Recuerdo bien a mi madre con la mirada
perdida en la ventana, observando los copos de nieve amontonarse en
el camino de la entrada. Sus ojos grises parecían cada vez más
apagados, como si la luz de la vida se fuese difuminando mientras su
agonía, terrible y larga, parecía proseguir haciéndola caminar
descalza sobre un valle de espinas. Nunca la vi llorar. Jamás
manifestó el dolor terrible que poseía su alma, hecha jirones y
sueños muertos por la vida sombría que acabó llevando, pero podía
palparse. Tampoco la vi sonreír en demasiadas ocasiones. Siempre
parecía pensativa, quizás intentando vivir en sus paraísos
interiores donde la enfermedad no la asechaba, y ligeramente molesta.
Cada atardecer teníamos largas
conversaciones en mi habitación. Encendía el fuego de la chimenea,
avivándolo con leña recién cortada, mientras ella soltaba su larga
cabellera para que la cepillara. Los mechones dorados de su pelo
rozaban su estrecha cintura, la cual estaba aprisionada por los
corsés más terribles como cualquier mujer decente, mientras sus
manos, agrietadas por el frío, sostenían libros de poemas que solía
leer en voz alta para mí. Yo no sabía leer ni escribir, pero
conocía a los clásicos como si los hubiese leído mil veces por mí
mismo.
Su piel era pálida, pero solía
pellizcarse las mejillas para aparentar buena salud. Una salud que se
desquebrajaba cada vez más y que a mis hermanos, como borregos
estúpidos, no solían apreciar. Ni siquiera mi padre estaba atento a
los cambios en su voz, la cual a veces parecía a punto de perderse
debido al dolor que soportaba. Ellos la maltrataban con su dejadez,
con el egoísmo brutal que todos tenían hacia ella y, por supuesto,
con las manos sucias y ásperas del tullido de mi progenitor. Él era
el peor, pero acepté sus disculpas y lloros en su lecho de muerte.
Todavía no sé qué me animó a perdonar su maldad desbordante con
ella y conmigo, el menor de sus hijos.
Me sentí ruin al dejarla atrás, por
eso no era feliz. Pensaba en ella constantemente cuando la noche
llegaba, las estrellas brillaban y notaba las manos cálidas de
Nicolas sobre mi vientre. Aquella cama de colchón de paja, con
sábanas raídas, era mucho más confortable que aquella cárcel
húmeda y lóbrega que la mantenía aislada de la luz parisina.
Cuando logré fortuna, a pesar de haber
caído en la desgracia de éste Don que puede ser pecado infernal,
decidí que debía volver a viajar como cuando era una niña, volver
a Italia donde el tiempo era menos cruel y poder, al fin, disfrutar
de esas obras de teatro que tanto amaba. Pero ya era tarde. Ella se
marchitaba como flor silvestre recién arrancada. Moría frente a mí,
frente a las luces de París, y yo decidí darle la vida que se
merecía. Una vida eterna. Una vida libre. Una vida donde ella podría
decidir quién ser y qué desear. Yo le di las alas que un día le
robaron y curé todas sus heridas con un beso lleno de amor.
Amo y amaré a muchos durante toda mi
vida, pero jamás amaré a nadie más que a mi madre. Ni siquiera
Louis puede comprarse. Ella es mi madre, me dio la luz y grandes
lecciones que aún pongo en práctica. Gracias a ella, a mi hermosa
Gabrielle, tuve el coraje de vivir porque si ella no se rindió ante
sus desgracias ¿cómo podía hacerlo yo ante ocho simples lobos?
Un hombre es el ejemplo de la educación
recibida, de los grandes ejemplos que ha tenido a lo largo de su
vida, y yo soy un fiel reflejo de quien ha sido y es mi madre. Ojalá
yo llegue a ser tan importante para otros como ella lo ha sido para
mí.
Lestat de Lioncourt
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