.

Fue un recuerdo breve, pero le agitó. Quizás eran los viejos espíritus que aún recorrían el mundo, igual que los vampiros y las otras criaturas que eran examinadas por los detectives de lo paranormal, le estaba afectando. Ahora poseía un conocimiento mayor sobre los fantasmas y espíritus, cosa que le había hecho descubrir un nuevo mundo. Ella podía estar entre la multitud, quizás cargada de rabia y odio. Por ello, tembló. Temió la reacción de la Reina pese que era únicamente un recuerdo, un mal sueño y una marca en su alma.

Al alzar su rostro se miró nuevamente al espejo. Por unos segundos viajó al pasado. No era Gregory, el imponente magnate de un imperio farmacéutico, sino un joven guerrero que estaba siendo cotizado por la reina y sus deseos más primarios. Ella lo observaba como algo más que un trozo de carne, pues veía en él potencial. Admiraba su musculatura, la forma en la cual se deshacía de sus enemigos y la envolvía a ella bajo las sábanas de lino.

Pudo sentir sus uñas largas y eróticas recorriendo su vientre, viajando hasta las caderas y clavando sus uñas. Sus labios rozaron los suyos. El perfume que ella siempre llevaba consigo, hechas con lirios, volvió como un mal sueño y erizó el vello de su nuca. Si bien, fueron sólo unos miserables segundos.

Cuando recobró el hilo de sus pensamientos regresó a su lujoso baño de mármol, grifos de oro y productos delicados para perfumar su piel. De inmediato decidió tomar una ducha, pero la extraña sensación de volver al pasado, quedando seducido nuevamente por la mujer que una vez fue aquel monstruo que arrasó con todo, le hizo llorar y sentirse terriblemente confuso.

—Ah... querida... el poder te consumió y te convirtió en un lirio marchito—susurró abriendo la ducha y permitiendo que el agua tibia lavase su herida piel.



lunes, 27 de julio de 2015

A espaldas de todos

Enkil y Khayman tenían algo más que una fuerte amistad... eso ya se veía venir. 

Lestat de Lioncourt


—¿Me has llamado?—su voz sonó masculina y desafiante. Sin embargo, poseía el mismo tono amable y servicial que solía ofrecerle. No obstante se encontraba terriblemente molesto.

—Khayman...—Enkil se giró hacia su mayordomo, y escolta personal, con la mirada apagada. Estaba sumido en preocupaciones que le afectaban el sueño y el apetito.

Akasha era una mujer desafiante y fuerte, digna del trono. Si bien, él quedaba opacado a un lado. Ella podía elegir a otro consorte, asesinarlo y hacerse con el poder sin levantar sospechas. Enkil sabía que no era amado ni respetado por su mujer, pero él tampoco la amaba. Jamás amó a Akasha. Sólo amaba a su pueblo, ambicionaba el poder tanto como ella y deseaba extender su territorio con su ejército de hombres llenos de sueños y sed de conquistas.

—Me has despreciado frente a todos, ¿cómo crees que debo tratarte? ¿Tan miserable te parece mi compañía?—preguntó sin apartar sus ojos oscuros de la tez bronceada de su amante, el rey Enkil, que parecía no querer enfrentar su mirada desafiante. Se acobardaba ante el hombre que le hacía suspirar bajo las sábanas de lino en mitad de la noche, cuando su mujer se marchaba buscando quien dejara satisfecha sus necesidades.

—No estoy de acuerdo con pasar por alto ese lugar estratégico. Akasha ha cambiado las leyes para que pudiésemos tener una excusa—se aproximó a él y lo tomó de los brazos, acariciando suavemente con sus dedos cara músculo de éstos—. Khayman, mi noble Khayman, ¿podrías seguirme hasta los confines del mundo si te lo ruego como se debe?—esbozó una sonrisa seductora, la cual rompió en mil pedazos la molestia de su leal sirviente, y rozó sus labios la comisura derecha de su boca.

El mayordomo se deshizo de las escasas prendas de su rey, para acabar palpando libremente su vientre formado y sus tentadores muslos. Un ligero suspiro de su rey provocó que se convirtiera en el apasionado amante que tanta satisfacción causaba al monarca, el cual no se reveló sino que se dejó tocar y aplastar contra la pared contigua. Khayman deslizaba su boca por su cuello, sus mejillas, su torso y pezones cuando el sonido de unos pequeños pasos rompieron el momento.

Seth entró precipitadamente en la habitación. El pequeño príncipe buscaba a su padre. Tan sólo tenía cuatro años. Era delgado, pero alto para su edad. El niño quedó frente a ambos, sin sentirse intimidado o confuso con aquella habitual escena, y esperó con paciencia que su padre se liberara de los brazos de su amante, se colocara sus prendas y lo tomara en brazos con el cariño que siempre le había demostrado. Khayman tan sólo decidió salir de la habitación.


Fuera el sol calentaba las arenas, se mostraba imparable como el imperio que estaba construyendo Enkil. Las oscuras arenas de Kemet se extendían más allá del horizonte, mucho más allá de lo que alcanzaba a ver. Se sintió sobrecogido. Irían a las tierras de las hechiceras pelirrojas y provocarían a éstas para arrebatarles todo. Se encontraba en una posición difícil, pero amaba demasiado a Enkil para no apoyar sus planes. Aquel noble y leal mayordomo sabía que haría lo que su desdichado rey le exigiera.  

jueves, 16 de julio de 2015

La importancia de la ciencia

Conocí a Seth y Fareed de casualidad. Ellos son los culpables que Viktor exista. Bueno, ellos y mi curiosidad. Son grandes amigos y han ayudado a éste mundo más de lo que ustedes puedan imaginar. 

Lestat de Lioncourt


Había estado reunido durante horas con Viktor. El aroma de su colonia impregnaba parcialmente la habitación y se mezclaba con otra más profunda, más masculina, que era la de Fareed. Las diversas pantallas mostraban los resultados de los análisis que se estaban llevando a cabo. La noche tan sólo había comenzado. Todos estaban pendientes del desarrollo de sus diversos estudios, los científicos a su cargo trabajaban como abejas obreras todas las noches, y Lestat pedía que le informara semanalmente de los logros y fracasos. No importaba si era nimios. Quería ser informado de todo lo que ocurría en aquel laboratorio oscuro y fresco, donde el verano no aparecía por ningún lado debido a la buena refrigeración de los numerosos conductos del aire. En el pasillo había cierto tránsito hacia los archivos más privados, aquellos que contenían algunos discos duros repletos de información, así como la zona de refrigeración donde estaban las muestras de sangre fresca, tejidos y otros fluidos.

Fareed parecía ser el encumbrado médico que siempre fue. Un hombre serio, de unos cuarenta años aunque de una apariencia más juvenil, más fresca, gracias a la sangre poderosa e inmortal de su creador. Fruncía ligeramente las espesas cejas, mascullaba en inglés americano con acento hindú y suspiraba agobiado porque el tiempo parecía estar en su contra. Deseaba mejorar las inyecciones de testosterona, creando unas mejores y sin efectos secundarios para las mujeres. Tenía pensado lograr la procreación entre vampiros, no sólo entre vampiros y humanos. Quería contactar con el Hospital Mayfair y poder lograr unos acuerdos para mantener un trato cordial, en el cual pudiese incluirse cierto diálogo y datos sobre los Taltos. Buscaba reproducir esa leche, espesa y cargada en nutrientes, para salvar vidas humanas, pero también de vampiros. Había tantas cosas por hacer que a penas tenía tiempo para alimentarse adecuadamente.

Vestía con una camiseta gris, muy simple, con un bolsillo pequeño en el lado derecho de su torso. Los pantalones eran de vestir, pero muy cómodos. No necesitaba ropa buena y elegante para estar encerrado entre las cuatro paredes de su despacho. Sin embargo, era fundamental su bata de médico con la acreditación visible en el lado izquierdo. Era habitual verlo así desde hacía meses. Estaba demasiado inmiscuido en sus asuntos olvidándose de todo. Y cuando era todo se incluía las largas conversaciones con Seth.

Él estaba fuera. Vestía su thobe blanco, de algodón, mientras que su cabello había tenido un ligero cambio. Ya no tenía ese corte de príncipe de Kemet. Había decido un corte más occidental en esa ocasión. Deseaba sorprender a Fareed y que al menos tuvieran un inicio de conversación alejado de sus triunfos y derrotas. Decidió abrir la puerta después de un largo rato esperando que él le diese permiso. Pese a que las instalaciones las subvencionaba él, que todo aquello era suyo, seguía siendo humilde y comprendiendo que debía respetar la intimidad, así como la soledad, de todos aquellos que allí se reunían. Pero ya no podía más.

—Fareed—dijo interrumpiendo—. ¿Puedo estar contigo?

—Sí—respondió sin siquiera detenerse a mirarlo.

—Últimamente pasas mucho tiempo con Flannery—murmuró sentándose a su lado, en la silla que había ocupado Viktor—. ¿Ocurre algo?

—No—dijo escueto y seco.

—Sé que es tu creada y...

—Sí, la quiero. Quiero a esa mujer porque se comprometió con un proyecto que podía ser inalcanzable, decidió ser madre de un ser que no sabíamos si se podría controlar o la sangre de Lestat expondría al niño a una mutación extraña e intratable. Ella se expuso por mí—contestó girándose hacia él—. Ella confió en mí y yo confío ciegamente en ella. Es mi criatura. Le di todo lo que ella soñaba. Ofrecí un laboratorio, un hijo, una educación esmerada para este, un buen salario, propiedades y la inmortalidad.

—¿Y tu corazón?—preguntó tocando su brazo derecho con cuidado—. ¿Se lo ofreciste?

—¿A qué viene esa pregunta? Jamás me has hecho semejante pregunta—murmuró con cierto asombro mientras apartaba su mano de él. Sentía que le quemaba. Aquella pregunta era extraña y jamás había imaginado que Seth se diese el lujo de preguntarla.

—Responde—dijo—. Es fácil de responder.

—Todo ser querido se lleva parte de tu corazón, Seth. Deberías saberlo. Tú quieres a Viktor y aprecias a Flannery, del mismo modo que apreciabas a tus hermanas y, aunque te cueste admitirlo, a tu madre—aquello provocó que Seth abriese los ojos y lo mirase con cierta rabia. Su madre era prácticamente un tema tabú. Todavía le dolía hablar de la maldad que se generó en su corazón, convirtiéndolo en una piedra oscura llena de rabia, ambición y soberbia—. Lo siento.

—No importa—susurró con una gentil sonrisa.

—Sí importa—respondió.

—Lo único que me importa es saber si ese pedazo de corazón es mayor que el mío.

Fareed lo miró sorprendido, pero luego se echó a reír. Había comprendido entonces porqué aquella conversación tan extraña. Su inicio no tenía ni pies ni cabeza. También observó el corte de cabello que llevaba. Era sin duda incorregible. Seguía siendo un hombre con sentimientos similares a cualquier otro. Los celos era algo habitual entre los suyos, más de lo que se pudiese imaginar. Suspiró echándose hacia atrás en la silla, girándola por completo hacia él para luego encogerse de hombros.

—¿Qué esperas que diga?—preguntó estirando sus manos hacia él, para tomarlo de los brazos y tirar de él.

Seth quedó sentado sobre sus piernas como si fuese un muñeco de ventriloquia. El joven príncipe que pudo reinar, que pudo ser el perfecto ejemplo de poder e inmortalidad, era delgado, de rostro ligeramente aniñado, con la piel aún tostada gracias a los baños de sol y algo más alto que Fareed. Un muchacho tan sólo. Todavía tenía en su corazón el deseo de ayudar a otros, de sanar el mundo y salvar a las almas ruines de su desgracia. Bondad. Se podía decir que era el ejemplo de la bondad y el deseo.

—Que me amas—susurró ligeramente emocionado.

De inmediato las manos de Fareed se movieron rápidas. El thobe quedó remangado y mostró el miembro duro, aunque aún para nada excitado y funcional, de su compañero. En ese momento su creador era el sorprendido, pero no dijo nada. Seth se limitó a besarlo rodeándolo con sus largos y finos brazos.

En la mesa, junto a las carpetas y bolígrafos, había diversas cajas. Un nuevo prototipo de inyección de testosterona estaba preparada. El efecto se prolongaba durante más de media hora, lo cual ofrecía un placer inconmensurable. Sacó dos de los diez frascos, así como la jeringa que había en su interior. Rápidamente inyectó una a Seth, el cual se dejó sin decir nada, para luego inyectarse él mismo.

De inmediato sintieron que la sangre les quemaba, la piel de ambos estaba caliente y el sudor los bañaba. El thobe quedó en el suelo arrancado por las hábiles manos de Fareed, y la cremallera de los pantalones de éste bajó con presteza gracias a las de Seth.

La boca del hijo de Akasha quedó pegada a la cremallera del pantalón de su compañero. Sus labios carnosos se pegaban a la piel tirante de aquel miembro, el cual era de un grosor ligeramente mayor al suyo y un tamaño proporcionado. El sabor que poseía le entusiasmaba y su lengua se movía rápida acariciando cada vena que apretaba ese placentero músculo. El chupeteo era lo único que se escuchaba, junto a sus jadeos y los gemidos bajos del médico.

Fareed echó la cabeza hacia atrás, cerró sus profundos ojos castaños oscuros y dejó que su compañero hiciese lo debido. Los peligrosos dientes de Seth mordisquearon el glande, sus labios deslizaban caricias indecentes sobre la piel húmeda y su aliento golpeaba sus testículos. Cuando se incorporó se arrojó contra la mesa, levantando ligeramente sus nalgas e invitándole a entrar en él. Fareed no lo pensó ni un segundo.

Las manos del médico golpearon las redondas y prestas nalgas que le ofrecían, pellizcó ambas e incluso las mordió. La entrada de Seth se veía tentadora, su miembro estaba completamente erecto y al tocarlo gimió como nunca lo había hecho. Parecía más sensible, más receptivo, más excitado y más necesitado.

—Hazlo—susurró aferrándose al borde de la mesa—. Te amo... te necesito... hazlo...—a penas podía hablar. Deseaba que lo hiciese como jamás lo había hecho. Quería sentir como su hombría lo rompía en dos hasta destrozarlo.

Fareed no entró. Decidió hacer que la locura prosiguiera. La lengua de éste rozó la entrada de su compañero, para luego hundirse lubricándolo de ese modo. Seth gimió ronco cerrando los ojos, moviendo las caderas y buscando con su mano derecha su miembro. Tenía que aliviarse, pero no se lo permitió. Rápidamente su compañero, su amante, su criatura y amigo le dobló el brazo por encima de la espalda, pegándola a ésta, para evitar que se masturbara. Rápidamente hizo lo mismo con la otra mano y se colocó bien sobre él, milímetro de cuerpo contra milímetro de cuerpo, y le susurró, lo más cerca que pudo de su oído: No. Yo decido el placer que tú vas a sentir.

Aquello provocó una reacción en cadena en la mente y el deseo de Seth. Rápidamente abrió más sus piernas, ofreciéndose como nunca, mientras movía su trasero contra el miembro erecto que tanto le rozaba y enloquecía. Fareed rió bajo. No podía evitarlo. Disfrutaba teniendo el control de un vampiro como él, de un ser tan poderoso y sabio. Era como un niño cuando lo tenía a su lado, se convertía en un ser absolutamente vulnerable y caprichoso. Seth era sensible y bondadoso, amaba a Fareed y él lo sabía. Sin embargo, era algo mutuo aunque el hindú no lo demostrase abiertamente.

Finalmente se cansó del juego y lo penetró con fuerza, desplazando la mesa y provocando que los monitores temblaran por un momento. Un par de bolígrafos cayeron al suelo, pero no importó. De inmediato el ritmo empezó a ser fuerte. Buscaba ese punto donde Seth perdía la cordura y su sumisión era absoluta. Al encontrarlo, golpeando con su glande fuertemente en su próstata, éste chilló el nombre de su amante. Los gemidos eran agudos, nada tenía que ver con los anteriores. El rostro de Seth estaba pegado a la mesa y girado del lado izquierdo. Podía ver por encima del hombro a su amante, con sus ojos encendidos y la sonrisa cargada de placer. Disfrutaba siendo suyo, sobre todo cuando las manos de Fareed lo azotaban.

El médico gruñía, gemía, jadeaba y murmuraba en su idioma natal palabras toscas y sucias. Su lengua se pasaba por el labio inferior saboreando su sudor sanguinolento, pero pronto se inclinó y mordió el cuello de su amante drenando una gran cantidad de sangre. Después de aquello lo quitó de la mesa, arrojándolo al suelo, girándolo de cara a él y se masturbó frente a su rostro. Seth gemía retorciéndose como una serpiente y lamía el glande a duras penas.

Con crueldad, y sin miramientos, el hindú agarró de la nuca a su creador y penetró su boca con furia. Tres crueles estocadas provocaron arcadas en el milenario, para luego quedar arrojado sobre el suelo metálico. Las piernas se abrieron invitándolo a estar entre sus muslos. Fareed se inclinó lamiéndolos, así como lamió su ombligo y su pene erecto. Después, como si nada, lo penetró salvajemente aunque el ritmo era suave. Las piernas de Seth rodearon las caderas de su compañero y sus manos se aferraban a los brazos que se apoyaban en el suelo. Tras menos de un minuto Seth llegó al orgasmo repitiendo que lo amaba, como siempre, y Fareed sintió la presión de su interior envolviendo su sexo.

Con cierta rapidez, aunque borracho de placer, salió de su amante y volvió a masturbarse frente a él para eyacular sobre su torso ligeramente marcado. Seth tenía los ojos cerrados y los labios tan abiertos como sus piernas. Era la imagen de la derrota ante la lujuria.

—Yo también te amo Seth. Te amo demasiado. Eres la criatura más importante en mi vida. Nadie te va a quitar ese preciado puesto—susurró arrodillándose frente a él, entre sus piernas, para luego incorporarlo y besarlo con dulzura en la frente. Seth se abrazó a él y Fareed lo rodeó calmándolo, pues comenzó a llorar.


Habían sido malos tiempos. La presión había hecho mella en ambos. Las horas parecían breves. El mundo estaba aún convulso, aunque parecía en calma. Ellos debían dar más de lo que podían. Por eso Seth lloraba, pues quería ser todavía lo más importante que había ocurrido en la vida de Fareed. Pues para él, para ese príncipe que huyó de palacio, la soledad y el dolor acabó cuando encontró a su compañero a finales de 1980.  

Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt