Lestat de Lioncourt
Después de tres arduas semanas de
duros enfrentamientos, en los cuales expuse mi vida y honor, llegué
a palacio acompañado del resto de generales y guerreros. Habíamos
perdido algunos hombres, sus mujeres sollozaban aferradas a sus
descendientes y otras, las menos, parecían orgullosas de saber que
sus hijos habían muerto derramando su sangre por la fuerza y
primacía de un imperio que se levantaba peldaño a peldaño, poco a
poco, dirigiéndose hacia el sur y el norte de la tierra.
Habíamos impuesto nuestra
superioridad, pero eso no implicaba que mi corazón estuviese
tranquilo. Gracias a ella había subido algún peldaño en el
ejército, aunque también me estaba convirtiendo en la cabeza de
turco que pronto podría rodar, posiblemente en mitad del palacio,
gracias a la afilada cimitarra de Khayman.
—Debemos reunirnos para el próximo
cerco a esos bastardos incultos, los cuales hacen llorar a nuestros
dioses con sus atrocidades—expuso Enkil caminando a paso ligero por
el pasillo central del palacio.
Algunas mujeres corrieron a recibirnos
lanzando pétalos de lirios para que él los pisara, pero era algo
que no le interesaba. Aquellas mujeres, las flores y cualquier
palabra amable era insoportable para el Rey. En esos momentos sólo
pensaba en otro derramamiento de sangre para mantener dichosa a su
Reina, la cual yacía en su habitación desesperada por ser
complacida.
—Mi señor, puedo pedir que se haga
té y traigan dátiles para conversar sobre la situación de las
tierras limítrofes—expuso Khayman—. Si bien, le recomiendo un
baño reconfortante. ¿Desea que llame a las lavanderas? Ellas
traerán perfumes nuevos que aún no ha probado—su voz era dulce,
casi pegajosa, y su tono de voz muy cómplice. Había una amistad
demasiado fuerte entre ambos, pero a mí no me interesaba en lo más
mínimo.
—De acuerdo—contestó parándose y,
por supuesto, deteniendo a la comitiva—. Pueden descansar unas
horas, pues antes de la caída del sol deseo conversar con ustedes en
los jardines del palacio. Comeremos asado, hablaremos de la situación
en la frontera y tomaremos diversas decisiones sobre los salvajes que
rondan las montañas—dijo sin girarse hacia sus leales generales,
entre los que me encontraba—. Disuélvanse y disfruten de sus
mujeres, pues ellas estarán gustosas de darles un recibimiento más
que merecido.
Khayman se inclinó suavemente y
marchó, a paso rápido, hacia los baños donde solía pasar algunas
horas Enkil. Allí, entre los vapores de las perfumadas aguas
calientes, discutían durante horas sobre política, religión,
poesía y jugaban a sus distintos e íntimos juegos. Todo el mundo lo
sabía, inclusive el menos avispado de la corte. Enkil caminaba tras
él, con parsimonia, mientras las mujeres regaban pétalos para que
murieran aplastados bajo sus polvorientas sandalias.
Los restantes generales, esos guerreros
fieles y bravos, se marcharon deseando beber cerveza y concebir hijos
con sus mujeres y, por supuesto, amantes. Yo, por el contrario, era
demasiado joven y no estaba dispuesto a perjudicarme demasiado con la
bebida. Caminé durante algunos minutos por el jardín, escuchando el
murmullo de la fuente y meditando sobre el nuevo nacimiento en la
corte. Akasha había sido madre nuevamente, pero ésta vez no era una
mujer.
Las pequeñas, como no, se encontraban
en el jardín corriendo una tras otra bajo la supervisión de sus
tías y nodrizas. Niñas que no solían ser atendidas por su madre,
pues ella se sentía decepcionada porque los dioses no le habían
obsequiado un varón, tal y como ella deseaba, porque sabía que
llevaría su imperio mucho más lejos del serpenteante Nilo.
Eché a caminar hacia su dormitorio.
Ella estaba allí echada observando a la criatura como si fuese uno
de nuestros dioses. Lo contemplaba acariciando su piel ligeramente
oscura, sus rasgos profundos, sus labios carnosos y blandos, así
como esas manos torpes que aún no eran siquiera capaces de atrapar
los dedos de su madre. Sólo tenía unas semanas de vida. Ya lo había
sostenido en una ocasión, mucho antes de mi partida de aquel lugar.
Ella no me miró siquiera, siguió
jugando con el pequeño obviando mi presencia. Me acerqué tomándolo
sin siquiera pedir permiso y lo contemplé como un padre puede
contemplar a su hijo. Sabía que era mío. Jamás respondía a mis
dudas. Sólo yo entraba en su recámara, los juegos con otros
soldados acabaron cuando ella probó mi fuerte deseo hacia sus
torneadas caderas, turgentes pechos y cálidos muslos.
—Responde a mis dudas—dije—.
Aunque no son dudas—comenté notando como el pequeño me observaba.
Parecía reconocerme. Nos habíamos encontrado en seis ocasiones,
aunque hacía más de tres semanas que no nos tropezábamos. Era
inteligente, o al menos eso parecía, y reconocía mi olor, como
cualquier animal reconoce los aromas familiares, mientras estiraba
sus rechonchos brazos buscando mi atención.
—Beb—comentó incorporándose—.
Llévate a mi querido descendiente, mi adorado Seth—dijo
levantándose de la cama, completamente desnuda salvo por las
numerosas joyas que cubrían sus brazos y cuello—Cuéntale lo
grande que llegará a ser para que se duerma. Pues será igual de
fuerte y temerario como su padre, llevando éste reino hasta más
allá de lo que puede bañar el sol.
La mujer, una anciana, se apresuró
hacia donde yo me encontraba arrebatándome al niño y saliendo de
allí. El pequeño se echó a llorar, pero fue rápidamente calmado
con un sólo gesto de aquella mujer. Era como si tuviese un poder
mágico, casi hipnótico, sobre la criatura.
—Mi reina... —dije extendiendo mis
manos, con las palmas hacia arriba, en su dirección—. Dime.
Ella no respondió. Caminó hacia mí y
me arrebató la cimitarra, para arrojarla lejos de mi cinto, haciendo
lo mismo con el resto de mis ropas. Me desnudó para besar mis
pectorales, acariciando mis caderas marcadas y llevando sus dedos,
pequeños y ágiles, sobre mi miembro. Sus labios, carnosos y
sensuales, se pegaron a los míos y su beso avivó el fuego que creía
escondido en algún lugar de mi alma.
Rápidamente me condujo hacia una
pequeña alberca de leche tibia de burra. Allí, rodeados de
lavanderas, nos introdujimos mientras ellas verían sobre nuestras
cabezas la leche perfumada con flores recién recolectadas. Sus besos
eran cada vez más sensuales y, como no, mi apetito despertaba. Sus
piernas me rodearon por la cintura y sus manos bajaron hasta más
allá de mi vientre. Los sensuales masajes de sus dedos provocaron
que mi miembro se endureciera, logrando que echara hacia atrás mi
cabeza y olvidara mis innecesarias preguntas.
Con cuidado, aunque apasionada,
introdujo mi miembro en su pequeña obertura, la cual estaba
ligeramente estrecha tras la cicatrización del parto. Cuando me
sentí envuelto en su sexo, pequeño y húmedo, cerré los ojos
satisfecho y abrí mis labios emitiendo un largo gemido. Ella se
movía suave, como las pequeñas olas de un mar contra la costa,
mientras mis manos la tocaban con deseo apretando sus pechos. Sus
pezones comenzaron a manar leche, la cual no había sido ingerida por
Seth. Abrí los ojos contemplando los hilos blanquecinos, más
espesos que la leche que nos vertían aún sobre nosotros. Ella me
miró con lujuria y sonrió tomando ambos senos, llevando uno a mi
boca y dándome a probar su leche. Era cálida y espesa, también
nutritiva y ligeramente pastosa. Después hizo lo mismo con el otro
pecho, dejando que me deleitara con sus pezones gruesos de color café
que contrastaba, como no, con su piel suavemente más clara.
—Aliméntate mi guerrero—dijo
apretando mi sexo dentro de su vagina, pues contrajo sus músculos—.
Repón fuerzas, pues quiero que empieces una nueva guerra en ésta
bañera.
Aquello me alentó, provocando que la
apartara de mí para pegarla contra el borde de aquel delicioso
paraíso, para luego, sin miramientos, penetrarla con violencia. Mis
testículos golpeaban con fuerza, aunque su sonido quedaba opacado
por el movimiento salvaje del agua contra el borde del suelo. Los
elegantes azulejos de mosaico que cubrían el lugar, generando
hermosas visiones de paisajes mundanos. Ella echó su cabeza hacia
atrás, colocándola sobre mi hombro derecho, mientras mis manos se
aferraban a sus pechos. Apretaba con fuerza mis dedos provocando que
algunos chorros de leche se escaparan, y logrando que ella gimiera
desesperada. Sus manos quedaron pegadas al borde y sus cabellos
negros, tan largos como ondulados, se pegaron a su rostro ocultando
sus mejillas sonrojadas.
Las lavanderas nos observaban con
detenimiento, pero sin alarma. Sobre todo cuando en un gesto rápido
las invité a hundirse en la bañera para acariciar a ambos,
provocando que el placer fuese aún más intenso. Sus manos lavaban
con unos suaves trapos nuestros tensos músculos, la leche cálida
nos envolvía y ambos nos dejábamos la garganta entre sucias
palabras de deseo, amor y necesidad.
Decidí salir de ella mucho antes de
eyacular mi simiente en su vagina. Las lavanderas se apartaron
ayudándome a incorporarla, sacándola de la bañera mientras su
vientre se encogía y sus piernas temblaban. La recostaron sobre una
sábana de lino teñido de rojo y comenzaron a secar su sexo,
preparándolo para mi llegada. Salí decidido, pero no la penetré.
Aparté a las mujeres y la incorporé, metiendo mi miembro en su boca
y ofreciéndole mi simiente.
—Disfruta mi reina del sabor de tu
guerrero, el cual no ha podido dejar de pensar en ti—murmuré tras
eyacular.
Mi sexo salió de su boca, y ella tragó
mi semilla. Sus ojos, cansados, me miraron insatisfechos. Sabía que
deseaba tener más hijos varones, pues las fiebres y cualquier
pandemia podía llevarse a su único hijo varón. Un hijo que era mío
y no de Enkil, al igual que la hija menor que aún no caminaba.
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