Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 24 de noviembre de 2015

Mi reina

Nebamun y Akasha tuvieron demasiados idilios... Las intrigas palaciegas siempre me dejarán con cierto sabor agridulce, pues no se pueden revivir y muestran algo que, por supuesto, impacta aún en cada uno de nosotros.

Lestat de Lioncourt


Después de tres arduas semanas de duros enfrentamientos, en los cuales expuse mi vida y honor, llegué a palacio acompañado del resto de generales y guerreros. Habíamos perdido algunos hombres, sus mujeres sollozaban aferradas a sus descendientes y otras, las menos, parecían orgullosas de saber que sus hijos habían muerto derramando su sangre por la fuerza y primacía de un imperio que se levantaba peldaño a peldaño, poco a poco, dirigiéndose hacia el sur y el norte de la tierra.

Habíamos impuesto nuestra superioridad, pero eso no implicaba que mi corazón estuviese tranquilo. Gracias a ella había subido algún peldaño en el ejército, aunque también me estaba convirtiendo en la cabeza de turco que pronto podría rodar, posiblemente en mitad del palacio, gracias a la afilada cimitarra de Khayman.

—Debemos reunirnos para el próximo cerco a esos bastardos incultos, los cuales hacen llorar a nuestros dioses con sus atrocidades—expuso Enkil caminando a paso ligero por el pasillo central del palacio.

Algunas mujeres corrieron a recibirnos lanzando pétalos de lirios para que él los pisara, pero era algo que no le interesaba. Aquellas mujeres, las flores y cualquier palabra amable era insoportable para el Rey. En esos momentos sólo pensaba en otro derramamiento de sangre para mantener dichosa a su Reina, la cual yacía en su habitación desesperada por ser complacida.

—Mi señor, puedo pedir que se haga té y traigan dátiles para conversar sobre la situación de las tierras limítrofes—expuso Khayman—. Si bien, le recomiendo un baño reconfortante. ¿Desea que llame a las lavanderas? Ellas traerán perfumes nuevos que aún no ha probado—su voz era dulce, casi pegajosa, y su tono de voz muy cómplice. Había una amistad demasiado fuerte entre ambos, pero a mí no me interesaba en lo más mínimo.

—De acuerdo—contestó parándose y, por supuesto, deteniendo a la comitiva—. Pueden descansar unas horas, pues antes de la caída del sol deseo conversar con ustedes en los jardines del palacio. Comeremos asado, hablaremos de la situación en la frontera y tomaremos diversas decisiones sobre los salvajes que rondan las montañas—dijo sin girarse hacia sus leales generales, entre los que me encontraba—. Disuélvanse y disfruten de sus mujeres, pues ellas estarán gustosas de darles un recibimiento más que merecido.

Khayman se inclinó suavemente y marchó, a paso rápido, hacia los baños donde solía pasar algunas horas Enkil. Allí, entre los vapores de las perfumadas aguas calientes, discutían durante horas sobre política, religión, poesía y jugaban a sus distintos e íntimos juegos. Todo el mundo lo sabía, inclusive el menos avispado de la corte. Enkil caminaba tras él, con parsimonia, mientras las mujeres regaban pétalos para que murieran aplastados bajo sus polvorientas sandalias.

Los restantes generales, esos guerreros fieles y bravos, se marcharon deseando beber cerveza y concebir hijos con sus mujeres y, por supuesto, amantes. Yo, por el contrario, era demasiado joven y no estaba dispuesto a perjudicarme demasiado con la bebida. Caminé durante algunos minutos por el jardín, escuchando el murmullo de la fuente y meditando sobre el nuevo nacimiento en la corte. Akasha había sido madre nuevamente, pero ésta vez no era una mujer.

Las pequeñas, como no, se encontraban en el jardín corriendo una tras otra bajo la supervisión de sus tías y nodrizas. Niñas que no solían ser atendidas por su madre, pues ella se sentía decepcionada porque los dioses no le habían obsequiado un varón, tal y como ella deseaba, porque sabía que llevaría su imperio mucho más lejos del serpenteante Nilo.

Eché a caminar hacia su dormitorio. Ella estaba allí echada observando a la criatura como si fuese uno de nuestros dioses. Lo contemplaba acariciando su piel ligeramente oscura, sus rasgos profundos, sus labios carnosos y blandos, así como esas manos torpes que aún no eran siquiera capaces de atrapar los dedos de su madre. Sólo tenía unas semanas de vida. Ya lo había sostenido en una ocasión, mucho antes de mi partida de aquel lugar.

Ella no me miró siquiera, siguió jugando con el pequeño obviando mi presencia. Me acerqué tomándolo sin siquiera pedir permiso y lo contemplé como un padre puede contemplar a su hijo. Sabía que era mío. Jamás respondía a mis dudas. Sólo yo entraba en su recámara, los juegos con otros soldados acabaron cuando ella probó mi fuerte deseo hacia sus torneadas caderas, turgentes pechos y cálidos muslos.

—Responde a mis dudas—dije—. Aunque no son dudas—comenté notando como el pequeño me observaba. Parecía reconocerme. Nos habíamos encontrado en seis ocasiones, aunque hacía más de tres semanas que no nos tropezábamos. Era inteligente, o al menos eso parecía, y reconocía mi olor, como cualquier animal reconoce los aromas familiares, mientras estiraba sus rechonchos brazos buscando mi atención.

—Beb—comentó incorporándose—. Llévate a mi querido descendiente, mi adorado Seth—dijo levantándose de la cama, completamente desnuda salvo por las numerosas joyas que cubrían sus brazos y cuello—Cuéntale lo grande que llegará a ser para que se duerma. Pues será igual de fuerte y temerario como su padre, llevando éste reino hasta más allá de lo que puede bañar el sol.

La mujer, una anciana, se apresuró hacia donde yo me encontraba arrebatándome al niño y saliendo de allí. El pequeño se echó a llorar, pero fue rápidamente calmado con un sólo gesto de aquella mujer. Era como si tuviese un poder mágico, casi hipnótico, sobre la criatura.

—Mi reina... —dije extendiendo mis manos, con las palmas hacia arriba, en su dirección—. Dime.

Ella no respondió. Caminó hacia mí y me arrebató la cimitarra, para arrojarla lejos de mi cinto, haciendo lo mismo con el resto de mis ropas. Me desnudó para besar mis pectorales, acariciando mis caderas marcadas y llevando sus dedos, pequeños y ágiles, sobre mi miembro. Sus labios, carnosos y sensuales, se pegaron a los míos y su beso avivó el fuego que creía escondido en algún lugar de mi alma.

Rápidamente me condujo hacia una pequeña alberca de leche tibia de burra. Allí, rodeados de lavanderas, nos introdujimos mientras ellas verían sobre nuestras cabezas la leche perfumada con flores recién recolectadas. Sus besos eran cada vez más sensuales y, como no, mi apetito despertaba. Sus piernas me rodearon por la cintura y sus manos bajaron hasta más allá de mi vientre. Los sensuales masajes de sus dedos provocaron que mi miembro se endureciera, logrando que echara hacia atrás mi cabeza y olvidara mis innecesarias preguntas.

Con cuidado, aunque apasionada, introdujo mi miembro en su pequeña obertura, la cual estaba ligeramente estrecha tras la cicatrización del parto. Cuando me sentí envuelto en su sexo, pequeño y húmedo, cerré los ojos satisfecho y abrí mis labios emitiendo un largo gemido. Ella se movía suave, como las pequeñas olas de un mar contra la costa, mientras mis manos la tocaban con deseo apretando sus pechos. Sus pezones comenzaron a manar leche, la cual no había sido ingerida por Seth. Abrí los ojos contemplando los hilos blanquecinos, más espesos que la leche que nos vertían aún sobre nosotros. Ella me miró con lujuria y sonrió tomando ambos senos, llevando uno a mi boca y dándome a probar su leche. Era cálida y espesa, también nutritiva y ligeramente pastosa. Después hizo lo mismo con el otro pecho, dejando que me deleitara con sus pezones gruesos de color café que contrastaba, como no, con su piel suavemente más clara.

—Aliméntate mi guerrero—dijo apretando mi sexo dentro de su vagina, pues contrajo sus músculos—. Repón fuerzas, pues quiero que empieces una nueva guerra en ésta bañera.

Aquello me alentó, provocando que la apartara de mí para pegarla contra el borde de aquel delicioso paraíso, para luego, sin miramientos, penetrarla con violencia. Mis testículos golpeaban con fuerza, aunque su sonido quedaba opacado por el movimiento salvaje del agua contra el borde del suelo. Los elegantes azulejos de mosaico que cubrían el lugar, generando hermosas visiones de paisajes mundanos. Ella echó su cabeza hacia atrás, colocándola sobre mi hombro derecho, mientras mis manos se aferraban a sus pechos. Apretaba con fuerza mis dedos provocando que algunos chorros de leche se escaparan, y logrando que ella gimiera desesperada. Sus manos quedaron pegadas al borde y sus cabellos negros, tan largos como ondulados, se pegaron a su rostro ocultando sus mejillas sonrojadas.

Las lavanderas nos observaban con detenimiento, pero sin alarma. Sobre todo cuando en un gesto rápido las invité a hundirse en la bañera para acariciar a ambos, provocando que el placer fuese aún más intenso. Sus manos lavaban con unos suaves trapos nuestros tensos músculos, la leche cálida nos envolvía y ambos nos dejábamos la garganta entre sucias palabras de deseo, amor y necesidad.

Decidí salir de ella mucho antes de eyacular mi simiente en su vagina. Las lavanderas se apartaron ayudándome a incorporarla, sacándola de la bañera mientras su vientre se encogía y sus piernas temblaban. La recostaron sobre una sábana de lino teñido de rojo y comenzaron a secar su sexo, preparándolo para mi llegada. Salí decidido, pero no la penetré. Aparté a las mujeres y la incorporé, metiendo mi miembro en su boca y ofreciéndole mi simiente.

—Disfruta mi reina del sabor de tu guerrero, el cual no ha podido dejar de pensar en ti—murmuré tras eyacular.


Mi sexo salió de su boca, y ella tragó mi semilla. Sus ojos, cansados, me miraron insatisfechos. Sabía que deseaba tener más hijos varones, pues las fiebres y cualquier pandemia podía llevarse a su único hijo varón. Un hijo que era mío y no de Enkil, al igual que la hija menor que aún no caminaba.  

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Lestat de Lioncourt